Por
Luciano Laspina
El plan de
apropiación del conglomerado de empresas del Grupo Vicentin SAIC terminó de
pulverizar el mito de la “esperanza blanca” que personificó Alberto Fernández
para amplios sectores de la sociedad y del establishment económico.
La
puesta en escena del “policía bueno” y el “policía malo” que hábilmente
desplegaron Alberto y Cristina Fernández desde la campaña electoral de 2019 es
cada vez más indisimulada.
Hay
que inscribir dentro de esta lógica la posición “dialoguista” que inició
Alberto Fernández con un llamado telefónico al CEO de la empresa Vicentin, un
día después de anunciar su expropiación y el mismo día en que la UIF pedía ser
querellante en una causa por “lavado de activos” contra sus accionistas y
solicitaba la inhibición de todos sus bienes.
Así
logró frenar una incipiente rebeldía social del interior productivo y, por un
momento al menos, descolocar a la
oposición.
A
cambio de ese diálogo, exigieron que la empresa acatara -con la anuencia del juez de la causa- la intervención ilegal
dispuesta por el decreto del Poder Ejecutivo.
Esta
concesión de los directivos de la compañía –a mi juicio forzada por la
coerción política y judicial desplegada desde el poder- constituyó una
gravísima falta jurídica con severas implicancias políticas e institucionales.
¿Cómo
oponerse a la inconstitucionalidad del decreto si éste es avalado por la
empresa y el juez del concurso, haciéndolo pasar por legal en la práctica?
¿Cómo
defender desde la oposición el avance sobre la propiedad privada y el orden
jurídico si los propios accionistas ceden a la presión política y sientan a los
funcionarios del Poder Ejecutivo –ni siquiera del Banco Nación- en la mesa de
negociaciones?
La
reacción social y política que siguió al anuncio oficial demuestra que hay una
profunda discusión de valores y visiones del país que atraviesan la decisión de
expropiación. Primero, la defensa del rol de la empresa privada como motor del
desarrollo; y segundo, una alianza muy arraigada entre empresas y trabajadores
en muchas ciudades del interior.
Me
detengo por un minuto en este punto.
Quien haya
recorrido el interior de nuestra patria debe saber que la mayoría de los
pueblos y ciudades nacieron y crecieron de la mano de una alianza fructífera
entre empresarios y trabajadores.
No
todas las localidades o empresas sobrevivieron a la destrucción de la
infraestructura promovida por las décadas de desidia del Estado nacional.
Muchas
languidecieron o desaparecieron.
Así
lo dijo el intendente de Avellaneda a la hora de defender la propiedad privada
de la empresa:
“Aquí
todo lo que hizo el Estado Nacional, lo hizo mal. Destruyó el tren, el puerto y
las rutas.
¿Por
qué no destruiría ahora también a la empresa?”.
Podríamos
hablar dos horas sobre la historia nefasta de ineficiencia y corrupción del
“Estado empresario” aquí y en el mundo y de cuánto nos sigue costando hoy día a
los argentinos.
Aerolíneas
Argentinas consumió más de USD 6.000 millones en subsidios enjuagados con el
21% de IVA que pagan los más pobres.
AYSA
recibirá este año en concepto de subsidios prácticamente lo mismo que le
ingresa en concepto de facturación.
En
2019, la YPF mixta perdió 30.000
millones de pesos.
En
el año 2015, los subsidios a las empresas del Estado alcanzaron el 1,5% del
PIB.
Costó
sangre, sudor y lágrimas (y muchísimos paros sufridos por los usuarios)
bajarlos apenas un 0,6% del PIB entre 2016 y 2019.
El Ministro
Guzmán debería estar preocupado porque este año la cuenta de subsidios a
empresas públicas va camino a superar largamente el 1% del PIB, una cifra que
si fuese ahorrada sería un antes y un después en sus ajustadísimos ejercicios
de sustentabilidad de la deuda.
El
Gobierno seguramente dirá, como tantas otras veces, que “esta vez será
diferente”.
Es
lo que dijo Alberto Fernández en la campaña y acá estamos.
Lo
que no se dice es que los accionistas de la empresa están sumamente atomizados
y que los errores gerenciales de unos pocos no justifican expropiar a tres
generaciones de argentinos e inmigrantes que ayudaron a construir desde sus
cimientos la ciudad de Avellaneda, llamada así en honor al Presidente
Nicolás Avellaneda quién en 1879 remitió ayuda alimentaria a los habitantes de
la zona.
Los
directivos deben responder por sus acciones -si fuesen contrarias a la ley-
y los accionistas sin responsabilidades ejecutivas deben responder ante los
acreedores.
Mezclar a todos
en una misma bolsa y arrancarle lo que les corresponde por derecho propio
constituye una enorme injusticia.
La
supuesta “vocación de diálogo” duró menos de veinticuatro horas y el gobierno
ratificó su voluntad de avanzar con el trámite de expropiación y confirmó que
toda esta comedia de enredos es puramente anecdótica ya que nada -salvo una votación en contrario en el
Congreso de la Nación- cambiará el objetivo final de la cuarta
administración kirchnerista:
Vertebrar
el poder político con una buena dosis de poder económico, que no se quedará
aquí y seguramente tratará de ir en aumento.
Esto
me recordó la célebre frase de Néstor Kirchner: “Para hacer política se necesita plata”.
Algunos
estarían tentados a decir que si es plata blanca mucho mejor.
Quizá
haya sido una lección aprendida en estos años.
La expropiación
de Vicentin no es políticamente comparable con la ruinosa estatización de YPF
que fue siempre una empresa estatal -pésimamente gestionada- y que fuera
privatizada en los ’90.
Aquí
el gobierno se queda con una empresa privada que, aún con dificultades
financieras, está operativamente en marcha dentro del sector más dinámico y
competitivo de la economía argentina.
Es
un antes y un después.
Un serio error
estratégico de Alberto Fernández a muy poco de iniciada su administración.
Visto
a la distancia, Argentina es un país con problemas de la década del ’80 que
aplica soluciones de la década del ’70.
¿Qué
podrá salir bien de este experimento…?
El
autor es economista y diputado nacional de “Juntos por el Cambio”
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