El problema del mundo actual es la violencia, el rencor y el odio en las relaciones humanas.
En
las últimas décadas se ha agudizado y extendido a nivel personal y social.
Son
pocas las personas y los grupos que piensan en el otro como un hermano, que
merece ser querido y asistido.
Tampoco
se ha entendido el efecto beneficioso de una relación amable, equilibrada y
armoniosa.
La paz y la felicidad escasean en el planeta.
Durante mi infancia, por haber sido gemelo y estando mi madre reponiéndose, desde pequeño pasaba gran parte del día en la casa de mi abuela materna que era mi madrina.
Era
una casa muy grande; la vida se desarrollada en el primer piso sobre un negocio
de ferretería y pinturería que tenía mi abuelo y que contaba con otro piso
superior y una amplia terraza.
Atrás
del negocio en planta baja había un hermoso jardín.
Mi
abuela había sido educada con las monjas francesas en el Líbano y sostenía que
aquel que golpeaba la puerta de su casa era un enviado de Dios.
Corría la década
de 1940 y mi impronta y mi formación se desarrolló en ese ambiente y con esos
principios.
Si
alguien tocaba la puerta de la casa de mi abuela pidiendo ayuda, ella lo hacía
subir, lo sentaba a la mesa con nosotros para compartir el desayuno, el
almuerzo o la merienda según la hora, le daba lo que pedía y lo instruía para
que cualquier cosa que necesitara, volviera que lo iba a ayudar.
Aprendí que todo aquel que se acerca o camina conmigo es mi hermano, hijo de un mismo padre y que soy responsable de él, como todos somos responsables de hacer que reine la felicidad entre nosotros.
Con
el correr de los años conocí la otra cara de la condición humana.
No
todos piensan así, ni obran de esa manera.
Pero
el principio es el mismo.
No
importa que hagas tú, es lo que hago yo en consecuencia con mi pensamiento.
Debo
adecuar lo que hago a mis convicciones, y el trato con los demás debe ser
bondadoso, justo, cordial y brindando el cariño que le debo como hermano.
Si me tratan mal, no tengo derecho a devolver el maltrato.
Debo tratar bien
a quien es persona como yo.
Si
me injurian debo ser amable y tratar de mostrar, explicar la bondad para que
puedan entenderla.
Si
me agreden, si usan violencia, odio o rencor contra mí, los debo amar.
Es
mi deber amarlos, sino como van a conocer y comprender el amor, sino lo ven en
la práctica, en la relación del otro.
Si
estoy firmemente convencido del principio del amor y la hermandad, debe regir
dicho principio toda mi conducta.
Debo
ponerlo en obra, y que mi comportamiento coincida con mis ideales y mis
valores.
¿Es posible
poner en práctica esta conducta?
Depende
de nosotros, y de cuales sean nuestras prioridades.
Para ello
debemos deponer el orgullo, la soberbia, la superioridad, la discriminación, la
viveza y la deshonestidad.
Porque
en realidad, el cambio que hace falta, para un mundo mejor, de paz y de
felicidad para todos los hombres, debe comenzar en el corazón de cada uno.
Debe
existir la íntima convicción que a todos le debemos un buen trato, una ayuda
existencial a fin de poder ser mejores y lograr la felicidad.
La vida debe ser un acto de amor, un continuo y perenne acto de amor, desde la cuna hasta el sepulcro.
Si
todos hiciéramos de nuestra existencia un acto de amorcito, si todos amáramos a
nuestros hermanos como a nosotros, si nos ayudáramos mutuamente, no habría
conflictos, no habría violencia, no habría odios ni rencores.
El
mundo sería un paraíso de paz y armonía y la felicidad y la unión reinarían
entre todos.
Para ello hay que cambiar nuestro corazón, desde lo íntimo y lo profundo de nuestro ser aceptar que solo el amor nos salva y hace la vida digna.
Elias D Galati
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