"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

jueves, 8 de abril de 2010

Sin espíritu colectivo, ¿puede haber cultura y belleza?

¿Ustedes qué piensan?...

Lo feo, lo pequeño, lo intrascendente, lo confuso, lo formalmente extravagante o desordenado destruye las formas, los símbolos, el lenguaje, y eso es lo que invade todos los planos de la actividad del hombre.
¿Alguien comprende por ejemplo el discurso de un político?
¿Alguien ve que se incorpore en las ciudades algún tipo de belleza, o por el contrario se destruye la creada durante siglos?

Juan Pablo Vitali / El Manifiesto.com

Perder el sentido de la estética, es el primer paso hacia el igualitarismo. El discernimiento de lo bello, la capacidad de distinguir el arte, sus formas, el apego por ciertas actividades creadoras, como tuvieron los irlandeses por la poesía, por ejemplo, distinguen la altura de un pueblo.
La continua regeneración de un orden nos mantiene en relación con una línea sucesiva de cultura. La pérdida de ese orden, cuando ocurre, es para siempre. El sentido de la continuidad es fundamental, pero la trasmisión puede volverse casi secreta, oculta, cuando la comprensión de los símbolos ya no es posible por un número razonable de personas.

Las formas culturales son la consecuencia de un estado, de una actitud, de un conocimiento, y cuando se pierden es porque ya no hay personas que necesiten reflejar lo elevado y trasmitirlo.

Lo feo, lo pequeño, lo intrascendente, lo confuso, lo formalmente extravagante o desordenado destruye las formas, los símbolos, el lenguaje, y eso es lo que invade todos los planos de la actividad del hombre.

¿Alguien comprende por ejemplo el discurso de un político? ¿Alguien ve que se incorpore en las ciudades algún tipo de belleza, o por el contrario se destruye la creada durante siglos?

A menudo me pregunto Si los europeos que están parados sobre los más puros símbolos de nuestra cultura la ignoran, que quedará para los que vivimos lejos en sitios lejanos a esos símbolos. Pero me respondo de inmediato que quizá el esfuerzo de asumir y conservar nuestra cultura sin la ayuda de ese testimonio material nos haga llegar más a fondo en el esfuerzo intelectual y volitivo.

La voluntad de conservar y de conservarnos dentro de una determinada cultura pueden tenerla tanto una persona sencilla como una persona compleja, cada cual en la medida de sus cualidades y posibilidades. Es una cuestión de actitud, y esa actitud es en todos los casos valiosa. Sin embargo, tanto el sencillo campesino de un pueblo perdido entre las sierras, como el pensador más complejo pueden ser parte de lo que es sustancialmente análogo: un mismo sentido cultural y de pertenencia espiritual colectiva, de identificación con el patrimonio cultural de una comunidad y el deseo de conservarlo, acrecentarlo y trasmitirlo. A medida que los espacios adecuados a esos fines disminuyen, se rebajan y se igualan, los creadores, conservadores y trasmisores de cultura van pasando sucesivamente al ostracismo.

El buen teatro, la poesía, el relato, el cuento, aun la novela, que es un género más proclive al entretenimiento; incluso la arquitectura, la escultura, la pintura, el grabado, la música: todo se ha reducido en cuanto a calidad de obras y de interesados en ellas (algo, esto último, que en sí mismo no sería tan malo), pero el problema consiste, sobre todo, en que han dejado de significar algo valioso para la comunidad.

Se produce entonces una especie de esoterismo del arte y la cultura, un eclipse, una clandestinidad de la belleza. Del mismo modo, en política se produce un oscurecimiento del sentido, un desencuentro con las formas adecuadas a determinados fines, aún en aquellos que puedan ser bien intencionados. Es que siendo analfabetos funcionales respecto a los planos jerárquicos de la belleza y de la cultura, tampoco se pueden distinguir los planos de la acción, porque sin identidad cultural, nunca se sabe bien cuáles son los objetivos buscados. Es una cuestión de orden lógico.

El problema se produce cuando lo superior debe rebajarse para comunicarse con lo inferior, que no tiene la facultad de reconocerlo. La sabiduría consiste precisamente, en distinguir lo más valioso de lo menos valioso, y ésa es precisamente la virtud que nuestra sociedad posmoderna pretende definitivamente destruir.

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