"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

jueves, 28 de octubre de 2010

La muerte de un hombre público

La muerte de un hombre es por sí misma un hecho trascendental.

Es el fin de la vida, si bien entendida en su concepto biológico el fin de la vida es la muerte, y todos nacemos para en último caso morir.
Es además el desprendimiento de la corporalidad humana, aquello que nos hace posibles, visibles y queribles, y que después de este simple hecho desaparece.

En su afán de trascender el hombre inhuma al ser muerto, lo protege y lo guarda para la memoria y el recuerdo de los demás.
Hay un valor sentimental, el recuerdo de los seres queridos y de sus familiares, y un valor ejemplar, que ante la vista de sus restos se recuerde quien fue, que hizo y como vivió.

La primera actitud ante la muerte es de estupor.

No por ser natural, no por ser común a todos nosotros, sino por la eventualidad, porque salvo casos excepcionales, nadie espera la muerte, la que sobreviene sin aviso y sin permiso.

La segunda actitud es el espanto, en el sentido castizo de la palabra que significa no solo terror, sino también asombro, consternación, pánico y pavor.
Porque alguien que estaba en un instante no está más.

Alguien que compartía, dialogaba y sentía, ya no lo hace, y desaparece de la escena como aquellos traspuntes teatrales que hacen mutis por el foro.
Porque no se, a ciencia cierta donde está, a donde va y donde se ubica luego de sus deceso.

La siguiente actitud es la de respeto, que comprende la velación de sus restos y el luto.
Es como privilegiar el concepto del hombre, la dignidad del ser, como hombre o como creatura divina para los creyentes.
Y no importa su actitud, ni su actuación en la vida, durante ese lapso se vela al hombre, al ser, a lo que significa la vida, que ya fue, que no volverá ni tendrá otra oportunidad.

Y la última actitud es la valoración.

Valorarlo como hombre, como exponente de un tiempo, como miembro de un lugar, con el rol que había asumido y con los ideales, valores y comportamientos que tuvo en su vida.
Teniendo en cuenta la época que le tocó vivir y las circunstancias que rodearon su vida pública.

Por eso ante la muerte, el silencio y el recogimiento.
Por eso ante la muerte la comprensión de la espera de la propia muerte, que será inexorable como la de todos los seres humanos.
Por eso ante la muerte el respeto y el pudor, porque es un hombre con toda su dignidad y valor que ha partido, ha dejado sus pasiones, sus emociones, sus sentimientos y arrebatos, que quizás otros tomarán, en el mismo sentido o puliéndolos, o modificándolos.

Porque si bien los tiempos históricos condicionan al hombre, también el hombre condiciona los tiempos históricos.
Y hay una dialéctica esencial entre ellos.
Estamos inmersos en una sociedad, cuya forma y modo, ha sido inculcada en nosotros desde nuestra tierna infancia.

Con tradiciones profundas que han calado hondo en el corazón de cada generación.
Con episodios y contingencias que han marcado a fuego el valor y el comportamiento de todos nosotros.
Pero con la acción y la reacción de tantos hombres públicos que han cambiado los conceptos y a veces hasta las tradiciones.
Con todo lo que ello conlleva, con el quiebre y la ruptura de paradigmas ancestrales.

Para bien o para mal. Para mejor o para peor.
Con buena o mala intención.
Con abnegación o con perversión.

Hay una marca y un cambio.

Es tarea de la historia juzgar y comprender los motivos, el porqué y las consecuencias.
Y es tarea de todos nosotros evaluar concienzudamente y en honor al progreso del hombre, mejorar al hombre y a la sociedad en que vivimos.


Elias D. Galati
wolfie@speedy.com.ar

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