Se cumplen los pronósticos y la escritora recibe, por fin, el máximo galardón de las letras españolas
JUAN ÁNGEL JURISTO / MADRID
La concesión del Premio Cervantes 2010 a Ana María Matute es un reconocimiento añadido a la de su excelencia como escritora: en cierta manera representa el reconocimiento otorgado a aquellas novelistas de la posguerra que proyectaron luces intermitentes en aquellos años de hierro, aquellas novelistas que, además, y al contrario de la generación anterior de la República, de escritoras mediocres pero magníficas políticas, periodistas y abogadas, renovaron con aires de modernidad verdadera nuestra literatura.
ABC
El arte es así, posee esa magia, y ellas, contando sus experiencias, de frustración y esperanza en aquella España pequeña, resentida e imposible, enlazaron con los aires existencialistas de la vanguardia europea de aquellos años. Pero, además, y al contrario que sus compañeras, la carrera de Ana María Matute, llena de peripecias vitales donde se mezclan ciertas alegrías con sufrimientos intensos, no ha dejado nunca de estar en candelero, renovándose de continuo y buscando siempre la descripción de una tensión casi metafísica entre la mirada de la inocencia, la búsqueda de una Arcadia que se sabe enraizada en la memoria de la infancia, y la experiencia de esa grisalla que se presenta como la realidad de los adultos.
Su obra
Para mí esas dos fases se corresponden con dos libros de su extensa obra que, además, son mis preferidos: «Primera memoria», la experiencia de la Arcadia inmersa en la experiencia de la realidad, de la astucia, y «La torre vigía», un espléndido libro que prefigura lo que luego, en «Olvidado rey Gudú», se muestra más explícito, con un aire menos misterioso, menos ambiguo, menos dado a la tensión, acomodado ya, de una manera consciente, en la dirección del sueño, de la memoria de otros tiempos, de la recreación de las esperanzas de la infancia.
Ana María Matute es la escritora española que mejor ha sabido recrear esa tensión, a veces horrible, entre la mirada que se quiere inocente y la que sabe que es imposible. Pero en Ana María hay una astucia que es la astucia del arte: finalmente, gracias a la literatura, esa mirada de la inocencia nos redime de la frustración y amargura de la experiencia.
Último recurso de una astucia que se quiere libre de pecado.
Bendita Ana María
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