Editorial I
La NACION
La imprevisión oficial y la negación de la realidad inflacionaria ocasionaron angustia y preocupación en la sociedad.
Cuando parecía que los argentinos ya habíamos conocido todas las clases de escasez y desabastecimiento posibles, el Gobierno desafió nuevamente nuestra capacidad de asombro.
La notoria falta de billetes que se hizo notar con fuerza a partir de mediados de diciembre afectó la vida cotidiana de la población, especialmente la de los sectores más vulnerables, como los jubilados y beneficiarios de planes sociales, que dependen crucialmente del efectivo, y llevó angustia y preocupación a la sociedad en su conjunto.
El faltante de billetes fue el resultado de una combinación de los perversos efectos de la inflación con una alta dosis de negligencia y de la habitual práctica de negación de la realidad a la que el Gobierno nos tiene acostumbrados.
Ha sido habitual observar a lo largo de las últimas semanas largas colas en entidades financieras responsables de efectuar pagos a jubilados, a empleados públicos y a beneficiarios de la asignación universal por hijo.
Se han verificado casos de ciudadanos que han debido volver dos y hasta tres veces a los bancos para hacerse de efectivo, a la vez que se han producido faltantes sistemáticos en algunas redes de cajeros automáticos.
La inflación y la política monetaria altamente expansiva del Gobierno requieren un esfuerzo de previsión y logística muy aceitada para lograr que el crecimiento en las cantidades de dinero que la economía requiere para funcionar normalmente sean satisfechas en forma eficiente.
Una economía cuyos precios crecen a un ritmo del 25 por ciento anual requerirá aproximadamente un incremento similar en la disponibilidad de efectivo.
Ya desde septiembre, estaba claro que el aumento estacional en la demanda de billetes que se produce hacia fines de año iba a requerir un crecimiento de al menos el 15 por ciento en los billetes y monedas en circulación respecto de los montos que circulaban hasta ese momento.
La escasa capacidad de la Casa de Moneda y la imprevisión oficial derivaron en la necesidad de importar billetes desde el exterior, para lo cual debió efectuarse una cuantiosa adquisición de papel moneda que demoró más de lo prudente.
Es curioso que aun cuando ya desde comienzos de 2010 la mayor parte de los analistas económicos estimaban que la proyección de la inflación anual se situaría cerca del 25 por ciento, el Gobierno no previera las mayores necesidades de efectivo que dicha inflación traería aparejada.
Sólo la negación del problema o la utilización de los índices de inflación oficiales pueden explicar que el Gobierno no haya analizado esta cuestión desde hace ya muchos meses.
Es notorio por lo anacrónico el hecho de que la Argentina mantiene como billete de máxima denominación el de 100 pesos, sin cambios desde hace ya dos décadas, a pesar de que desde 2002 se ha acumulado una inflación real cercana al 300 por ciento.
La disminución en el poder de compra de nuestro billete de máxima denominación es notoria.
Mientras que en la Argentina, nuestro billete más "poderoso" equivale a unos 25 dólares, en Uruguay alcanza a los 100 dólares; en Brasil, a los 60 dólares; en Perú equivale a 70 dólares y en Chile, a 40.
El problema de la baja denominación de la moneda dificulta aún más las soluciones, ya que, para satisfacer el aumento en la demanda de efectivo, se deben imprimir muchos más billetes que si se introdujeran otros con denominaciones más elevadas, como podría ser el de 200 pesos.
Adicionalmente, los cajeros automáticos podrían abastecer al público de montos mayores de efectivo, de adoptarse una solución de este tipo.
Pero ¿cómo justificar la introducción de un billete de esas características en un país donde el Gobierno se niega tan siquiera a reconocer la existencia de un fenómeno inflacionario que cada vez alcanza mayores proporciones?
Una vez que la negligencia generó los primeros síntomas de faltante de efectivo, el temor de los clientes de los bancos hizo el resto. La demanda de billetes aumentó por motivos precautorios, lo que a su vez provocó la necesidad de los bancos de contar con más efectivo.
El Gobierno, explicando que el problema se solucionaría en breve mediante la llegada de "aviones con diez mil millones de pesos" provenientes del Brasil, no hizo sino completar las fantasías en los ciudadanos comunes de una apoteosis de emisión y de descontrol inflacionario que en nada ayudarán a mantener un adecuado clima para las expectativas inflacionarias durante el año recién iniciado.
Las cuestiones monetarias son demasiado delicadas para ser dejadas en manos de funcionarios negligentes o inexpertos.
Este Gobierno ha decidido llevar adelante una política económica que se apoya en gran medida en la inflación como forma de financiamiento del gasto público.
Esa inflación, que permite generar recursos que luego se gastan a discreción del Poder Ejecutivo, es a su vez negada en las estadísticas oficiales. La combinación es letal.
Una vez desatada la inflación, haría bien el Gobierno en prestar atención a todos los efectos nocivos que ésta crea.
Desde los más profundos, como el aumento en la pobreza y la ausencia de créditos a mediano y largo plazo, hasta los problemas de logística en el manejo de la demanda de efectivo de la población que hemos apreciado con crudeza en este verano.
Boletín Info-RIES nº 1102
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*Ya pueden disponer del último boletín de la **Red Iberoamericana de
Estudio de las Sectas (RIES), Info-RIES**. En este caso les ofrecemos un
monográfico ...
Hace 1 mes
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