Queda claro que la política es la herramienta de transformación de la realidad, sino la mejor, la más evidente y disponible. También está demostrado que los partidos, tal vez la expresión mas lineal de la política, se encuentran cuestionados, con baja credibilidad y un marcado desprestigio que los golpea a diario.
Pero no han llegado hasta allí de casualidad.
No se trata de la creatividad popular, ni de campañas perpetradas por ocultos poderes, ni de paranoicas confabulaciones.
Su desprestigio es creciente, sostenido y tiene bases sólidas en múltiples experiencias y testimonios que avalan ese estigma, y lo refuerzan de modo permanente.
Los partidos han dejado de funcionar como deberían, hace mucho tiempo, demasiado tal vez.
Se han constituido en meras herramientas electorales, vacías de contenido ideológico, verdaderas trituradoras de políticos amateurs, incautos y soñadores.
Y lo mas importante, han ingresado en una pendiente sin aparente retorno que los pone en caída libre, sin que nadie reaccione, mas allá de algunos tímidos discursos o hipócritas diagnósticos sociológicos.
Los partidos han dejado de ser, hace tiempo, el ámbito para la participación ciudadana.
Pese al ambiguo discurso que invita a sumarse, a integrarse, a ser parte de esas facciones, la inmensa mayoría de la dirigencia solo pretende rebaño, tropa para arrear, incrementar el número de miembros, en el mejor de los casos.
No se trata de sumar ideas, gente con ganas e iniciativa, mejorar los cuadros de conducción, o convocar a individuos con formación técnica y profesional.
Solo aspiran a tener en sus filas a algunos aduladores, mano de obra barata que acepte promesas a futuro y timoratos oportunistas que siempre deambulan en las proximidades de lo que suponen el poder.
Los testimonios abundan.
Gente bien intencionada, que acepta el convite de aquellas grandilocuentes convocatorias a sumarse a los partidos, termina aplastada por el aparato partidario, deglutida por los dirigentes añosos, atrincherados en sus privilegios y supuestos códigos de antigüedad militante que les ofrece protección y cierta impunidad.
Luego de varios intentos, muchos ciudadanos de bien, terminan siendo expulsados por el sistema que solo recita la cantinela de la participación ciudadana, pero a la cual en realidad rechaza con convicción en la práctica cotidiana.
Esos individuos, genuinamente interesados en cambiar el curso de la historia de sus comunidades, no solo terminan desencantados con la experiencia partidaria, sino que pasan a formar parte de las filas del escepticismo, de la resignación y hasta del encono con la herramienta de transformación mas a la mano que tenemos los ciudadanos de a pie, con lo que ello implica.
Por otro lado, el debate interno, la usina de ideas, ese espacio para discutir propuestas, para perfilarse ideológicamente, para analizar variantes, tampoco se hace presente.
Los partidos suponen ofrecerse como medios para resolver problemas de la sociedad, sin embargo las casas partidarias, están plagadas de cuestiones domésticas, de funcionamiento interno, casi formal de los mismos, eventualmente de una significativa cuota de asistencialismo institucionalizado, pero rara vez de la conformación de equipos de trabajo, de gente que venga desde diferentes lugares, representando a diversos sectores de la sociedad para plantear soluciones, para escuchar inquietudes.
A decirlo claramente, los partidos políticos no tienen vida interna… salvo cuando el aparato electoral lo precisa.
Solo se movilizan y aceitan sus mecanismos cuando deben dirimir una interna puertas adentro, para ver quienes integrarán las listas, o los cargos partidarios, y también obviamente cuando ya se trata de competir en los comicios generales para pulsear contra otras agrupaciones políticas.
En ese tiempo, el partido se engalanará, pasearán por sus pasillos dirigentes de todos los niveles, el ejercito de oportunistas, algunos curiosos tratando de obtener alguna tajada circunstancial y fundamentalmente los “profesionales” de la política, esos que viven de los cargos que obtienen en el sector público vía los procesos electorales.
Por mucho que se enojen algunos, la política en general y los partidos en particular, han perdido credibilidad por meritos propios.
Las mezquindades personales, los mediocres de siempre, los eternos pícaros del poder, han hecho de las suyas, manipulando a unos y otros para sostenerse en el tiempo, sin darse cuenta que han destruido las bases mas elementales de la construcción en sociedad, la confianza, la necesidad de trabajar en equipo, en red, sumando adhesiones, pero también ideas, propuestas, voluntades y talentos.
El camino de regreso es cuesta arriba. No se le puede pedir a la gente que crea en una nueva promesa de participación. Está faltando la grandeza de dirigentes capaces de demostrar en los hechos que los discursos no están vacíos y que otro modo de hacer las cosas es posible.
Pero tengámoslo presente, no se trata de una nueva oportunidad de formular brillantes exposiciones y arengas, sino de que los ciudadanos vean materializada, concretamente en los hechos, esa nueva forma de encarar la política.
Si eso no ocurre, si los modos no se modifican de raíz, solo iremos transitando este recorrido reiterando historias conocidas, plagadas de frustraciones, desilusiones y fracasos.
Han sido demasiadas décadas de conductas inapropiadas.
Revertir esta tendencia no es tarea simple, pero tal vez algún sector de la política esté dispuesto a dar el primer paso y desafiar a tantos años de desazón.
Por ahora, la experiencia de varias décadas solo muestra que hemos llegado hasta aquí, a este estado de situación por obra de muchos, por la inacción de otros tantos y por la infinidad de vicios y malas prácticas que se han ido acumulando a lo largo de los años. La fotografía del presente dice que estamos frente a un merecido desprestigio.
Alberto Medina Méndez amedinamendez@gmail.com
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