Algunas de las imágenes de
Eugène Atget no son nada más que líneas rectas, formas circulares, claros y sombras.
Ocurre en muchas de las esquinas que fotografió, donde las llamativas singularidades de algunos de los edificios imponen, sin embargo, su componente anecdótico y trasladan a segundo plano lo que acaso es más relevante: el encuadre, la yuxtaposición de rayas, tangentes y curvas, las negruras y los golpes de luz. Esa discreta elegancia y ese gusto por los elementos geométricos quedan mejor resaltados en sus patios, sus escaleras, sus elementos decorativos, y es ahí donde sus imágenes adquieren un aire intemporal.
El 12 de noviembre de 1920, Atget le explicó en una carta a Paul Leon, el director de Bellas Artes, que tenía en su poder "todo el viejo París".
Y era verdad.
Había recorrido cada una de sus calles cargando con su aparatoso equipo fotográfico y había atrapado cuanto había visto: casas, palacios, palacetes, hoteles, iglesias, catedrales, fábricas, tabernas, tiendas, chabolas, fortificaciones, tejados, pasajes, parques, puentes, almacenes, galerías comerciales, mercados, arcos, fuentes, fachadas, portales, baldosas, ventanas, tubos, árboles (en fin: etcétera).
Una de sus series más celebradas incluye en su título la palabra "pintoresco", pero si Eugène Atget solo fuera eso, un fotógrafo de temas "pintorescos", su obra no despertaría el interés que inmediatamente reclama, y no tendría tampoco esa intensa fuerza poética y esa personalísima hondura (su París es un París solitario, y al recorrer sus imágenes se descubre a un hombre que pasea para encontrar su mirada y para encontrarse, por tanto, consigo mismo).
La Fundación Mapfre ha reunido en Madrid más de 200 fotografías del maestro francés, entre ellas las 43 que seleccionó Man Ray para un álbum y que muestran el impacto que produjo la obra de aquel meticuloso paseante en los círculos surrealistas.
Nacido en 1857, Atget se interesó por la fotografía muy tarde, cuando ya tenía más de treinta años.
Había empezado a ganarse la vida como marino, y luego se metió de lleno en el mundo del teatro (donde conoció a la mujer de su vida, Valentine Compagnon).
No le fue demasiado bien, así que tuvo que cambiar de ocupación.
Walter Benjamin se ha referido a él como ese "actor disgustado con los embrollos de su oficio" que un día "arroja la máscara y se dedica, seguidamente, a despojar a la realidad de todo disfraz"
Se sabe poco de su vida.
En 1882 firmó como Le Flâneur (El paseante) las piezas que fue publicando en una hoja humorística.
Ya le gustaba fijar su atención en las cosas que pasan mientras se va de un sitio a otro.
En su obra fotográfica llevó al límite esa pasión.
Poco antes de elegir la cámara como el instrumento con el que explorar el mundo, coqueteó con la idea de ser pintor, pero tampoco tuvo suerte.
En la placa que colocó en la puerta de su casa, un quinto piso en Montparnasse, se podía leer:
"Eugène Atget, fotógrafo artístico, documentos para artistas"
Llegó a tomar alrededor de 8.000 fotografías, que siempre trató como simples documentos (por eso mismo no quiso firmar la selección de su trabajo que Man Ray publicó en 1926 en La Révolution surréaliste).
Con el tiempo, sin embargo, su obra no se ve solo como la de un diligente funcionario que se ocupa de archivar cuanto tenga que ver con el viejo París.
Para Robert Desnos, la suya era una mirada de poeta dirigida a poetas.
Y sobre su modernidad llamó la atención Benjamin, que en una de sus iluminaciones define al fláneur como aquél que va a hacer botánica en el asfalto.
Es cierto que algo de eso hay en el inmenso trabajo de Atget (el retrato está tomado poco antes de su muerte, y es de Berenice Abbot, una de las grandes fotógrafas que reivindicó su trabajo).
La serie de sus tipos humanos, por ejemplo, tiene el aire ingenuo y bonachón de aquellas fisiologías que tanto éxito tuvieron en Francia en las publicaciones de la primera mitad del siglo XX.
Aquellos textos siempre daban de los distintos oficios una imagen positiva.
Atget, que acaso empezó a fotografiar con esos ojos, los fue cambiando luego y, acaso por sus hábitos a la hora de perseguir la mejor luz (trabajaba muy pronto o muy tarde), terminó retratando un París deshabitado.
Y eso es lo que sigue inquietando en sus fotografías.
Le quitó la máscara al mundo y penetró en el vacío...
Ese inmenso vacío que tan bien refleja al hombre de nuestros días.
No hay comentarios:
Publicar un comentario