EDITORIAL I / LA NACIÓN
El pisoteo del federalismo por el gobierno kirchnerista ha alcanzado ahora niveles inusitados.
Una de las máximas conquistas de la civilización política ha sido el diseño de sistemas que limitan la voluntad del que manda.
Nuestro país se ha ido apartando de esa senda en varias dimensiones de su vida pública.
La división clásica entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial resulta cada vez más borrosa en la Argentina.
La expansión del Ejecutivo sobre el Congreso y los tribunales se ha vuelto muy visible a través de los decretos de necesidad y urgencia, la legislación delegada o la manipulación cesarista del Consejo de la Magistratura, sea para la designación o para la amonestación de los jueces, y la presión sobre los jueces independientes.
Hay otro freno a la administración central que también se ha desactivado: el que proviene de la fragmentación territorial del poder.
El federalismo, que está consagrado por la Constitución Nacional como uno de los rasgos de nuestra forma de gobierno, no ha hecho más que retroceder en los últimos años.
El menoscabo a las autonomías provinciales tiene muchos rostros.
Su modalidad más reciente se comprobó durante la composición de la oferta electoral de la alianza gobernante, el Frente para la Victoria.
Los gobernadores de esa fracción se resignaron a que las listas de candidatos que representarían a sus distritos en la Cámara de Diputados fueran digitadas desde un despacho de la Casa Rosada.
En su avasallamiento a los liderazgos locales, la Casa Rosada no se detuvo en la confección de las candidaturas nacionales.
También forzó la composición de las fórmulas para gobernar los distritos.
Daniel Scioli se allanó como gobernador bonaerense a que le impusieran a su compañero de fórmula, el ultrakirchnerista Gabriel Mariotto.
Esa concesión de Scioli resulta más escandalosa cuando se contrasta con la tradición de orgulloso autonomismo que recorre la historia de la provincia de Buenos Aires.
Es difícil encontrar un período de la historia en el cual los fondos federales se hayan concentrado tanto en el Tesoro nacional.
En los últimos ocho años, la coparticipación provincial se redujo del 34 al 25% de una masa total de recursos que se ha ido agigantando, sobre todo por el cobro de retenciones a las exportaciones.
Debe recordarse que la ley de coparticipación establece que las provincias deben recibir el 57% de lo recaudado.
La descompensación más escandalosa beneficia a la ANSeS.
Desde que se privatizaron las jubilaciones, en 1993, ese organismo se apropia del 15 por ciento de la recaudación total, que sólo después se coparticipa.
La exacción se justificó en que había que solventar la transición al sistema de capitalización.
Sin embargo, a pesar de que se volvió al régimen estatal, las provincias siguen cediendo esos fondos a la ANSeS, que obtiene gracias a ellos un superávit con el que financia programas provinciales.
El desdén por la autoridad de los gobernadores tuvo este año una demostración escandalosa con los planes de vivienda del proyecto Sueños Compartidos, administrado por la Fundación Madres de Plaza de Mayo.
Fueron los propios mandatarios provinciales quienes debieron admitir que desde el gobierno nacional se los obligaba a contratar con esa organización.
Si algún líder de provincia pretendiera emanciparse del yugo nacional se expondría al castigo del recorte de los programas que asigna la administración central.
Entre ellos, el Fondo de Incentivo Docente, el de Asistencia Alimentaria, el de Atención a la Madre y al Niño, el plan Techo Digno, el Más Escuelas, Más Educación, el de Fortalecimiento del Hábitat, el de Obras Hídricas de Saneamiento y el de Mejoramiento de Barrios.
Si se tiene en cuenta que los recursos corrientes se consumen en el pago de salarios y en el funcionamiento rutinario del Estado, se advertirá que todo lo que un gobernador pretenda hacer superando esas prestaciones dependerá de los recursos que le giren de manera más o menos arbitraria desde la Casa Rosada.
Para esas transferencias no existe, por cierto, un índice objetivo de reparto.
La distribución se rige por un índice de lealtad u obsecuencia política que se premia o castiga con la entrega o el retaceo de los fondos.
Las inconsistencias de la política energética también castigan a las vapuleadas provincias.
La tozudez con que se reconoce a los productores locales de gas un precio que es entre la quinta y la séptima parte del que se paga a proveedores internacionales, resiente las finanzas de los distritos que poseen esos recursos, ya que los condena a percibir muchas menos regalías.
Esta penalización a los gobiernos provinciales resulta más asombrosa por provenir del kirchnerismo.
No puede olvidarse que tanto Néstor como Cristina Kirchner hicieron buena parte de sus carreras políticas envueltos en la bandera del federalismo.
El abandono de esa causa ha sido tan contundente que inspira una razonable duda acerca de la sinceridad con que se la pregonaba.
Ese giro puede provocar alguna perplejidad cuando se examina el curso de las biografías de la Presidenta y su antecesor.
Pero se vuelve muy comprensible cuando se lo observa a la luz de la época en que les ha tocado gobernar. En las relaciones entre la Nación y las provincias reaparece un rasgo pernicioso, que envilece muchos otros aspectos de nueva vida pública.
Esa marca, ese signo de los tiempos, es el del desequilibrio del poder.
Boletín Info-RIES nº 1102
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monográfico ...
Hace 4 meses
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