Merkel y Berlusconi.
La alemana alertó sobre el futuro europeo.
Al italiano se lo tragó la crisis.
Por James Neilson*
Ilustración: Pablo Temes.
De tomarse en serio a Angela Merkel, Europa está viviendo “su hora más difícil desde la Segunda Guerra Mundial”.
Es un disparate: durante décadas el Viejo Continente pareció estar a punto de convertirse en un infierno nuclear, una eventualidad que, pensándolo bien, hubiera sido un tanto peor que la que enfrentaría si, como muchos prevén, se desintegrara la Eurozona.
Por lo demás, hasta hace relativamente poco los europeos estaban acostumbrados a percibir ingresos que eran muy inferiores a los de los años últimos sin por eso sentirse víctimas impotentes de una suerte de injusticia cósmica, como si fueran pasajeros sentados en un avión que, para desconcierto de la tripulación, cae en espiral fuera de control.
Puede entenderse, pues, la frustración rayana en la histeria que se ha apoderado de la canciller alemana, su socio francés Nicolas Sarkozy y otros dirigentes europeos.
Como aquellos héroes mitológicos griegos que lucharon contra monstruos capaces de cambiar de forma, trasladarse de un lugar a otro en un instante o paralizar a sus contrincantes con una sola mirada, se sienten impotentes frente a un enemigo tan fuerte como imprevisible –“la crisis”, “los mercados”– que los desborda, pero a diferencia de Perseo, Ulises y compañía, no pueden confiar en la ayuda de dioses o diosas amistosos.
Todo sería más sencillo si fuera cuestión de enfrentar una potencia extranjera hostil, pero por desgracia, el desafío planteado por el huracán financiero que se ha desatado es mucho más complicado.
Por lo demás, a diferencia de la Unión Soviética, no hay motivo alguno para suponer que “la crisis” pudiera esfumarse de un momento para otro.
Lo que estamos viendo en Europa es el fracaso más reciente del voluntarismo, de la convicción de que si todos, o casi todos, quieren algo con fervor suficiente, en su caso la unidad monolítica de decenas de países de tradiciones, culturas y niveles de desarrollo muy distintos, lograrán transformarlo en realidad. Aunque es penosamente evidente que el euro, lejos de contribuir a amalgamar a las sociedades que lo usan, está ampliando las brechas que las separan, Merkel, Sarkozy y los demás han hecho de la defensa de la moneda común una prioridad absoluta a la que están dispuestos a subordinar virtualmente todo: el bienestar de decenas de millones de personas, lo que todavía queda de la soberanía de muchas naciones y, desde luego, la democracia.
Hace apenas diez años, cuando la Argentina se encontraba en una situación parecida a la de Grecia en la actualidad, el economista alemán Rüdiger Dornbusch propuso dejarla en manos de una junta de banqueros cosmopolitas imbuida de las virtudes teutónicas cuya ausencia aquí deploraba.
Aunque a juicio de los hartos de la inoperancia de la clase política local la alternativa tenía sus méritos, terminó siendo descartada por descabellada, pero –si bien Dornbusch, que falleció en el 2002, no lo vería–, una variante de su propuesta acaba de aplicarse en Grecia e Italia.
Los tecnócratas Lucas Papademos y Mario Monti sí son ciudadanos de los países que procurarán mantener dentro de la Eurozona, pero en opinión de sus compatriotas ambos son de mentalidad alemana y nadie ignora que deben sus cargos a las presiones del dúo “Merkozy” que se las arregló para defenestrar a Yorgos Papandreu y Silvio Berlusconi, aquel por haber cometido el error inaceptable de querer celebrar un referendo en torno a la medidas económicas consideradas precisas y este porque les parece un libertino bufonesco más interesado en sus fiestas Bunga Bunga que en germanizar a los italianos.
En Grecia, el que la canciller alemana, con el apoyo de su aliado francés, haya puesto bajo su tutela la economía de su país ha dado pie a una reacción nacionalista que, alimentada por recuerdos de la feroz ocupación nazi, cobrará fuerza en los meses próximos al profundizarse el ajuste.
No sería sorprendente que lo mismo ocurriera en Italia.
No hay razón alguna para sospechar que los alemanes se hayan propuesto sacar provecho de las dificultades de sus socios para consolidar su hegemonía creando un “cuarto Reich”, como dicen con fruición muchos euroescépticos británicos, pero para los tentados por las teorías conspirativas, la explicación así supuesta podría resultar irresistible.
Con escasas excepciones, los griegos e italianos se afirman decididos a aferrarse al euro, pero como aprendimos diez años atrás, aun cuando la mayoría quisiera conservarlo no es del todo fácil impedir el colapso de un “modelo” económico amenazado por “los mercados”, es decir, por una multitud de inversores que por los motivos que fueran han llegado a la conclusión de que ha dejado de ser viable.
Ya es tarde para tomar las medidas que pudieron convencerlos de que no obstante las apariencias disfruta de buena salud.
De haberse puesto en marcha ajustes severísimos hace un año o dos, los griegos, italianos, españoles y otros miembros del “Club Mediterráneo”, como en efecto hicieron los alemanes antes de que Merkel iniciara su gestión, se hubieran ahorrado un sinfín de problemas pero, claro está, no lo creían necesario y, de todos modos, sabían que no les convendría brindar la impresión de desconfiar de la fortaleza de la economía tomando medidas destinadas a robustecerla.
Lo mismo que Cristina, los dirigentes de dichos países apostaban al consumo y trataban de asegurar a la gente de que nada los obligaría a emprender un ajuste.
Así les fue.
Para hacer más comprensible lo que está sucediendo, los dirigentes europeos recurren a metáforas.
Hablan de “dominós”, del riesgo de “contagio” del “abismo” en que todos caerán si un país elige salir de la Eurozona.
También se alude con frecuencia creciente a una Europa “de dos velocidades”, dando por descontado así que el progreso se caracteriza por un grado cada vez mayor de unidad, mientras que independencia es sinónimo de atraso.
Según algunos, sería mejor que la Eurozona se dividiera en dos partes: una, la germánica, encabezada por los capaces de respetar las severas pautas fiscales alemanas; otra, la latina o periférica, sería conformada por países reacios a someterse a la disciplina exigida por Merkel.
Aunque los franceses quisieran pertenecer al aún hipotético bloque teutónico, los hay que creen que les correspondería liderar una especie de segunda división latina.
Sea como fuere, no cabe duda de que la ruptura, que muchos suponen inevitable debido a la diferencia entre la productividad de Alemania y la de los socios sureños, haría trizas del sueño de hacer de la Unión Europea una superpotencia comparable con Estados Unidos.
Bien que mal, aquel sueño nunca fue realista.
Para comenzar, no puede haber una “superpotencia” que dependa militarmente de un presunto rival, como a partir de la Segunda Guerra Mundial ha sido el caso de Europa.
Asimismo, la noción de que Europa, casi desarmada, podría ser una potencia “moral”, una versión en escala gigantesca de Suecia o Suiza que por su influencia lograría imponer sus valores humanitarios en regiones habitadas por pueblos de ideas más primitivas, solo refleja el cansancio de quienes se han resignado a desempeñar el papel de espectadores críticos del gran drama humano después de haberlo protagonizado durante siglos.
Acaso lo más llamativo de la Europa de la posguerra ha sido la falta de energía, del “espíritu animal” –mejor dicho, instinto vital– que según John Maynard Keynes es esencial para el éxito de cualquier empresa individual o colectiva.
Horrorizados por las consecuencias de haberse entregado con fanatismo excesivo a distintas ideologías totalitarias y al nacionalismo belicoso, los europeos optaron por concentrarse en aprovechar el día –el “carpe diem” de Horacio–, sin perder el tiempo preocupándose por otras cosas, de ahí una caída catastrófica de la tasa de natalidad que amenaza con dejar a España, Italia, Grecia y Alemania despobladas de nativos dentro de un par de generaciones.
De resultas de este fenómeno, que hace recordar lo que sucedía en la tardía antigüedad, los sistemas previsionales de los países europeos ya están desmoronándose, para desesperación de quienes esperaban una vejez acomodada y la indignación de sindicalistas resueltos a luchar contra cualquier intento de hacerlos viables.
Aunque los problemas que los abruman son menores, casi anecdóticos, si los comparamos con los enfrentados por los pueblos del Tercer Mundo, los europeos parecen carecer del vigor y la fe en el futuro que necesitarían para superarlos.
Tanto los gobiernos como muchos individuos trataron de pasarlos por alto, huyendo hacia delante al endeudarse hasta que un buen día “los mercados” les advirtieron que ya habían alcanzado el límite y que por lo tanto tendrían que aprender nuevamente a apretarse el cinturón.
Están tan acostumbrados a la prosperidad y a la “red de seguridad” proporcionada por un Estado benefactor muy generoso que se resisten a creer que la fiesta ha llegado a su fin, pero parecería que a la mayoría no les quedará más alternativa que la de adaptarse a circunstancias que, según las pautas de buena parte del resto del planeta distan de ser desagradables, pero que según las de la Europa actual son tan sombrías como las que aguardaban a millones de argentinos cuando se preparaban para despedirse de la convertibilidad.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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