Carlos Mira
Alberto Fernández es un desaforado, un lenguaraz
Contrariamente
a lo que intenta vender con sus modales -que solo cuida cuando le conviene- su
personalidad oculta un ser muy autoritario, muy poco urbano y muy poco
entrenado en el arte de la diplomacia.
Como
sabemos, el presidente está en México desde donde no desaprovechó la
oportunidad para iniciar una contraofensiva por el tema de la vacunación VIP.
Allí, en rueda de prensa, se permitió, con tono compadrito y altanero, dar
lecciones de periodismo de investigación a los colegas que le demandaban
respuestas por el tema de las vacunas.
Calificó la
cuestión como una “payasada” y pidió terminar con ella. Cargó contra los
medios, la oposición y, por supuesto, la Justicia, deslizando que todo el
escándalo había sido poco menos que inventado por esa trilogía diabólica.
El gobierno, y particularmente el presidente, persisten en la política de no hacerse cargo de nada; ni siquiera de lo que ocurre delante de las narices de los argentinos: todo es culpa de los demás. Con cara de ofendido el presidente redobla la apuesta y ataca a aquellos que, con todo derecho, le piden explicaciones y, no solo no las da, sino que responsabiliza de lo ocurrido a quienes son sus víctimas.
No es una novedad esta metodología. Es lo que siempre ha hecho el kirchnerismo.
Maneja
como nadie el arte de dar vuelta la taba y comenzar a repiquetear con un relato
fantástico que, hasta ahora al menos, ha tenido la virtualidad de convencer a
mucha gente.
De
hecho hoy, por la vía de ese mecanismo (que ha afinado luego con técnicas de
adoctrinamiento en los colegios, con mensajes a repetición en los medios que le
son adictos y con otras tácticas del fascismo goebbeliano) ha logrado convencer
a una parte sustancial de argentinos de que las cosas no son como son, que los
delincuentes no son delincuentes, que la historia no fue como fue la historia y
que los malos son los buenos y que los buenos son los malos.
Estamos, simplemente, frente a un nuevo capítulo de la misma novela. El kirchnerismo pretendiendo salir indemne del crimen.
Alberto
Fernández ha puesto su persona al servicio de esta maquinaria.
Es
un profesional contratado que puede protagonizar varios personajes: según sea el mejor postor
Puede encabezar
una crítica acérrima a la falta de libertades o puede encerrar a toda la
población bajo amenaza de meterla presa;
puede
decir que Cristina Fernández es una delincuente o, con la misma naturalidad,
decir que es una perseguida del lawfare;
puede
decir que Nisman fue asesinado y puede decir que Nisman se suicidó y que los
que dicen que fue asesinado pertenecen a un complot multinacional de intereses
anti argentinos.
El presidente no
conoce la vergüenza ni los escrúpulos; solo trabaja para quien lo contrata.
Pero
en su gira mexicana ha demostrado también ignorar por completo el arte de la
diplomacia y la buena educación.
Es
tal su vocación por sobreactuar el personaje que le contrataron y que está
desempeñando en ese momento, que no mide lo que dice.
El
disfraz lo traiciona y se convierte en un bocón.
Ayer, en un grosero error de política exterior que ya está siendo analizado mundialmente, dijo que Andrés Manuel López Obrador era “el primer presidente honesto que México había tenido en muchos años”.
No
conforme con su primera afirmación, unos segundos después volvió a repetirlo.
Era tal su afán
por sobreactuar los elogios a su anfitrión que no reparó en la ofensa que le
estaba profiriendo a México.
Inmediatamente
recordé las burradas de Cristina Fernández con Barack Obama cuando, guiándose
por los principios aldeanos que podría tener una señora que va a la feria a
hacer los mandados, y creyendo que porque Obama era demócrata y negro estaba
resentido contra Bush (aplicando a la política norteamericana los patrones por
los cuales se gobierna ella), ofendía al ex presidente creyendo que con eso se
congraciaba con la nueva administración.
Obama dejó en claro, tiempo después, que siempre había tomado esas declaraciones como una ofensa hacia los Estados Unidos. Para él Bush era un ex presidente que merecía todo el respeto y toda la cordialidad que su investidura representaba.
Ahora Fernández ha ofendido a todo un país por “quedar bien” con quien él cree está en su misma línea política.
Y
digo “que él cree” porque López Obrador demostró más de una vez (y si hace
falta solo habría que recordar su postura frente a las recientes elecciones en
EEUU) que es un pragmático.
Puede vender
para la gilada un verso nacionalista, pero luego no tiene ningún problema, por
ejemplo, en tender una relación muy cordial con el presidente norteamericano
que le estaba construyendo un muro en su frontera.
El grandilocuente de Fernández también aseveró que solo él y López Obrador eran “los presidentes que querían cambiar el mundo” olvidando que está al servicio de gente que se conformaría con cambiar de traje o surtir su heladera.
La
decadencia del presidente es francamente alarmante.
Su pacto con el
diablo hasta lo ha desfigurado si uno se toma el trabajo de observarlo
físicamente.
Es que no es
posible sostener una guerra intestina entre los deberes de un sicario y la
formalidad de un caballero.
Esa tensión en
el interior de su organismo lo está destruyendo de a poco.
Es posible que él sea consciente de ese deterioro y que haya decidido enfrentarlo a sablazos de guasadas, aun cuando con ellas pongan en juego la reputación de todo un país que solo cometió el pecado de recibirlo como invitado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario