Lucy Gómez /
Analítica.com
De nuestros pobres
hay que ocuparse cuando no llueve, cuando no pasa nada, porque lo que
ocurre es que son aflicción por
temporadas.
Y merecen
que se les preste atención para
que no haya más víctimas.
Hay que acabar con los damnificados acabando
con la marginalidad.
¿Será pedir demasiado?
Si hay algo
que logren las lluvias es confirmar
un hecho de la estigmatización social contemporánea.
Ser damnificado
es el sótano de ser pobre.
Hoy, cuando hay más de dos mil desalojados por
lluvias en Caracas, con tendencia a que la cifra suba, se oyen las repetitivas declaraciones desesperadas de
quiénes optan entre que se les caiga encima la casa o que se los lleven a un
refugio, donde desde hace más de treinta años, la historia es la misma.
Los dejan en
un hueco vital, sin esperanza de tener otra casa y cierran la puerta.
Así, hay damnificados que llevan el nombre de
cada desastre que ha ocurrido en este
país. Para poner un solo caso, los damnificados de la tragedia de Vargas, de principios de este gobierno que fueron
trasladados al interior y que se fueron
devolviendo poco a poco, casi todos al
litoral.
En este momento, el problema de la escasez de
vivienda, que atañe a toda la población, vuelve más aguda la situación de las
familias sin techo por catástrofe.
Exigen casa, pero el gobierno ha hecho todo lo
posible por acabar con la posibilidad de
tener viviendas construidas en el país
por la industria privada.
¿Acaso no hemos oído desde hace meses sobre la
escasez de cabilla, de cemento, de materiales
para la construcción en general?
Entonces, la esperanza está puesta en las importaciones, en los acuerdos con otros
países, que supuestamente enviarán miles de casas a Venezuela, desde los bielorrusos
a los argentinos, pasando por los brasileños y los uruguayos.
Esa es otra historia de dolor.
Construidas para otros climas, prácticamente sin
garantías, hemos visto pasar casas de plástico, viviendas de madera, de bloques
y hemos visto también como se alargan
eternamente los
contactos con compañías de todo el mundo (y venezolanas también) que ofrecen
“kits” para la autoconstrucción y las negociaciones duran años.
No les pagan a las empresas, no les dicen nada,
retardan los kits en la aduana. Un desastre.
Si les toca a
las víctimas, quedarse en edificios expropiados como el Sambil de La
Candelaria, por ejemplo, las constantes manifestaciones, protestas y colas
para pedir la mudanza, dan idea de lo terrible que es vivir sin privacidad, sometidos a régimen militar y
a la buena de dios en cuanto a seguridad, lo que pareciera un contrasentido.
Los militares vigilan las horas en que se levanta y
se acuesta la gente, pero no los pasillos oscuros.
En fin, ser damnificado es una lacra, pero no hay
remedio.
Estamos llenos de barrios enteros construidos sobre
cauces de ríos, en cerros con pendientes
de casi noventa grados, en edificios
hechos con malas bases, como Nueva Tacagua, aunque fueron construidos por el
Estado.
Y también hay un profundo desprecio por el ser
humano en la mayoría de los funcionarios públicos.
Por los pobres que dicen defender.
En realidad, al pobre se le requiere para que vote,
pero se le trata como un esclavo antiguo, si llega a caer en las manos de un
gobernante socialista.
Chantajeado, mandado a callar, considerado como un paria que lo que quiere
es comida y caña.
Basta ver solamente las grandes colas para dar alimento, los malos tratos cuando se
trasladan y también las burlas y la desconfianza.
Para una cosa sí sirven: para la propaganda.
De allí que hasta el Presidente se haya fotografiado
con ellos dentro de Miraflores, para hacer ver
que los considera y los quiere mucho.
Pero una vez que se apagan las luces, hay que ver
el rechazo que suscitan en el resto de la población.
Me imagino porque es mostrarnos la parte peor de
nosotros: la desgracia de ser un paria.
Para la clase media
son “esa pobre gente”, pero nadie
quiere ayudarlos, ni tender una mano,
sino de lejitos.
No hay planes tampoco para atenderlos.
Dice Defensa Civil que ha adiestrado miles de efectivos, pero de que sirven, si los
barrios siguen siendo prácticamente de papel.
Todavía me acuerdo de la caída
de Gramoven.
Un barrio caraqueño del oeste, que se partió poco a poco
y cuyos habitantes tenían cronometrado los diez minutos que necesitaban para
salir corriendo cuando empezara a
abrirse el piso y a cuartearse las paredes.
De nuestros pobres
hay que ocuparse cuando no llueve, cuando no pasa nada, porque lo que
ocurre es que son aflicción por
temporadas.
Y merecen
que se les preste atención para
que no haya más víctimas.
Hay que acabar con los damnificados acabando
con la marginalidad.
¿Será
pedir demasiado?
nuevatoledo@gmail.com
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