Por Víctor Corcoba Herrero (*)
Al morir la tarde se recogen las flores
en los ojos soñadores de la vida.
Al final todo agoniza y muere
para despertar los viejos caminos.
Uno también se adormece
con los abecedarios del corazón.
Sólo hay que mirar el horizonte
y dejarse atrapar por su latido.
Al morir la tarde, los recuerdos
se agolpan en las entretelas del alma,
nos hacen meditar sobre la vida,
la vivida y la que nos queda por vivir,
parece colmarse de poesía el aire
acompasado por el silencio de soledad,
invitándonos a beber de un sosegado retiro,
tan apetecible como irrepetible.
Sólo hay que mirar el horizonte
y dejarse atrapar por su latido.
La tarde, al morir, deja una estela
de sentimientos que nos hacen meditar.
No hay emoción más grande
que dejarse llevar por las profundidades
del deseo presente en el deseo.
Desear vivir y vivir desviviéndose
por los demás, porque uno vive en los demás.
Sólo hay que mirar el horizonte
y dejarse atrapar por su latido.
Bajo este universo de pausas y de pulsos,
también nosotros, al atardecer,
tomamos el tren del cielo,
despojados del cuerpo, camino del amanecer.
Ya no hay que mirar más, sino sentir,
que al romper el alba Dios nos abraza.
(*) Crónica y Análisis publica el presente artículo de Víctor Corcoba Herrero por gentileza de su autor, escritor residente en España.
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