¿Conflicto o colonización?
La identidad en esta instancia hay que buscarla en la explicitación de la relación dialéctica con el otro, evitando caer en la colonización cultural, hoy entendida como americanización por los europeos.
Alberto Buela
Una agradable coincidencia se produjo en estos días cuando luego de haber participado en México de un congreso sobre las identidades recibimos una de las mejores y más actualizadas revistas de pensamiento como la francesa Krisis que trata el tema de la identidad.
Esto nos mueve a volver escribir o reescribir aquello que venimos sosteniendo desde hace años para que, no ya en el ámbito reducido de un congreso sino en el mega ámbito de Internet, lo pongamos al conocimiento de muchos.
En realidad la pregunta por la identidad tiene que ser más bien la pregunta por las identidades.
Así, si del mundo no hay una sola versión y visión sino varias según las ecúmenes culturales que lo constituyen, es lógico que estemos obligados a preguntarnos por las identidades y no por la identidad.
Aclarado esto, cuando hablamos de identidad, hablamos de identidades. Esto es, que cada uno la aplique a la suya.
No debemos buscar la identidad de hombres y pueblos en la repetición mecánica de lo idéntico.
Ésta radica en la repetición ritual de modos, maneras y costumbres como lo hacen los centros tradicionalistas cuando desfilan o se visten de paisanos. (charros en México, gauchos en Argentina, tiroleses en Italia o bretones en Francia).
Eso no es malo, pero se está limitando al orden de la repetición. Es que la repetición tiene mucho de remedo, de mala copia.
La repetición los latinos la llamaban idem, lo igual, mientras que la identidad debemos buscarla en el ipse, en la búsqueda del sí mismo.
Las identidades de los pueblos y de los hombres no son algo pétreo, algo consolidado de una vez y para siempre, sino que se logra, se accede a ellas a través de la reencarnación de valores de generación en generación que forman parte de cada una de sus tradiciones.
Las identidades son un hacerse cotidiano.
¿Qué es la tradición?
No es juntar cosas viejas sino la transmisión de valores, de cosas valiosas de una generación a otra.
Lo sustancial es lo que se transmite como valores, lo accidental es la forma o manera como esos valores se expresan.
La tradición se funda en valores y vivencias.
Estas últimas son las experiencias histórico-políticas de un pueblo o de un individuo a lo largo de su vida, en tanto que los valores son, como dijimos, los actos o productos transformados en valiosos, porque en ellos se encarnó un valor.
Así Iberoamérica posee vivencias que les son comunes como sus luchas por la emancipación en donde lo anglo americano es vivido como el enemigo y en donde la libertad es su ideal a lograr o valor máximo a realizar.
Para entender la identidad tenemos que partir del ipse, del ser sí mismos.
¿Y cómo somos sí mismos?
Cuando nos preferimos a nosotros mismos, cuando no imitamos.
Perón decía: “no seamos un espejo opaco que imita e imita mal”.
La imitación es la que ha tintineado en toda la inteligentsia culturosa iberoamericana que piensa así: veamos qué está de moda, lo traducimos, lo presentamos, lo traemos, y lo adoptamos.
Este es el paso previo:
Erradicar el remedo, el ser un espejo opaco, la mala imitación.
Preferirse a uno mismo es decir, voy a preferir los valores que hacen a mi tradición cultural que se expresa bien en una lengua, que es la lengua que yo hablo.
La preferencia de nosotros mismos nace del acto primordial por el cual privilegiamos el nosotros a los otros.
Esto no quiere decir que reneguemos del otro, enseguida lo vamos a ver, sino que el acto primordial del acceso a la identidad es un acto de preferencia, que como acto valorativo, prefiere unos valores y pospone otros.
Pero la identidad no se agota en la preferencia de nosotros mismos, ese es el primer paso de acceso a ella.
Si bien nosotros pensamos y nos preferimos formando parte de tal o cual ecúmene cultural, de tal o cual identidad, eso es un acto subjetivo que tiene el valor de la convicción personal, pero no más.
Es necesario entonces introducir la categoría de reconocimiento, que solo se logra si “el otro” me reconoce como tal.
Por eso los viejos criollos nos enseñaban:
Nunca digas que sos gaucho, esperá que los otros te lo digan.
El otro o los otros juegan aquí, en este segundo momento, un papel fundamental pues es él o ellos quienes producen lo que la fenomenología llama la verificación intersujetiva, por la cual sabemos que una cosa es lo que es, y no un simple producto de nuestros deseos o de nuestra imaginación.
Ahora bien, dado que la preferencia de sí mismo es el acto primordial en la búsqueda del ipse, algunos autores despistados como André Lalande han sostenido que “le principe d'identité déclare la superiorité du même sur l'autre”, cuando en realidad lo que establece el principio de identidad a través de la preferencia de sí mismo es la diferencia, la distinción de uno con el otro, del sí mismo con el otro de sí, y no la superioridad de uno sobre otro
Gran parte de las taras de nuestra sociedad radican en la no distinción entre igualdad y diferencia.
Los hombres son iguales en dignidad pero naturalmente desiguales por estar dotados de diferentes talentos y caracteres.
Esto lo ha tratado la filosofía desde siempre apelando a la noción de analogía que fue definida como parte idem, parte diversa.
Si ponemos el acento en la igualdad caemos en el igualitarismo que es una de las tantas construcciones ideológicas de la modernidad y si ponemos el acento en la desigualdad caemos en nominalismo tipo Ockam que nos lleva al error del univocismo.
Ciertamente que nosotros en la vida práctica política nos acercamos a remarcar las diferencias por sobre la uniformidad de mundo todo uno del pensamiento políticamente correcto.
El enfrentamiento a la homogenización del hombre y su cultura no tiene que hacernos caer en la disolución del hombre y su cultura.
Así rechazamos tanto la definición del la identidad como "la de todos por igual", como la de que "cada uno haga y se sienta lo que quiera".
Desde la teología los hombres somos iguales en dignidad en tanto que hijos de Dios.
Cristo vino a redimir a todos los hombres, no a algunos sí y otros no.
Esta igualdad de derechos no tiene ni puede confundirse con el igualitarismo promovido por la modernidad en general y por la Revolución Francesa en particular.
Ni atribuirle la culpa del igualitarismo moderno al cristianismo, porque eso es poner el carro delante del caballo.
Todo hombre es un animal rationale.
La desigualdad de los hombres se da, básicamente, en sus actos y acciones, en sus elecciones y postergaciones, en sus valores y disvalores.
El mundo no es un universo sino más bien un pluriverso en donde conviven varias ecúmenes culturales: la iberoamericana, la anglo sajona, la eslava, etc.
La desigualdad o mejor las desigualdades culturales son la raíz de la diferencia, y esta diferencia es la que nos hace ser “uno mismo”, la que nos da la identidad de ser y existir en el mundo.
Tanto a título individual o como naciones, que como afirma el gran profesor español Dalmacio Negro Pavón son la mejor y más sana invención política de la modernidad.
Cuando la querida Bolivia nos habla de un estado plurinacional con 36 naciones (que no incluye a los criollos que son la mayoría) produce un sinsentido, un desatino.
Las diferencias, del latín differre, ir por otro camino, buscan la caracterización en su ser, de un algo cualquiera que sea.
Mientras que las distinciones están vinculadas con la separación, con la discriminación (perdón por semejante palabrota) de una cosa respecto de otra.
Cuando nosotros afirmamos que hoy el gran enemigo de las identidades el la propuesta del one World, de mundo uno con sus ideas de homogenización cultural bajo un solo modelo, la del dios capitalista del libre mercado, el de la sociedad de consumo que posee miles de medios pero que tiene confusos los fines, la del homo oeconomicus dolaris, lo que estamos haciendo es darnos cuenta que en la conformación de nuestra diversas identidades ha tomado primacía la visión y versión “del otro”, la de la ecúmene anglo sajona, con EEUU a la cabeza.
Es que la identidad no es una idea compleja como sostienen algunos autores sino que lo que es complejo es su acceso.
Pues primero es la afirmación subjetiva de lo que somos, después el enraizamiento en una tradición nacional con la actualización de valores para finalmente buscar el reconocimiento del otro.
Y es en este último punto donde surge la verdadera complejidad para el logro de una genuina identidad.
Algunos autores cuando llegan a este punto caen en la inocente actitud de hablar de “construcción dialógica de la identidad”, cuando en realidad no existe tal diálogo, pues el diálogo auténtico solo se da entre amigos, esto es: con el otro de sí mismo.
Porque solo con el amigo se da el trato en igualdad, (Aristóteles dixit)
Si buscamos la identidad en el diálogo entre ecúmenes diferentes lo que logramos es poner en marcha el mecanismo de dominación ya señalado por Hegel en la dialéctica del amo y el esclavo.
La identidad en esta instancia hay que buscarla en la explicitación de la relación dialéctica con el otro, evitando caer en la colonización cultural, hoy entendida como americanización por los europeos.
No podemos, filosóficamente hablando, conformar nuestra identidad más genuina en diálogo con los otros sino en tensión dialéctica con ellos...
De lo contrario seremos dominados y terminaremos perdiendo nuestra identidad.
La identidad en esta instancia hay que buscarla en la explicitación de la relación dialéctica con el otro, evitando caer en la colonización cultural, hoy entendida como americanización por los europeos.
Alberto Buela
Una agradable coincidencia se produjo en estos días cuando luego de haber participado en México de un congreso sobre las identidades recibimos una de las mejores y más actualizadas revistas de pensamiento como la francesa Krisis que trata el tema de la identidad.
Esto nos mueve a volver escribir o reescribir aquello que venimos sosteniendo desde hace años para que, no ya en el ámbito reducido de un congreso sino en el mega ámbito de Internet, lo pongamos al conocimiento de muchos.
En realidad la pregunta por la identidad tiene que ser más bien la pregunta por las identidades.
Así, si del mundo no hay una sola versión y visión sino varias según las ecúmenes culturales que lo constituyen, es lógico que estemos obligados a preguntarnos por las identidades y no por la identidad.
Aclarado esto, cuando hablamos de identidad, hablamos de identidades. Esto es, que cada uno la aplique a la suya.
No debemos buscar la identidad de hombres y pueblos en la repetición mecánica de lo idéntico.
Ésta radica en la repetición ritual de modos, maneras y costumbres como lo hacen los centros tradicionalistas cuando desfilan o se visten de paisanos. (charros en México, gauchos en Argentina, tiroleses en Italia o bretones en Francia).
Eso no es malo, pero se está limitando al orden de la repetición. Es que la repetición tiene mucho de remedo, de mala copia.
La repetición los latinos la llamaban idem, lo igual, mientras que la identidad debemos buscarla en el ipse, en la búsqueda del sí mismo.
Las identidades de los pueblos y de los hombres no son algo pétreo, algo consolidado de una vez y para siempre, sino que se logra, se accede a ellas a través de la reencarnación de valores de generación en generación que forman parte de cada una de sus tradiciones.
Las identidades son un hacerse cotidiano.
¿Qué es la tradición?
No es juntar cosas viejas sino la transmisión de valores, de cosas valiosas de una generación a otra.
Lo sustancial es lo que se transmite como valores, lo accidental es la forma o manera como esos valores se expresan.
La tradición se funda en valores y vivencias.
Estas últimas son las experiencias histórico-políticas de un pueblo o de un individuo a lo largo de su vida, en tanto que los valores son, como dijimos, los actos o productos transformados en valiosos, porque en ellos se encarnó un valor.
Así Iberoamérica posee vivencias que les son comunes como sus luchas por la emancipación en donde lo anglo americano es vivido como el enemigo y en donde la libertad es su ideal a lograr o valor máximo a realizar.
Para entender la identidad tenemos que partir del ipse, del ser sí mismos.
¿Y cómo somos sí mismos?
Cuando nos preferimos a nosotros mismos, cuando no imitamos.
Perón decía: “no seamos un espejo opaco que imita e imita mal”.
La imitación es la que ha tintineado en toda la inteligentsia culturosa iberoamericana que piensa así: veamos qué está de moda, lo traducimos, lo presentamos, lo traemos, y lo adoptamos.
Este es el paso previo:
Erradicar el remedo, el ser un espejo opaco, la mala imitación.
Preferirse a uno mismo es decir, voy a preferir los valores que hacen a mi tradición cultural que se expresa bien en una lengua, que es la lengua que yo hablo.
La preferencia de nosotros mismos nace del acto primordial por el cual privilegiamos el nosotros a los otros.
Esto no quiere decir que reneguemos del otro, enseguida lo vamos a ver, sino que el acto primordial del acceso a la identidad es un acto de preferencia, que como acto valorativo, prefiere unos valores y pospone otros.
Pero la identidad no se agota en la preferencia de nosotros mismos, ese es el primer paso de acceso a ella.
Si bien nosotros pensamos y nos preferimos formando parte de tal o cual ecúmene cultural, de tal o cual identidad, eso es un acto subjetivo que tiene el valor de la convicción personal, pero no más.
Es necesario entonces introducir la categoría de reconocimiento, que solo se logra si “el otro” me reconoce como tal.
Por eso los viejos criollos nos enseñaban:
Nunca digas que sos gaucho, esperá que los otros te lo digan.
El otro o los otros juegan aquí, en este segundo momento, un papel fundamental pues es él o ellos quienes producen lo que la fenomenología llama la verificación intersujetiva, por la cual sabemos que una cosa es lo que es, y no un simple producto de nuestros deseos o de nuestra imaginación.
Ahora bien, dado que la preferencia de sí mismo es el acto primordial en la búsqueda del ipse, algunos autores despistados como André Lalande han sostenido que “le principe d'identité déclare la superiorité du même sur l'autre”, cuando en realidad lo que establece el principio de identidad a través de la preferencia de sí mismo es la diferencia, la distinción de uno con el otro, del sí mismo con el otro de sí, y no la superioridad de uno sobre otro
Gran parte de las taras de nuestra sociedad radican en la no distinción entre igualdad y diferencia.
Los hombres son iguales en dignidad pero naturalmente desiguales por estar dotados de diferentes talentos y caracteres.
Esto lo ha tratado la filosofía desde siempre apelando a la noción de analogía que fue definida como parte idem, parte diversa.
Si ponemos el acento en la igualdad caemos en el igualitarismo que es una de las tantas construcciones ideológicas de la modernidad y si ponemos el acento en la desigualdad caemos en nominalismo tipo Ockam que nos lleva al error del univocismo.
Ciertamente que nosotros en la vida práctica política nos acercamos a remarcar las diferencias por sobre la uniformidad de mundo todo uno del pensamiento políticamente correcto.
El enfrentamiento a la homogenización del hombre y su cultura no tiene que hacernos caer en la disolución del hombre y su cultura.
Así rechazamos tanto la definición del la identidad como "la de todos por igual", como la de que "cada uno haga y se sienta lo que quiera".
Desde la teología los hombres somos iguales en dignidad en tanto que hijos de Dios.
Cristo vino a redimir a todos los hombres, no a algunos sí y otros no.
Esta igualdad de derechos no tiene ni puede confundirse con el igualitarismo promovido por la modernidad en general y por la Revolución Francesa en particular.
Ni atribuirle la culpa del igualitarismo moderno al cristianismo, porque eso es poner el carro delante del caballo.
Todo hombre es un animal rationale.
La desigualdad de los hombres se da, básicamente, en sus actos y acciones, en sus elecciones y postergaciones, en sus valores y disvalores.
El mundo no es un universo sino más bien un pluriverso en donde conviven varias ecúmenes culturales: la iberoamericana, la anglo sajona, la eslava, etc.
La desigualdad o mejor las desigualdades culturales son la raíz de la diferencia, y esta diferencia es la que nos hace ser “uno mismo”, la que nos da la identidad de ser y existir en el mundo.
Tanto a título individual o como naciones, que como afirma el gran profesor español Dalmacio Negro Pavón son la mejor y más sana invención política de la modernidad.
Cuando la querida Bolivia nos habla de un estado plurinacional con 36 naciones (que no incluye a los criollos que son la mayoría) produce un sinsentido, un desatino.
Las diferencias, del latín differre, ir por otro camino, buscan la caracterización en su ser, de un algo cualquiera que sea.
Mientras que las distinciones están vinculadas con la separación, con la discriminación (perdón por semejante palabrota) de una cosa respecto de otra.
Cuando nosotros afirmamos que hoy el gran enemigo de las identidades el la propuesta del one World, de mundo uno con sus ideas de homogenización cultural bajo un solo modelo, la del dios capitalista del libre mercado, el de la sociedad de consumo que posee miles de medios pero que tiene confusos los fines, la del homo oeconomicus dolaris, lo que estamos haciendo es darnos cuenta que en la conformación de nuestra diversas identidades ha tomado primacía la visión y versión “del otro”, la de la ecúmene anglo sajona, con EEUU a la cabeza.
Es que la identidad no es una idea compleja como sostienen algunos autores sino que lo que es complejo es su acceso.
Pues primero es la afirmación subjetiva de lo que somos, después el enraizamiento en una tradición nacional con la actualización de valores para finalmente buscar el reconocimiento del otro.
Y es en este último punto donde surge la verdadera complejidad para el logro de una genuina identidad.
Algunos autores cuando llegan a este punto caen en la inocente actitud de hablar de “construcción dialógica de la identidad”, cuando en realidad no existe tal diálogo, pues el diálogo auténtico solo se da entre amigos, esto es: con el otro de sí mismo.
Porque solo con el amigo se da el trato en igualdad, (Aristóteles dixit)
Si buscamos la identidad en el diálogo entre ecúmenes diferentes lo que logramos es poner en marcha el mecanismo de dominación ya señalado por Hegel en la dialéctica del amo y el esclavo.
La identidad en esta instancia hay que buscarla en la explicitación de la relación dialéctica con el otro, evitando caer en la colonización cultural, hoy entendida como americanización por los europeos.
No podemos, filosóficamente hablando, conformar nuestra identidad más genuina en diálogo con los otros sino en tensión dialéctica con ellos...
De lo contrario seremos dominados y terminaremos perdiendo nuestra identidad.
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