Por Rubén Lasagno
Estos
temas son recurrentes, la inseguridad en un tema cíclico y de permanente
vigencia.
Una
y otra vez volvemos a hablar de muertes, tiroteos, excarcelados, reincidentes y
palabras y términos que ya vamos naturalizando como aquellas familias que
conviven durante años con un enfermo grave y suelen adoptar el argot médico, se
constituyen en autodidactas de la medicina y casi especialistas en química de
los medicamentos.
Cuando
sabemos tanto de algo que corresponde al Estado, ya sea la salud, la educación
o la seguridad, es porque ese Estado está ausente y nos ha trasladado el
problema y no la solución.
Un
médico mató a un joven de 24 años que le robó el auto, pasó por encima de una
de sus piernas con el vehículo al intentar escapar mientras amenazaba con
matarlo, volvió para atropellarlo, lo amenazó con un pistolón calibre 16 y el
hombre tomó una pistola y le puso cuatro proyectiles en el cuerpo al
delincuente. Este es el hecho objetivo.
¿Está bien o
está mal lo que hizo el médico?; y este es el hecho subjetivo.
Más
que juzgar si el médico estuvo bien o mal en disparar, deberíamos fijarnos por
qué ese hombre estaba armado y por qué ese joven iba a robar.
En
ambas puntas tendremos respuestas que no nos van a gustar.
Y
aun cuando son exactamente contrapuestas, son complementarias.
El joven roba
porque hay impunidad
y si bien es injustificable suponer que el que roba es porque no tiene trabajo (no todos los que no trabajan roban ni los
que roban son desocupados, por lo tanto es una premisa falsa)
está
claro que la desocupación y la pobreza, son caldos de cultivo para el ejercicio
del delito y la obtención de la plata fácil a través del delito.
Este
reduccionismo es brutal y fijarse en ese eje, es perder la macro visión del
problema.
El
hombre, en este caso un médico, iba armado.
Le
habían robado varias veces y tal vez en muchas ocasiones, mientras era robado,
pensó que su vida terminaba bajo una bala asesina, un cuchillazo o un golpe.
Entonces
se armó.
Un
día, sin desearlo, se vio en la nueva encrucijada de ser robado, asesinado y
actuó.
Esta
vez pudo sacar el arma y respondió, matando al chorro.
¿Vale
la pena quitarle la vida a una persona por un auto?.
Claro
que no...
Sin
embargo es un razonamiento demasiado lineal con el diario del lunes, para dar
una respuesta rápida y concluyente a tan complicada trama como la que encierra
el origen de la reacción humana frente a un hecho de estrés, miedo a perder la
vida, proteger a la familia y desesperación por sentirse (una vez más) violado
o robado.
En
contraposición podríamos pensar
¿Vale la pena
arriesgar la vida, por robar un auto?.
Y
aquí seguramente aparecerán las mismas dudas que en el planteo anterior, solo
que en este caso al menos existe, de parte del ladrón, una opción de elegir que
el hecho no ocurra.
En
el caso de la víctima, no tiene esa
posibilidad.
Un
“sí”, podría ser justificado por el victimario en la necesidad de buscar dinero
rápido para salvar una situación de vida o muerte por la que atraviese
(enfermedad de hijo, esposa, padre, por ejemplo), ante lo cual parece atenuarse
la culpabilidad o “justificarse socialmente” el ilícito, o un “no”, si se tiene
como premisa que el robo es para sustentarse en el día a día o hacer del delito
un medio de vida.
Como
vemos, existen tantas dudas y explicaciones para argumentar que el hombre esté
armado, como para que el delincuente justifique su aberrante accionar de
despojar a otros de sus bienes, aunque en este último caso la comprensión
social sea mínima o inexistente (más aún si hay una muerte en el medio), porque
todos nos revelamos contra un ataque de este tipo y reaccionamos
invariablemente en contra de quien lo perpetra, excepto, claro, aquellos que se
han forjado en la escuela zafaronista.
Pero
en el fondo, ambos, son productos del mismo fenómeno:
La falta del
Estado.
El
Estado no estuvo presente en el desarrollo, la educación, la salud y el trabajo
de ese joven que robó y murió como tampoco lo estuvo con el médico, a quien no
le brindó las condiciones de seguridad necesarias para que no deba salir
armado, tratando de cumplir un rol que debe tener la policía.
Pero
aún podemos ir más allá e interpretar que el Estado, ese gran ausente en la
vida de estos dos hombres, no proveyó de la justicia necesaria para que jóvenes
y adultos con frondosos prontuarios, estén donde deben estar, en la cárcel y no
deambulando por la ciudad en búsqueda de su próxima víctima.
El
médico como tantos otros hombres y mujeres que luchan y mueren día a día por
salvar su vida, la de su familia y sus bienes, en manos de delincuentes
reincidentes, son producto de la
irresponsabilidad del garantismo judicial, de jueces y fiscales forjados en la
cátedras zafaronianas, donde el Código Penal se interpreta como una herramienta
de opresión, autoritarismo y de castigo.
¿Qué
debe ser un Código Penal sino un elemento que contenga reglas correctivas para
quienes infringieron las leyes?.
Pues
bien, hay quienes no piensan así, especialmente
el ex Juez de la corte Eugenio Zafaroni, prostibulario, hipócrita y represor
confeso, colaboracionista de la Dictadura en 1980 que escribía los artículos del
Código de Justicia Militar, justificando la muerte por la mano militar y
expresaba:
“La
muerte prevista en el art. 759, CJM, no es pena, en principio porque la muerte
jamás puede serlo, pero, además, por otras razones que no son fundamentales”
Ante
todo, se hace necesario que el militar huya o haga demostración de pánico, lo
que puede generar un desbande o imitación, de modo que la muerte se autoriza
para evitar ese efecto inmediato y desastroso.
Tan
cierto es esto que el CJM no requiere que le dé muerte un superior, sino que
puede darse el caso de que sea el inferior quien dé muerte al superior en esa
circunstancia.
De
otro modo, por el mero gusto de afirmar gratuitamente la disciplina, no se
explica que pueda darse muerte a un militar y menos que el inferior pueda dar
muerte al superior, lo que sólo puede tener explicación lógica sobre la base de
la necesidad de evitar el fracaso de una operación frente al enemigo, el que
puede resultar del pánico generalizado en el personal y para el cual cualquier
actitud individual puede servir de detonante”.
Este nefasto
ideólogo de la Justicia a la carta, super potenciado por la hipocresía
kirchnerista de la década perdida, tiene mucha responsabilidad en la falta del
Estado en materia de seguridad, actualmente,
porque así como en su momento explicaba jurídicamente cómo los militares podían
matar sin culpas en 1980 y daba lecciones dogmáticas sobre la necesidad de los
Golpes de Estado, después dinamitó el Código Penal y llevó a los claustros
la impunidad para la delincuencia y legalizó la muerte del ciudadano común en
manos de las mafias, a quienes protegió,
produciendo generaciones de abogados que hoy son jueces y fiscales, culpables
directo de que los asesinos anden reincidiendo tres y cuatro veces en crímenes
contra la sociedad que les paga el sueldo.
El
comportamiento maniqueo de Zafaroni, a quien se pretende presentar como el
adalid de los derechos humanos, ha sido la punta del iceberg que nos llevó a
este estado de inseguridad, con deformación conceptual de una nueva camada de
abogados que se cultivaron con este ignorante de la seguridad social.
Los
gobiernos, sean ellos menemismo, delaurrismo, kirchnerismo, cristinismo y ahora
el macrismo, no han podido ni sabido ni
querido abordar la problemática del delito y la inseguridad, ni actuar en
conjunto y coordinadamente para erradicar lo que hoy es, junto a la corrupción,
los temas que más importan a la sociedad argentina.
Por
lo tanto, podemos concluir sin temor a
equivocarnos, que el crecimiento de la inseguridad, más allá de ser un fenómeno
multi causal, responde a un tema básico que es la ausencia del Estado en la
educación, prevención, protección, seguridad y legislación.
Una
vez ocurrido los hechos, como es el lamentable caso del médico que terminó
matando al ladrón, sobrevienen una serie de preguntas y debates inocuos que se
dan en los medios sin que se arregle la situación.
Quienes
deben dar la solución, que es la política, el gobierno y la justicia, aportan
muy poco para forzar la reversión del fenómeno.
En
tanto, mientras al trabajador, al hombre honesto, a las familias que luchan por
sus hijos y el futuro, las matan, hay quienes cuestionan los límites de la
legítima defensa, aleccionados en la degenerada conceptualidad de penalistas
que no consideran violación de una nena de 13 años, que la obliguen a mantener
sexo oral con la luz apagada (Zafaroni – Caso “Pampín”) y arremeten contra las
víctimas, cuestionando con argumentos a veces increíbles y no exentos de
prejuicios, el derecho a defender la vida que constitucionalmente tenemos
todos.
(Agencia
OPI Santa Cruz)
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