Se cierne la tormenta final
Emilio
J. Cárdenas
Nicolás Maduro
ha deformado perversamente la Constitución de su país de modo de privar a la
Asamblea Nacional de todo poder efectivo.
En
un libro sobre los “golpes de estado” escrito en la década de los 80, Steven R.
David presagiaba que ellos “existirán en el tercer mundo, mientras el
poder se concentre en manos de pequeñas elites, capaces de negar una
participación significativa de su pueblo en la política”.
En
ese entonces David seguramente no pensaba en los “bolivarianos” de Venezuela,
ni en Nicolás Maduro.
La
definición, no obstante, se ajusta perfectamente bien a lo que acaba de suceder
en Venezuela, donde el gobierno actual acaba de negar definitivamente a su
pueblo un importante derecho constitucional que intentaba denodadamente poner
en marcha:
El
de convocar a un referendo constitucional para así revocar pacíficamente (esto
es, a través de las urnas) el mandato presidencial de un cada vez más
abiertamente autoritario Nicolás Maduro, que ha destruido la democracia
venezolana (y dinamitado su alguna vez rica economía) sumiendo a todo su pueblo
en un mar de privaciones constantes.
Maduro encabeza
una pequeña minoría marxista hoy claramente rechazada por nada menos que el 76% del pueblo venezolano que, en
la última elección nacional, propinara a los “bolivarianos” una formidable
paliza electoral a través de la cual obtuviera una amplia mayoría en la
Asamblea Nacional de Venezuela.
Nicolás
Maduro ha deformado perversamente la Constitución de su país de modo de privar
a la Asamblea Nacional de todo poder efectivo.
Para
ello manipula constantemente a la justicia y a las autoridades electorales, que
no son instituciones independientes como debieran, sino que están sumisas a la
voluntad de Maduro y empeñadas en transformar a la Asamblea Nacional en un ente
vacío y sin poderes.
La decisión
anunciada de suspender sin plazo el referendo revocatorio -después de
intentar frenarlo a través de toda suerte de argucias que la oposición
unificada ha venido hasta ahora sorteando, una a una, con paciencia democrática
ejemplar- es realmente gravísima.
Para
lo poco que quizás queda de la democracia venezolana, terminal.
Está
además acompañada de la perversa prohibición de salida del país de los ocho
dirigentes opositores más reconocidos, como forma de seguir intimidándolos,
mientras se los investiga por falsas acusaciones, con riesgo concreto de
cárcel.
Aunque
lo cierto sea que ese final -atento a las características patológicas de los
actores encaramados en el gobierno- estaba quizás escrito, se especulaba con
que Nicolás Maduro podía, quizás, ceder ante lo inevitable.
Y
no provocar una reacción adversa enérgica, como la que ahora seguramente se
avecina.
No
fue así.
Asediado,
el gobierno de Maduro cruzó peligrosamente el último límite.
Ahora
la oposición venezolana, desafiada sin tapujos, se ha quedado ya sin opciones.
Con
su dignidad herida con una medida que supone una prácticamente irreparable
falta de respeto.
En
el momento de la verdad.
La
Mesa de la Unidad Democrática por ello convocó ayer a una masiva protesta
nacional para el miércoles que viene.
A
“Tomar Venezuela” desde la calle.
De
punta a punta.
Pacíficamente.
Con
los enormes riesgos de incidentes y provocaciones de todo tipo que esa medida,
desesperada ante las circunstancias, naturalmente supone.
La situación,
como era previsible, se ha tornado tensa.
Y
muy frágil.
La
opresión ha reemplazado y encadenado a la democracia.
Por
ello ha llegado la hora de tomar “medidas concretas”, como lo ha señalado
inmediatamente Luis Almagro, desde la OEA.
Internas
y externas.
Frente
a la actitud despótica de Nicolás Maduro no hay más espacios para los silencios
cómplices en nuestra región.
Ni
para la cobardía.
O
la hipocresía.
Lo grave es que
Venezuela ya es Cuba.
No
hay posibilidad real de tener elecciones libres para la selección de las
autoridades regionales, que han sido también arbitrariamente postergadas sin
plazo.
Ni
tampoco habrá referendo revocatorio.
No hay ya
respeto a la Constitución, el pacto social básico de los venezolanos.
Ni
apego a la ley.
Ni
derecho a elegir autoridades libremente, a través de las urnas.
No hay, está bien
claro, libertad.
Hay
dictadura, entonces.
Abierta,
frontal, y caprichosa.
Con
una conducta gubernamental perversa que provoca y desafía y que obviamente será
responsable de la violencia que, Dios no quiera, se pueda desatar.
Llegó
un momento límite.
Nadie
habla de diálogo.
Porque
está claro que en el dictador Nicolás Maduro no hay una sola pizca de
sinceridad.
Pero,
sin embargo, esa es la vía que cabe intentar transitar.
Después
de que el pueblo masivamente instalado en la calle, en esfuerzo que debiera ser
apoyado por la región toda, obligue a Maduro a sentarse civilizadamente en una
mesa para hablar seriamente del futuro de su país.
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