"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

martes, 29 de noviembre de 2016

Apocolocyntosis Divi Fideli – Parte III

Envío de Oscar Fernando Larrosa/Facebook
Por Hadrian Bragation.

“La sala a la que se lo condujo era inmensa y desierta, oíase solamente la caída en el suelo de las gotas de la sangre de Guevara.
Una voz interrumpió el silencio: era el acusador
Fidel se arrobó al oír la letanía de Cienfuegos:
Me has matado, me has matado, me has matado.
Se volvió hacia Guevara y protestó que una víctima suya no podía ejercer el cargo de fiscal.

Guevara le dirigió una mirada de atónito desprecio: No te inculpes, patán.
Guarda silencio y quizás te salves.
Por una vez, no en su vida sino después de su vida, Fidel juzgó conveniente obedecer.

Caminó del brazo de Guevara, como novia hacia el altar, hasta el estrado.
Desde allí vio a los jueces, no sin antes esconder sus oídos del constante martilleo de Cienfuegos:
Me has matado, me has matado, me has matado.
Fingió no escuchar, porque un coro de voces de almas que tomaban asiento en la sala se le unió, hasta que fue ya no una voz ni una centena o un millar de voces, sino diez o veinte o treinta mil.
Pronto la sala no pudo acogerlos a todos, y quizás ni la marcial mirada de Guevara hubiera servido de amenaza.

Lenin llegó a toda prisa y las acciones judiciales dieron comienzo.
Sólo entonces Fidel se percató de que sería juzgado, no por la Historia, 
sino por Marx, Engels y Stalin.
Una cuarta figura, Trotsky, se sentaba alejado, con aire de ofensa contenida y de frustración.
De tanto en tanto le dirigía una mueca de desconfianza.”

Lenin principió los alegatos.
Dio la palabra al fiscal, que era Cienfuegos;
éste sólo repetía: Me has matado, me has matado, me has matado.
Lenin quiso interrumpirlo, recordándole que debía dar lugar a otros reclamos y presentar las pruebas, pero Cienfuegos repetía, los ojos desorbitados y los puños cerrados blandidos sobre su escritorio, la frase.
Lenin, finalmente, consideró suficiente y probada la acusación y preguntó parecer a los jueces.
Fidel, desesperado, inquirió a Guevara:
¿Dónde está mi defensor?
¿Dónde los testigos cuyo testimonio me favorezca o al menos pueda comprar?

Guevara contestó que nada de su dinero era útil en la sala del juicio, y que por fin se callase.
Trotsky se negó a hablar; no participaría de esa farsa hasta que la suya fuese enmendada.
Entonces sí juzgaría y condenaría según las revoluciones dispusieran.
Stalin, que deseaba más que nada en la eternidad reconciliarse con Trotsky, hizo saber que su voto sería el que su amado amigo tuviera a bien indicarle, pero Trotsky guardó enfadado silencio.”
“Stalin votó en favor en Fidel:

El deber del revolucionario, más aun del revolucionario que encabeza la revolución, 
es la crueldad
La muerte es más importante que la vida si peligra la causa, y aún más si no peligra, puesto que la revolución es la perpetua extensión de sentencias de muerte que hagan sospechar a los revolucionarios que la causa tambalea y que el único remedio es la sangre.
La mención de la sangre molestó a Guevara, que dejó oír un gruñido, y Cienfuegos, enardecido por el voto favorable de Stalin, le espetó:
¡Tú también me has matado!
Luego regresó a su consabida frase.”

Engels votó contra Fidel:
El deber del revolucionario, más aun del revolucionario que encabeza la revolución, es la ficción del orden.
El orden es más importante que la justicia si peligra la causa, y aún más si no peligra,
puesto que la revolución es la perpetua extensión del orden burgués conferido a élites diferentes.
El acusado no había sabido mantener esa pantomima y su crueldad (al proferir esta palabra había mirado con furia a Stalin) no era sino confesión de su incapacidad, sellada con sangre.
La mención de la sangre molestó a Guevara, que dejó oír un gruñido más lastimero y grave.
Cienfuegos, complacido, gritó con júbilo hacia Fidel: ¡Me has matado, me has matado, me has matado!”

“Tocó el turno a Marx..."
Restregábase las manos, sudaba, vacilaba en hablar.
Los titubeos acabaron por hartar a Lenin, que le exigió energía.
Marx abrió su boca pero su discurso murió antes de nacer:
Se derrumbó en su asiento y se sumió en un letargo sollozante.
Se lo consideró inhábil para emitir voto.
Se invitó a Trotsky a efectuar desempate, pero éste cruzó sus brazos sobre su pecho, murmuró alguna imprecación y calló.
“De no ser por Cienfuegos, hubiera reinado el silencio en la sala del juicio.”
“Fidel dábase por absuelto…”
Se disponía a abandonar la ceremonia cuando Lenin, que secretamente envidiaba su pericia para permanecer todos aquellos años en la cúpula, sonrió a Guevara y puso en sus manos la sentencia.
Fidel, con el alivio que inspiran las viejas amistades, se dispuso a abrazarlo,
pero Guevara lo apartó de sí, y mirándolo con siniestra delectación a los ojos, murmuró:
Me has matado. 
Ahora verás cómo y por qué sangro. 
¡¡¡Eres culpable!!!

Sintióse desfallecer Fidel.
Antes, oyó decir a Stalin que una flagrante injusticia se estaba cometiendo.
“Sus palabras no figurarían en las actas del juicio.”

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