Envío
de Oscar Fernando Larrosa/Facebook
Por
Hadrian Bragation.
“La
sala a la que se lo condujo era inmensa y desierta, oíase solamente la caída en
el suelo de las gotas de la sangre de Guevara.
Una
voz interrumpió el silencio: era el acusador
Fidel
se arrobó al oír la letanía de Cienfuegos:
Me
has matado, me has matado, me has matado.
Se
volvió hacia Guevara y protestó que una víctima suya no podía ejercer el cargo
de fiscal.
Guevara
le dirigió una mirada de atónito desprecio: No te inculpes, patán.
Guarda
silencio y quizás te salves.
Por
una vez, no en su vida sino después de su vida, Fidel juzgó conveniente
obedecer.
Caminó
del brazo de Guevara, como novia hacia el altar, hasta el estrado.
Desde
allí vio a los jueces, no sin antes esconder sus oídos del constante martilleo
de Cienfuegos:
Me
has matado, me has matado, me has matado.
Fingió
no escuchar, porque un coro de voces de almas que tomaban asiento en la sala se
le unió, hasta que fue ya no una voz ni una centena o un millar de voces, sino
diez o veinte o treinta mil.
Pronto
la sala no pudo acogerlos a todos, y quizás ni la marcial mirada de Guevara
hubiera servido de amenaza.
Lenin
llegó a toda prisa y las acciones judiciales dieron comienzo.
Sólo
entonces Fidel se percató de que sería juzgado, no por la Historia,
sino por
Marx, Engels y Stalin.
Una
cuarta figura, Trotsky, se sentaba alejado, con aire de ofensa contenida y de
frustración.
De
tanto en tanto le dirigía una mueca de desconfianza.”
Lenin
principió los alegatos.
Dio
la palabra al fiscal, que era Cienfuegos;
éste
sólo repetía: Me has matado, me has matado, me has matado.
Lenin
quiso interrumpirlo, recordándole que debía dar lugar a otros reclamos y
presentar las pruebas, pero Cienfuegos repetía, los ojos desorbitados y los
puños cerrados blandidos sobre su escritorio, la frase.
Lenin,
finalmente, consideró suficiente y probada la acusación y preguntó parecer a
los jueces.
Fidel,
desesperado, inquirió a Guevara:
¿Dónde
está mi defensor?
¿Dónde
los testigos cuyo testimonio me favorezca o al menos pueda comprar?
Guevara
contestó que nada de su dinero era útil en la sala del juicio, y que por fin se
callase.
Trotsky
se negó a hablar; no participaría de esa farsa hasta que la suya fuese
enmendada.
Entonces
sí juzgaría y condenaría según las revoluciones dispusieran.
Stalin,
que deseaba más que nada en la eternidad reconciliarse con Trotsky, hizo saber
que su voto sería el que su amado amigo tuviera a bien indicarle, pero Trotsky
guardó enfadado silencio.”
“Stalin
votó en favor en Fidel:
El
deber del revolucionario, más aun del revolucionario que encabeza la
revolución,
es la crueldad…
La
muerte es más importante que la vida si peligra la causa, y aún más si no
peligra, puesto que la revolución es la perpetua extensión de sentencias de
muerte que hagan sospechar a los revolucionarios que la causa tambalea y que el
único remedio es la sangre.
La
mención de la sangre molestó a Guevara, que dejó oír un gruñido, y Cienfuegos,
enardecido por el voto favorable de Stalin, le espetó:
¡Tú
también me has matado!
Luego
regresó a su consabida frase.”
Engels
votó contra Fidel:
El
deber del revolucionario, más aun del revolucionario que encabeza la
revolución, es la ficción del orden.
El
orden es más importante que la justicia si peligra la causa, y aún más si no
peligra,
puesto
que la revolución es la perpetua extensión del orden burgués conferido a élites
diferentes.
El
acusado no había sabido mantener esa pantomima y su crueldad (al proferir esta
palabra había mirado con furia a Stalin) no era sino confesión de su
incapacidad, sellada con sangre.
La
mención de la sangre molestó a Guevara, que dejó oír un gruñido más lastimero y
grave.
Cienfuegos,
complacido, gritó con júbilo hacia Fidel: ¡Me has matado, me has matado, me has
matado!”
“Tocó
el turno a Marx..."
Restregábase
las manos, sudaba, vacilaba en hablar.
Los
titubeos acabaron por hartar a Lenin, que le exigió energía.
Marx
abrió su boca pero su discurso murió antes de nacer:
Se
derrumbó en su asiento y se sumió en un letargo sollozante.
Se
lo consideró inhábil para emitir voto.
Se
invitó a Trotsky a efectuar desempate, pero éste cruzó sus brazos sobre su
pecho, murmuró alguna imprecación y calló.
“De
no ser por Cienfuegos, hubiera reinado el silencio en la sala del juicio.”
“Fidel
dábase por absuelto…”
Se
disponía a abandonar la ceremonia cuando Lenin, que secretamente envidiaba su
pericia para permanecer todos aquellos años en la cúpula, sonrió a Guevara y
puso en sus manos la sentencia.
Fidel,
con el alivio que inspiran las viejas amistades, se dispuso a abrazarlo,
pero
Guevara lo apartó de sí, y mirándolo con siniestra delectación a los ojos,
murmuró:
Me
has matado.
Ahora verás cómo y por qué sangro.
¡¡¡Eres culpable!!!
Sintióse
desfallecer Fidel.
Antes,
oyó decir a Stalin que una flagrante injusticia se estaba cometiendo.
“Sus
palabras no figurarían en las actas del juicio.”
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