(APe).-
Cuando nos ponemos viejos, el origen etimológico de las palabras se mira con
más simpatía. Conversar viene del latín.
Del verbo “versare”, del prefijo “con”
y del sufijo “tio”.
En
una traducción más o menos literal, es con otro y otros, dar vueltas, no
quedarse en el mismo lugar, y pasar a la acción.
O
sea: no hay una conversación diletante, evasiva, abstracta, inútil o tonta.
El
lunes 14 de noviembre, en ese entrañable lugar que es Barbecho, celebramos los
40 años del libro de Vicente Zito Lema “Conversaciones con Enrique Pichon
Riviere”.
Invitado
por Oscar Mongiano, el coordinador de la institución, y por Vicente a decir
algunas palabras, se me ocurrió que podía compartirlas con APE.
En
realidad, no las puedo compartir a la letra, porque nunca escribo cuando hablo,
así que ahora que no hablo, entonces escribo.
Me
pareció una idea potente pensar que hace 40 años la gente conversaba.
Yo
pude encontrar el placer de volver a conversar cuando conocí a Alberto
Morlachetti.
Porque
conversar con otro no es lo mismo que hablar con otro.
Cuando
nos ponemos viejos, el origen etimológico de las palabras se mira con más
simpatía.
Conversar
viene del latín.
Del
verbo “versare”, del prefijo “con” y del sufijo “tio”.
En
una traducción más o menos literal, es con otro y otros, dar vueltas, no
quedarse en el mismo lugar, y pasar a la acción.
O
sea: no hay una conversación diletante, evasiva, abstracta, inútil o tonta.
Conversar
con Alberto era salir despedido a hacer muchas cosas que se habían aclarado en
ese dar vueltas y vueltas sobre ideas y conceptos, sobre recuerdos y sobre
objetivos.
La
dimensión temporal se disipaba y una conversación con Alberto siempre duraba 3.
No
sé si minutos, horas, meses, años.
O
con certeza todos esos tiempos, porque yo seguía conversando con él horas y
días después de haberme despedido.
Lo
sigo haciendo todavía, porque sin las conversaciones con el amado “Morla”, la
vida tiene aún menos sentido.
Conversar
no es dialogar ni monologar.
No
es tampoco un intercambio horizontal, de esos que aplanan y achatan las
cabezas.
Conversar
es instalarse en forma cómoda y confortable en una asimetría creativa y
productiva.
Cuenta
Brecht en “Meti, el libro de las Mutaciones” que Ti se presentó ante Meti y le
dijo:
“quiero participar en la lucha de clases, enséñame”.
Meti
dijo: “siéntate”.
Ti
se sentó y dijo: “¿cómo debo luchar?”
Meti
se rió y dijo: “¿estás bien sentado?”
No
lo sé, dijo Ti sorprendido. “¿de qué otro modo puedo sentarme”?
Meti
se lo explicó.
“Pero
– dijo Ti impaciente – yo no vine a aprender a sentarme –
“Lo
sé, quieres aprender a luchar” – dijo Meti con paciencia –
“pero para eso debes
estar bien sentado porque en este momento estamos sentados y queremos aprender
sentados”.
Ti
dijo: “si siempre se busca la postura más cómoda, y se trata de extraer el
mejor partido de la situación, en una palabra, si se aspira al goce, ¿Cómo se
puede luchar?
Meti
dijo: “Si no se aspira al goce, si no se puede extraer el mejor partido
existente y alcanzar la mejor situación: ¿Por qué se habría de luchar?”
Desconozco
si Enrique Pichon Riviere y Alberto Morlachetti leyeron el Libro de las
Mutaciones.
Pero
lo que sí conozco es que sabían bien por qué luchar.
Y
eran magníficos conversadores.
La
dimensión del tiempo es una variante de circunstancias cambiantes.
El
tiempo que organiza toda nuestra realidad, en sí mismo carece de realidad.
Por
eso necesitamos el artificio de medirlo para intentar el artificio de pensarlo.
La
conversación disemina el tiempo.
Hace
40 años la gente conversaba.
Y
una de las premisas de una conversación es que a los que conversan les importe
lo que los demás digan.
Insisto: les importe.
No que hagan como les importa.
Escuchar
y escuchar-se.
No pocas veces le señalo a algún paciente: “no me preocupa que
no me escuches.
Pero si me preocupa que no te escuches”.
No
conversamos ni siquiera con nosotros mismos.
Actuamos
primero y no pensamos después.
Así
no hay gobernabilidad que aguante ni alegría que se sostenga.
Conversar
no es discutir, mucho menos pelear, para nada agredir, para nada descalificar.
Conversar
es una modalidad de la asociación libre, pero compartida.
Circula
la palabra, pero entre todos.
Simultáneamente,
no sucesivamente.
En
una reciente reunión científica entre colegas, la coordinadora daba la palabra,
previa anotación, en forma sucesiva.
Y
con una sonrisa benévola, pedía: “no dialoguen”.
Y
yo agrego: y mucho menos conversen.
La
coordinación ocupa el lugar del semáforo, como si fuera la única garantía de no
chocar en cada esquina.
Entonces
aparece una forma berreta de la conversación que son breves monólogos
sucesivos.
Con
escaso o nulo derecho a réplica.
Hace
40 años la gente conversaba.
Pero
conversar es implicarse.
Decir
lo que uno piensa, lo que a uno en verdad le parece, conlleva riesgos.
No
pocos y tampoco leves.
En
los momentos oscuros de la historia, o en aquellos alumbrados con velas o
generadores de electricidad ya que la electricidad seguirá siendo un bien
escaso y caro, el que piensa, pierde.
Y
el que piensa en voz alta con otros y otras, o sea, conversa, pierde más
rápido.
El
estado de sitio prohíbe conversar.
Tan
sólo porque al prohibir reunirse, anula la opción del intercambio verbal.
El
modo actual de conversar es “intratables”.
Lamentando
el neologismo, diría que son “inconversables”.
Sólo
de la conversación nace la luz, por eso no es cierto que siempre que se aclara,
oscurece.
Si oscurece, es porque la aclaración es una forma tramposa de la
dogmatización.
Los
dogmas oscurecen pero nadie conversa desde los dogmas.
El
dogmático pontifica, baja línea, ordena ideas, construye mandatos y
mandamientos.
Pero
nunca conversa.
Para
el dogmático, religioso o laico, conversar es perder el tiempo.
Un
sermón de la montaña, sin montaña.
Hace
40 años la gente conversaba.
Y
no eran tiempos sencillos.
Fue
la década que vivimos en peligro.
Fue
la década asesina, anticipada por la década infame, y seguida por la década
ganada para la derecha actual.
Conversar
es también un acto del amor.
La
trama vincular que se organiza en una conversación, permite que germine la
pasión amorosa del conocimiento.
De la creatividad.
De
la novedad.
De
la alegría y de la ternura.
Pero,
al menos para mí, hemos perdido ese hábito.
Incluso, no nos damos cuenta que lo
hemos perdido.
Confundimos discursear con conversar.
El
aprendizaje verdadero sólo es posible cuando el maestro y el alumno conversan.
El
maestro señala un camino.
El
alumno está dispuesto a aprender.
Y
entonces, conversación mediante, el maestro es alumno de su alumno, y el alumno
es maestro de su maestro.
La
raíz latina de “alumno” es “sin luz”.
Válida
pero no absoluta.
El
latín, idioma de un Imperio, y el idioma de los autócratas y tiranos, supone
que necesariamente, el otro está a oscuras.
Los
saqueadores que nos “descubrieron”, suponían que alumbrar es evangelizar.
Y
lo siguen haciendo, aunque sean otros los saqueadores y los evangelios ahora se
escriban en el boletín oficial.
Hace
40 años la gente conversaba.
Y
tendremos que entender que los movimientos populares y revolucionarios, deben
re aprender el arte de la conversación.
Pasar
de la dialéctica del amo (dirigente) y del esclavo (militante), a la dialéctica
del maestro y del alumno.
Y
esa espiral dialéctica que Pichon Riviere describiera, aprenderemos que nunca
es triste la verdad y que muchas veces, también tiene remedio.
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