Texto
publicado en la Antología "200 Pasos"
Pcia de Córdoba
¡Qué
lo disfruten!
Por Teresa Nannini
La
habitación está en penumbras.
Los
postigos entreabiertos dejan que el viento infle los visillos blancos.
Entra
una morena de delantal almidonado.
—Buen
día, niña Clarita —dice, mientras abre un poco más la ventana.
Aspira
hondo y sigue—:
¡Sienta,
mi niña, el rico perfume de los naranjos!
Primero
estos botones blancos, y luego serán frutas maduras con las que la negra
Eulalia hará dulce pa’ su boquita. Las cáscaras cortaditas irán pa’ los
licores, la pulpa pa’ mermelada, las semillas serán jaleas, y el jugo fresquito
pa’ sonrosar sus cachetes.
Los
picaré despacito y…
—¡Calla,
negrita! ¡Deja de hablar sola!
—¿Cómo,
sola? ¡Con usté’, mi niña! —dice Eulalia.
—¡No
te escucho! Estoy queriendo dormir. Me despertaste justo cuando el coronel
detenía su caballo junto a mi ventana. Traía noticias del litoral.
—¿De
litoral? ¿Pa’ qué quiere saber lo que pasa allá? Con lo que aquí tenemos basta
y sobra. ¿Se enteró que ya se están yendo los diputados? Parece que el Tucumán
es poco, llevan todo pa’ los Guenos Aires. Después allá se olvidan de nuestros
pesares. Se acuerdan del puerto, nomá’. La tierra y los enterrados son pa’
nosotros.
—¡Sos
rezongona, negrita! —dice Clara—. Hablas sin saber. Nunca saliste de aquí y
pareces una leguleya. ¡Ni sabrás que es un puerto!
—¡Cuente
usté’, niña Clarita!
—Lo
vi de lejos, Eulalia. Es un lugar lleno de gritos, gente, carruajes y, a la
distancia, esas naves que te hacen soñar con otros horizontes. Velas como alas
de mariposa, maderos con olor a palo santo, marinos de uniformes coloridos y la
brisa que te despeina y…
—¡Esos
la hacen soñar a usté’, los uniformes! Cuando ya esté sanita vamo’ a ir a la
plaza pa’ que vea pasar a los que vienen del norte. Aunque vengan derrotados,
levantan la mirada y ni se les nota. ¡También estuvieron los Granaderos de San
Martín! Esos sí que tienen garbo, mi niña.
—¿Los
viste, Eulalia?
—¡De
lejos…! Pero tengo una historia, si me promete no contar a nadie. Venga, amita,
sientesé que la peino.
Este
es el momento más lindo para la muchacha, cuando desenreda el pelo de Clarita,
porque recuerda a su negrita, que murió de fiebres, y vuelca la ternura en la
niña.
—Ya
te dije que no me digas amita. ¡Sos libre, Eulalia!
—Bueno,
mi niña, pero los amores encadenan igual. No se enoje.
—¡Contame,
Eulalia!
—Primero,
un poco de agua ‘e rosas pa´ los rulos de la frente… gueno, le contaba… Una de
estas tardes, cuando me dejan ir al río, algo cayó al agua y me salpicó. Era
Tomás, mi moreno querendón, que me tiraba una piedra. ¡Ah! Sus brazos fuertes,
yo quería enredar los dedos en sus rulos…
—¡Eulalia,
mirá que sos pícara!
—Cierto,
mi niña, ese no es el cuento —continuó Eulalia—. Perdone, me perdió el olor de
los naranjos… Nos sentamos con el Tomás, agarrados de la mano, no se crea otra
cosa, aunque nos juimos recostando entre unas piedras, porque el sol pegaba
juerte todavía. Tanto nos arrinconamos que casi quedamos escondidos. Y así
estábamos, cuando escuchamos las pisadas de un caballo. Un granadero lo
acercaba a beber. Se le movían los flecos dorados en los hombros, la chaqueta
azul estaba desabrochada y tenía un brazo atado con algo. Los pantalones
blancos tenían sangre. Los ojos estaban abiertos, pero parecía que no veían…
—¡¿Qué
más?! ¿Cómo viste todo eso?
—Ya
conoce a su negra, nada se le escapa —continuó Eulalia—. Cuando se bajó del
caballo, tambaleó y se apoyó en las piedras. Entonces fue cuando nos animamos
con el Tomás. Acomodé mis polleras y nos arrimamos.
—¡Mirá
que sos pícara, negrita!
—El
hombre estaba perdido. Tenía una herida en la frente que se la tapaba con la
gorra. Quisimos llevarlo al cuartel, pero se negaba el cristiano… ¿Y sabe qué,
mi niña? Me di cuenta de que no eran heridas de guerra… Me acordé que esa noche
su tío Gervasio había corrido a los tiros a gente que se escondía en los patios
e’ la quinta. Su prima, la niña Mercedes, le había quitado el jusil pa’ que no
siguiera disparando. ¿Se acuerda? ¡No cuente nada, mi niña! El soldado, cada
tanto, sacaba un pañuelito y lo olía. Tenía poco aliento, pero lo hacía. ¡Ahí
me di cuenta de todo! Y lo arriamos con el Tomás pa´ la casa del doctorcito
Junes. Me parece que cuando el soldado recupere la memoria, ña´ Mercedes se va
a poner contenta.
—¡Mirá
que sos pícara negrita!
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