The New York Times
Por
ALBERTO VERGARA
En
2011 Keiko Fujimori perdió la segunda vuelta presidencial contra Ollanta
Humala, un candidato que despertaba tantos temores que parecía imposible que
pudiera imponerse a cualquier otro.
Y,
sin embargo, al votar por Humala el Perú
rechazó categóricamente al fujimorismo y su herencia de corrupción y
autoritarismo.
Luego,
Keiko Fujimori trabajó cinco años para deshacerse de dicho pasivo.
Cultivó
una imagen de niña buena y callada (ya saben, en América Latina una no va sin
la otra) y sembró el camino al 2016 con espejismos de un fujimorismo
desfujimorizado.
Pero
en la campaña de 2016 la reina quedó desnuda.
El fujimorismo
estableció alianzas con sectores ilegales de la sociedad —mineros
informales, por ejemplo—, nombró como Secretario General a un individuo sin más
pergamino que el de ser investigado por la DEA por lavado de activos y, gente
muy cercana a la candidata, adulteró audios para que fueran distribuidos en la
televisión. Es decir, si Fujimori y
Montesinos estaban presos, sus prácticas campeaban en total libertad.
Y
así, por segunda vez consecutiva, el Perú rechazó a Keiko Fujimori.
Pedro
Pablo Kuzcynski terminó coagulando el sentimiento difundido en el Perú según el
cual el fujimorismo, infiltrado de intereses ilegales y particulares, llevaría el país a una hecatombe moral,
institucional y política como la que propició en los noventa. PPK se convirtió
en el candidato que rechazaba la corrupción, el autoritarismo y la presencia
del narcotráfico en la vida pública.
Es
decir, el candidato del Estado de derecho, frente a una candidata que, tanto
por el reconocimiento que brinda al gobierno de su padre, como por las malas
prácticas y compañías que ella misma ha generado, encarna lo opuesto del Estado
de derecho…
Es
decir, la prebenda y el mandamás, el privilegio y el abuso de poder:
Lo
particular frente al interés general.
El
fujimorismo, en ese sentido, condensa la tradición anti republicana en el Perú.
No
es que sea el único grupo que la posee, pero pocos la han cultivado con el
mismo esmero.
En
las últimas dos semanas, los peruanos que rechazaron a Keiko Fujimori en dos
elecciones consecutivas, han comprobado cuan acertado fue no entregarle el
país.
Haciendo uso y
abuso de la abrumadora mayoría que posee en el congreso peruano, el fujimorismo
decidió cortarle la cabeza a Jaime Saavedra, el mejor ministro de educación que
ha tenido el país en décadas.
Formalmente,
se le decapitó por malos manejos en el ministerio.
En
el fondo, es un secreto a voces que actores con intereses en la industria de la
educación privada (en especial universidades privadas de mala calidad que,
además, financian políticos) buscaban deshacerse de un ministro que empujó la
necesaria regulación que el Estado debe ejercer sobre esta educación privada.
El
fujimorismo, que cuenta con 72 de los 130 parlamentarios, humilló al ministro,
no escuchó razones, y se vanaglorió de su fuerza puramente aritmética.
Así,
aunque Saavedra había conseguido logros sustanciales que la educación peruana
no había tenido en años, como una mejora ostensible en la prueba PISA,
instaurar distintos tipos de becas y empujar la regulación universitaria, fue
defenestrado.
Si
todo el episodio Saavedra ha mostrado un fujimorismo envanecido en su
patanería, el tecnocrático gobierno de PPK ha transparentado extravío político.
Afilados en el
minué de la gerencia, quedaron turulatos ante el reggaetón de la política.
La
humillación al ministro de educación era también una falta de respeto al
gobierno.
En
tal sentido, el presidente evaluó la posibilidad de utilizar una disposición
constitucional que le permite plantear una cuestión de confianza sobre todo su
gabinete frente al Congreso:
Si el Congreso
censura dos veces al gabinete propuesto, el presidente puede disolver el
Congreso y llamar a elecciones parlamentarias.
Sin
embargo, sabiéndose mal equipados para una confrontación política mayor, el
gobierno optó por la prudencia y dejó caer a su ministro.
Y tal vez no le
quedaba otra.
Pero,
¿qué viene ahora?
El
país que rechazó a Keiko Fujimori en dos elecciones consecutivas y que votó por
Kuczynski le pide que dé pelea.
Que
ha perdido esta batalla, pero que si reagrupa sus fuerzas y establece una
estrategia política puede contener el blietzkrieg fujimorista.
Un
partido, finalmente, incapaz de movilización en las calles, de esgrimir
argumentos, sin gobiernos subnacionales, sin sindicatos.
El
mensaje es: con sagacidad y coraje el
fujimorismo puede ser mantenido a raya.
Pero
mucha de la derecha que rodea a PPK no entiende por qué habría de realizar
esto:
Si
ambos defendemos el modelo económico, ¿por qué deberíamos pelearnos en nombre del
Estado de derecho?
Y
como creen mucho más en la legitimidad tecnocrática que en la democrática, la
respuesta “porque la gente votó por
ustedes exactamente por eso”, les sabe a poco.
Puede
que haya sido prudente no entrar al intercambio de golpes ahora mismo.
Pero
el fujimorismo no va a ceder en su agenda particularista y anti republicana.
Todo
el que tenga intereses particulares hoy sabe perfectamente que con una buena
campaña se puede descarrilar cualquier intento de regulación estatal.
En
breve, volverán a la carga.
Y
entonces el presidente enfrentará nuevamente el dilema de una cuestión de
confianza que permita salvar a la próxima víctima del fujimorismo o seguir gobernando bajo su imposición.
En
todo caso, el Presidente ha anunciado que las reformas educativas no
retrocederán “un milímetro” con el nuevo ministro, aún por nombrar.
Ojalá.
Pronto
comprobaremos si pelea por esa promesa.
O
si, más bien, debemos conseguirle eso que Leonard Cohen anhelaba un día poder
escribir:
A
manual for living with defeat (Un manual para vivir con la derrota).
No hay comentarios:
Publicar un comentario