Renace
la identidad europea. Se
espantan los apátridas
Javier R. Portella
El Manifiesto.com
Empiezan
a quebrarse las insustanciales pero férreas cadenas con que los hombres han
intentado asirse a la nada. Mientras empiezan a soltarse las cadenas, empieza
también a cundir el miedo entre los creadores y beneficiarios del asidero.
NACE
POSMODERNIA
Nace
un nuevo y gran periódico articulado «sobre el concepto del fin de la etapa
histórica de la modernidad y del fracaso de los modelos derivados de ella
(liberalismo, capitalismo, socialismo, marxismo, socialdemocracia, fascismo…).
Ante
la quiebra generalizada de referentes, Posmodernia quiere dar luz a un
pensamiento nuevo que dé respuesta a los problemas, incertidumbres e
inquietudes del presente».
Saludamos
con toda nuestra simpatía a los amigos de Posmodernia al tiempo que
reproducimos el artículo que Javier R. Portella acaba de publicar en el nuevo
digital.
Se
les empieza a notar inquietos, hasta con miedo, la verdad, a quienes hoy
dominan el mundo.
No
sólo a quienes lo hacen con la fuerza del dinero o del poder político.
También
a quienes lo dominan impregnándolo todo de un «espíritu» cuyo materialismo es
la negación misma de cualquier aliento espiritual:
Periodistas,
burócratas, eurócratas…
Tanto ellos como
quienes los siguen llevan años bañando y bañándonos en la gran delicuescencia
en la que el individualismo, el atomismo y su gregarismo hacen que se diluyan
los pueblos,
se
licúen los arraigos, se descompongan los ideales, se disuelvan las identidades
(¡hasta las sexuales!…)
al
tiempo que llega el último hombre, sonríe, hace un guiño y dice —decía Nietzsche—
que es feliz.
Felices
eran nuestras élites (dejémoslo en pseudoélites: esa gente no tiene otra
excelencia que la de la pasta)
y
felices siguen siendo aún…
Pero
la inquietud se adueña de ellas (y de sus seguidores) cuando ven el reguero de
pólvora que no logran detener mientras va extendiéndose cada vez más.
Está
claro, el renacer de los pueblos y lo que ello implica:
Arraigarse
en la historia, enfrentarse a la disolución de las identidades nacionales y
culturales;
combatir
asimismo las necedades de lo políticamente correcto,
sin
olvidar la fealdad del mundo (la de los monstruos urbanos, la de la naturaleza
degradada y la de un «arte contemporáneo» cuyas obras pretenden que lo feo es
bello)
Rebelarse, en
suma, contra la vulgaridad de un orden vil y gris que ignora lo grande y
desprecia lo noble:
Todo
ello lo tenemos ya ahí, pujando con fuerza por afirmarse, por triunfar.
Pero
la partida aún está lejos de haber sido ganada.
Nos
encontramos hoy mismo en una especie de terreno de nadie, en una de esas
encrucijadas en las que un mundo viejo ya no se sostiene, se tambalea, bastaría
casi con darle un empujón…,
pero
ningún mundo nuevo está ya ahí, presto a dárselo.
¿Un mundo nuevo?
Sí,
de eso exactamente se trata:
De
que se configure en el mundo todo un nuevo espíritu.
No
se trata sólo de cambiar determinadas (y nefastas) políticas.
Bienvenidos
sean los cambios de gobierno.
Pero
de lo que se trata no es de cambiar de gobierno.
Se
trata de cambiar de mundo, de acabar con ese orden caduco al que cabe calificar
con un término compuesto:
El
orden (el desorden, en realidad) liberal-libertario.
Dos
son, en efecto, sus componentes, como dos son los grandes frentes en los que se
despliega el combate.
Por
un lado, el frente liberal o, más exactamente, liberal-capitalista:
Ese
capitalismo liberal (o socialdemócrata, si se prefiere: tanto monta, monta
tanto…) que parecía haber alcanzado una especie de generalizado Reino de Jauja
durante las décadas de gran bonanza económica que siguieron al término de la II
Guerra Mundial.
Pero el Reino de
Jauja se acabó.
Sobre
todo desde que, allá por 2008, se inició la Crisis que estremeció los cimientos
del sistema financiero-bancario internacional, se ha venido abajo todo aquel
ensueño que, aumentando las migajas caídas de la mesa de los más opulentos,
hacía creer a sus receptores que también el ámbito económico era terreno en el
que plasmar el ideal igualitario que subyace en la concepción moderna del
mundo.
Derrumbados
aquellos señuelos, despertados de aquellos sueños, es entonces cuando se han
ido abriendo los ojos de los receptores de las migajas.
Sumidos
éstos, no en la pobreza, es cierto, pero sí en la precariedad, es lógico
que hayan acabado poniendo en la picota al Sistema:
A
ese neoliberalismo que ha dejado de ser, en cuanto a lo fundamental,
capitalismo industrial productor de bienes (lo que de él queda traslada sus
factorías a lejanos enclaves de trabajo casi esclavo) para pasar a ser mero
productor de viento —y de ganancias para sus emisores.
El
viejo capitalismo industrial se ha convertido en ese alucinado tinglado
especulativo-financiero por cuyos remolinos revolotean y se cruzan a diario, de
un extremo a otro del planeta, miles de millones de divisas, bonos y acciones
no sustentados en nada: ni en cosas ni en trabajo.
Pero la
pauperización de las clases populares a la que conducen la especulación y la
globalización no lo explica todo.
Queda
el otro ámbito, el otro frente: íntimamente ligado al económico, pero distinto
también.
Queda
el ámbito liberal-libertario.
Queda
el nihilismo que destila su nada por los poros de un cuerpo social concebido…
Como un
no-cuerpo, precisamente: como lo radicalmente opuesto a un todo orgánico.
Queda,
en una palabra, la concepción de lo que hoy llamamos «sociedad» (en otros
tiempos se la denominaba «polis») como la apelmazada, masiva suma de átomos tan
individuales como gregarios.
Y
queda todo lo que de ello se deriva.
Quedan
las mil disoluciones de un mundo en el que, sin entidad ni arraigo, todo
—recordábamos antes— se hace líquido, delicuescente:
Desde
la desintegración de la identidad sexual cuya expresión última es la ideología
denominada «de género», hasta la disolución mayor: la de la identidad colectiva de los hombres que por primera vez en la
historia se convierten en apátridas voluntarios.
Los
apátridas voluntarios
Queda
también lo que, a su vez, se deriva de ello.
¿Cómo
los apátridas para quienes da exactamente igual ser de Europa, África, Asia,
América o Arabia, no iban a dar la bienvenida (Welcome Refugees!) a las
muchedumbres de una invasión migratoria que las oligarquías atraen por obvias
razones económicas, y que, si no se corta, acabará con la identidad cultural de
Europa?
Carecer de
identidad significa no saber ni quién es uno ni quiénes somos todos.
Ocurre,
sin embargo, que «nadie —subraya José Javier Esparza— puede vivir sin saber
quién es, y menos pensando que es un miserable»:
Como miserable
es —pretenden los apátridas— el pasado de los pueblos otrora grandes y
poderosos que van hoy dándose compungidos golpes en el pecho, maldiciendo y
arrepintiéndose por sus glorias de ayer.
Nadie
puede vivir sin identidad —aún menos escupiendo sobre ella.
Cabe
intentarlo, es cierto —nuestros tiempos lo prueban—, pero a la larga no es
posible.
Y
como no lo es, empiezan ya a quebrarse las insustanciales pero férreas cadenas
con que los hombres —esos locos, esos desventurados— han intentado asirse a la
nada.
Mientras
empiezan a soltarse las cadenas, empieza también a cundir el miedo entre los
creadores y beneficiarios del asidero.
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