La
gobernadora María Eugenia Vidal será la cabeza de la campaña PRO de este año.
Por
James Neilson
Para
que Cambiemos haga una buena elección en octubre, Mauricio Macri tendrá que
convencer a la gente de que es una buena persona.
Es
así de sencillo. Lo demás importa poco.
Sólo
a una minoría reducida le interesan asuntos como la eventual coherencia del proyecto
económico del Gobierno, el que, los lamentos desgarradores de los fabricantes
locales no obstante, la Argentina siga siendo uno de los países más cerrados
del planeta y que por lo tanto convendría abrirla, el aumento notable del gasto
asistencial y así, largamente, por el estilo.
Al
difundirse la sospecha de que las abstracciones ideológicas no guardan relación
con la realidad, los políticos se suponen obligados a llamar la atención a sus
hipotéticas cualidades personales.
Puesto
que, merced a la influencia norteamericana, vivimos en una edad terapéutica,
los más exitosos ya no agregan a su nombre “conducción” cuando tratan de
impresionar al electorado…
Aluden
a su “sensibilidad”.
Según
los lexicógrafos de Oxford que hace poco hicieron de “post-verdad” la palabra
del año, el neologismo sirve para denotar “circunstancias
en las que los hechos objetivos tienen menor influencia en la formación de la
opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.
Como
buenos progres, los académicos oxfordianos pensaban en las campañas libradas
por los partidarios del Brexit y por Donald Trump, pero tales personajes no son
los únicos que anteponen lo subjetivo a lo objetivo por entender que, obrando
así, podrán superar a sus rivales.
Antes
bien, se trata de una tendencia universal, acaso porque en todos los países la
verdad incluye elementos tan alarmantes que para un político ambicioso asumirla
sería suicida.
Aquí, lo que más
cuenta es la presunta sensibilidad social de los dirigentes.
Si
logran hacer pensar que les duele muchísimo la miseria en que se han hundido
millones de compatriotas, podrán mitigar el impacto negativo que de otro modo
tendrían para los responsables de provocarlos fenómenos tan destructivos como
la inflación, la corrupción galopante y el desempleo.
Lo
entendieron muy bien los kirchneristas:
Para
desconcierto de sus adversarios, supieron hacer de su capacidad para sembrar
pobreza una carta de triunfo al imputar sus propios fracasos a la malicia ajena
y asegurarnos que eran amigos naturales de las víctimas de la mezquindad de
elites congénitamente neoliberales que disfrutaban haciendo sufrir a los
débiles.
A
pesar de las consecuencias concretas de lo que hicieron Néstor, Cristina y sus
cortesanos en los más de doce años que ganaron, para no hablar del
enriquecimiento obsceno de ciertos individuos estrechamente vinculados con el
poder, todavía no se ha roto por
completo el nexo emotivo que los relaciona con millones de habitantes del
conurbano y otros distritos paupérrimos que siguen siéndoles leales, además de
una franja con ciertas pretensiones intelectuales.
A
juzgar por los números, conforme a las pautas tradicionales, el gobierno de
Macri es más izquierdista que derechista.
Para
desazón de los economistas ortodoxos, privilegia lo social por encima de lo
empresarial.
Sin
embargo, sus esfuerzos en tal sentido no le han permitido liberarse de la
imagen de ser un “gobierno de los ricos”, uno dominado por CEOs despiadados,
sujetos con diplomas conseguidos en universidades anglosajonas, que subordina
absolutamente todo al bienestar de una fracción minúscula de la población.
Para muchas
agrupaciones opositoras, se trata del talón de Aquiles de Cambiemos, razón por la
que pasan por alto los hechos para insistir en acusar a Macri de querer
depauperar aún más a los humildes, de despreciar a los trabajadores comunes, de
continuar agrandando una “brecha social” que a todas luces ya es excesiva.
¿Qué
harían tales luchadores sociales para que la Argentina fuera un país más
equitativo?
No
tienen la más mínima idea.
Se
limitan a hablar de lo perverso que a su parecer es el “rumbo” actual sin
entrar en detalles acerca de las medidas que ellos mismos tomarían para
corregirlo.
Resolver
los problemas del país no figura entre sus prioridades…
Lo
que más quieren es continuar formando parte de la gran clase política nacional.
Felizmente
para Macri, se ve acompañado por dos señoras que, de acuerdo común, sí son
buenas personas:
María Eugenia
Vidal y Elisa Carrió.
El
valor político de la gobernadora Mariú depende menos de sus dotes
administrativas que de la confianza que depositan en ella millones de
bonaerenses.
La
creen honesta, valiente y, sobre todo, solidaria.
En
cuanto a Carrió, es toda una autoridad moral:
Su
única rival en este ámbito es Margarita Stolbizer, de ahí la voluntad de Sergio
Massa de mantenerla a su lado.
Es
su Lilita personal.
Si
no fuera por Vidal y Carrió, las perspectivas electorales frente a Cambiemos
sería sombrías.
Desde
el punto de vista de los fascinados por las presuntas diferencias ideológicas
que a su juicio deberían existir entre los movimientos en pugna, los dramas
políticos actuales sólo motivan fastidio.
Por
cierto, no les gustan para nada que los macristas, afirmándose pragmáticos, se
resistan a permitirse encasillar en el lugar que en su opinión les corresponde
en el esquema basado en la disposición de asientos en la Asamblea Nacional
durante la Revolución Francesa.
Para
indignación de quienes ven la realidad a través de un prisma ideólogo, Macri y
sus colaboradores se suponen más allá de preocupaciones tan arcaicas, ya que
han aprendido del peronismo que es más que suficiente encarnar un sentimiento
difuso e inasible.
Apuestan
a que una parte sustancial del país termine compartiendo el suyo por ser uno
más apropiado para los tiempos que corren que el reivindicado por quienes
sienten tanta nostalgia por las luchas de hace más de medio siglo que están
resueltos a impedir que el país las deje atrás.
Aunque
Macri quisiera seducir a representantes de “la cultura” que siguen tomando en
serio las interpretaciones ideológicas del melodrama nacional, ya sabrá que no
le será dado hacerlo.
El
tira y afloje entre los paladines de un futuro incierto y los comprometidos con
un pasado deprimente, colmado de frustraciones, es el tema principal de la
política actual.
Si
bien a esta altura sería difícil negar que el “modelo” peronista o populista
haya fracasado de manera calamitosa, duró tantas décadas que buena parte de la
clase política nacional se formó en sus entrañas.
Con
todo, si bien parecería que el grueso de la ciudadanía ha llegado a la
conclusión de que sería peor que inútil probar suerte una vez más con otra
variante corporativista del tipo propuesto por los jefes sindicalistas
vitalicios y algunos legisladores peronistas fogosos, muchos tienen motivos de
sobra para desconfiar de su propia capacidad para prosperar en el marco de un
“modelo” que en teoría sería decididamente más promisorio.
Luego de
pensarlo, prefieren aferrarse a lo conocido a abandonarlo con la esperanza de
encontrar algo mejor.
Las
circunstancias internacionales no ayudan a los macristas.
En
el mundo desarrollado abundan pensadores y propagandistas muy influyentes que
se especializan en denunciar lo terrible que es lo que llaman neoliberalismo,
pero cuando el electorado da a sus seguidores una oportunidad para sustituirlo
por algo presuntamente más humanitario, estos se las arreglan para provocar
desastres todavía más penosos, razón por la que en algunos países europeos el
socialismo democrático está en vías de extinción.
Si
bien el sentimiento macrista, que tiene mucho en común con el socialdemócrata,
es claramente más “moderno” que el peronista, de implementarse los cambios
previstos por los estrategas gubernamentales, ellos podrían resultar ser casi
tan anacrónicos como los propuestos por sus contrincantes.
El
ingeniero Macri y quienes comparten su ideario sueñan con un país en que, la
educación mediante, todos estén en condiciones de conseguir empleos “de
calidad” que les permitan aportar al bienestar del conjunto.
En
1980, digamos, tal planteo pudo considerarse realista, pero, por desgracia, hoy
en día dista de serlo.
Uno
de los problemas más acuciantes del mundo actual consiste precisamente en la
desaparición de empleos adecuadamente remunerados para quienes carecen de
calificaciones o aptitudes excepcionales, o sea, a hombres y mujeres como
muchos estatales de provincias feudales y los seis millones que, según el
ministro de Trabajo Jorge Triaca, están en negro o desocupados.
Lo
mismo que en los demás países, aquí los gobiernos se ven constreñidos a elegir
entre una economía apta para la población que efectivamente existe por un lado
y, por el otro, una que a buen seguro sería mucho más eficiente pero que
dejaría marginados a quienes no logren adaptarse.
Así
las cosas, la modernidad macrista ya parece un tanto anticuada.
En
buena lógica, los integrantes de la clase política nacional deberían tratar de
preparar el país para enfrentar los desafíos que los años venideros le tienen
reservado, pero muchos entienden que les convendría más hablar como si muy poco
hubiera cambiado desde mediados del siglo pasado.
Sucede
que no sólo en la Argentina sino también en Estados Unidos y Europa, es tan
fuerte la nostalgia por épocas ya idas en las que parecía legítimo dar por descontado
que el futuro sería mejor que el presente, que quienes se proponen restaurarlas
suelen correr con ventaja.
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