Alain
de Benoist
Fuente:
El Manifiesto.com
La política no
tiene que ser dirigida por la moral, pues tiene la suya su propia, la cual
exige que la acción pública esté encaminada al bien común.
No
está encaminada al amor de todos los hombres, sino al destino de la comunidad.
Desde
su elección, Emmanuel Macron ha hecho de la “moralización de la vida política”
su caballo de batalla.
A
raíz de ello, Richard Ferrand y la pareja François Bayrou y Marielle de Sanez
se han visto obligados a abandonar el gobierno.
¿Qué
piensa de ello?
Francamente,
no pienso absolutamente nada.
Las
historias de empleos ficticios, de cuentas en Suiza, de agregados
parlamentarios, de mutualidades bretonas y todo lo que quiera sólo están ahí
para distraer al personal.
Para distraer,
en el sentido que Pascal le daba al término, a una opinión pública que desde
hace ya tiempo no está en condiciones de distinguir lo histórico de lo
anecdótico.
Su
único efecto positivo es desacreditar todavía un poco más a una clase política
que ha hecho todo lo posible para estar desacreditada, pero por otros motivos.
Además,
llevan a creer que la vida política debe desarrollarse bajo la mirada de los
jueces, al mismo tiempo que generalizan la era de la sospecha en nombre de un
ideal de “transparencia” propiamente totalitario.
Y
el movimiento se acelera:
Pronto
se les reprochará a los ministros que les hayan regalado caramelos y que se
hayan olvidado de declarar, en su declaración patrimonial, su colección de
moldes para gofres.
En
cuanto a las leyes destinadas a “moralizar la vida pública”, seguirán siendo
poco más o menos tan eficaces como las que pretenden moralizar la vida
financiera.
Desde
el escándalo de Panamá (1892) —por remontarnos lo más lejos posible—, los
“escándalos” siempre han salpicado la vida política.
Para
ponerle coto, se legisla ruidosamente, pero en el vacío.
En
casi treinta años se han aprobado con tal fin no menos de diez leyes distintas:
Ninguna
ha impedido que se produjeran nuevos “escándalos”.
Lo
mismo sucederá con la ley que prepara ahora el gobierno.
¿Sería
más inmoral recibir trajes bajo mano (François Fillon) que atacar a Libia
(Nicolas Sarkozy), con sus bien sabidos resultados políticos?
No,
por supuesto.
Pero
con el ejemplo que acaba de evocar, está abordando indirectamente la verdadera
cuestión que importa plantearse:
La de las
relaciones entre la política y la moral.
Todo el mundo
preferiría, desde luego, ser gobernado por dirigentes íntegros que por
corruptos.
Pero
la política no es un concurso de virtud.
Es
preferible un franco granuja o incluso un siniestro crápula que hagan una buena
política (han abundado en la Historia) a un buen hombre lleno de indudables
cualidades morales que aplique una mala política (también han abundado), el
cual desacredita, al mismo tiempo, hasta sus propias buenas cualidades.
La
política persigue alcanzar objetivos políticos, no objetivos morales.
Lo
que le faltó a Luis XVI fue ser también Lenin y Talleyrand.
¡Los santos o
los ascetas raras veces son maquiavélicos!
Lo
cierto es que las cualidades políticas y las morales no son de igual
naturaleza.
No
pertenecen a la misma categoría.
La
política no tiene que ser dirigida por la moral, pues tiene la suya propia, la
cual exige que la acción pública esté encaminada al bien común.
No
está encaminada al amor de todos los hombres, o al amor del hombre en sí, sino que se preocupa ante todo del
destino de la comunidad a la que se pertenece.
A
quienes piensan que han agotado el tema después de haber proclamado que “todos
los hombres son hermanos”, se les tiene que recordar que la primera historia de
hermanos es la del asesinato de Abel por Caín.
La
política moral, emocional y lacrimosa, la política de los buenos sentimientos
es, en realidad, la peor de todas las políticas.
La política
consistente en multiplicar las injerencias “humanitarias” en nombre de los
derechos humanos conduce regularmente a todo tipo de desastres, como se puede
constatar actualmente en Oriente Medio.
La
política que nos impone acoger con “generosidad” a todos los migrantes del
planeta confunde simplemente moral pública y privada.
También
es igual de invertebrada la política consistente en perorar sobre los “valores”
para ignorar mejor los principios.
Lo
políticamente correcto pertenece igualmente al ámbito del apremio moral, por no
hablar de la “lucha-contra-todas-las-discriminaciones”.
Esta
política moral adquiere desgraciadamente cada vez mayor amplitud en una época
en la que el “bien” y el “mal”, tal como los define la ideología dominante,
tienden a sustituir lo verdadero y lo falso.
En
este campo, al igual que en otros, lo político tiene que recuperar sus
derechos.
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