Por Antonio
Caponnetto
Los grandes
medios dieron a conocer en el último día de octubre una Epístola de Julio De
Vido, a quien su proverbial colombofilia se le transformó en una tragicómica
paradoja:
La de acabar como vulgar pajarraco
tras las rejas de una jaula cualquiera.
La misiva
tiene alpiste, si se nos permite el tropo;
Y está
titulada “La mano en el fuego”, no tanto como mención al elemento fundante de
El Oscuro de Efeso sino a la deslealtad de La Potranca de Tolosa.
Quedará para
expertos de toda índole comentar los párrafos de la magna esquela devidiana.
Principalmente
aquellos en los que el autor sostiene el carácter injusto de su prisión.
Aserto que
estamos prontos a suscribir, pues no es
la celda sino el paredón el destino más equitativo para sujetos de esta
laya…
Y mucho más
aún, para sus mandantes y mandante, la cual, si
tuvieran un gramo de honor, debería presentarse voluntariamente arrestada ante
el Servicio Penitenciario, aduciendo que la elemental regla de la decencia y de
la responsabilidad consiste en hacerse cargo los superiores de las que juzgan
indebidas afrentas para sus subordinados.
Lo que se
deduce en cambio es que, o no hay agravio en la captura del dependiente, o no hay honor en la jefa.
O esto es un
sálvese quien pueda, mientras podamos.
Quedará
también para los juristas de nota analizar las quejumbrosas victimizaciones que
dice padecer el palomo, como la del circo mediático judicial montado a su
alrededor, o la de ir a parar a oscura bartolina sin condena previa.
“Pregúntenmelo a mí”, dice Julius.
Y se lo
preguntamos nomás…
Pero no en
referencia a su destino de hampón sino
al de los centenares y centenares de militares cautivos, a quienes –siendo
él poder político- no se les ahorró circo, arbitrariedad, desafuero, crueldad
refinada, ilegalidad manifiesta y, al fin, la desolada muerte.
Más no nos
ocuparíamos de estas endechas julias en pleno octubre, si las mismas no
incursionaran en altas esferas humanísticas, que nos obligan a meditar sobre la
inequidad de mantener recluso a un letrado de valía tan empinada.
Dice Julio
principiando la misiva, que “la mano en el fuego es un viejo refrán, tan
antiguo como la Edad Media, propio del Tribunal de la Inquisición”.
Y sus afanes
republicanos acrecen a medida que constata que su ayer nomás empleadora no está
dispuesta a asumirlo como propio en defensa de su impoluta gestión.
Lamentamos decirle al Docto del
Pabellón 3 que
aquella frase hizo célebre la valentía y la heroica resistencia de Mucio Escévola,
joven patricio del siglo VI A.C, que desafiando las amenazas de torturas
indecibles ordenadas por el tirano Porsenna, ya caídos del trono los Tarquinos,
colocó voluntariamente su mano diestra en el brasero de sacrificio, hasta
mutilársela, sin proferir gemido alguno…
Jurando que
esa misma capacidad sufriente y oblativa la tendrían todos los soldados romanos
enfrentados a la abyección.
Precisamente
en nombre de todos ellos ponía él su mano en la devoradora fogata.
Lo cuenta
Tito Livio en las Décadas (II, 11), y Dionisio de Halicarnaso en Antigüedades
Romanas (V, 35)
Para que el mundo sepa
que no es lo mismo quedar manco como el príncipe Mucio que cual moto nauta Scioli.
No es lo mismo ser
inmortalizado por la paleta de Romanelli, en el Palacio del Louvre, que por una
selfie en La Ñata.
Agrega el
avechucho – superando ya toda gala de sapiencia y maestría- que “en realidad yo
no conozco a nadie, y usted lector seguramente tampoco, que ponga las manos en
el fuego y no se queme; créame que Antonio Torquemada (el máximo impulsor de la
Inquisición) tampoco”. Lamentamos decirle que el insigne fraile dominico
Torquemada –quien vivió virtuosamente y murió en olor de santidad- no se
llamaba Antonio sino Tomás, y que si bien no tiene el mérito de haber sido el
máximo impulsor del Tribunal de la Santa Inquisición, fue sí uno de sus personajes
más gloriosos y honorables.
Uno de esos
claros varones de Castilla, de los que habló Hernando del Pulgar.
“El
relámpago de España y el honor de su Orden”, según lo ha bien descripto el
cronista Sebastián de Olmedo.
De Vido –dado a sisar y a coimear en el presente
antes que a la investigación serena del pasado- debe creer que la Inquisición
era el Sindicato de los Matones, con D´Elía y Moreno como “máximos impulsores”;
y que, por lo tanto, no hay mayor ofensa que traer a colación a los
inquisidores en toda comparanza de maldades.
Destino
ornitológico el suyo, pero de sula bassanus, popularmente conocido como pájaro
bobo, de la familia de los spheniscidae o pingüinos, con quienes tan
cercanamente convivió, birló y ultrajó a la patria.
La hora de
la corneja siniestra le ha llegado.
Pero su saga
no es la del Cid, sino la del Penado
14, aquel que “murió haciendo señas y nadie lo entendió”.
Casi al
final de la carta, Julio el Torcaz se sensibiliza, como ante los difuntos del
Once, y legítimamente resentido frente a la felonía de Cristina, que le negó la
metáfora –según él inquisitorial- de la mano en el fuego, ensaya algunos
alejandrinos con ripio:
“la
confianza se da o se quita, se gana y se pierde, la cosa es de a dos como en el
amor […];
nada se quema,
sólo desilusiona y a veces mucho”.
Sí; Julio. Tenía razón Marechal: “con el número dos nace la pena”.
En este caso
la pena de prisión por estafador, mafioso, corrupto y desfalcador de las arcas
nacionales.
Habiendo
pasado por el rigor de los medievalistas y la estética de los vates, De Vido
–acostumbrado a no arredrarse ante las cuestiones de peso– incursiona en la
exégesis evangélica.
“La gente no
come vidrio, la historia nos dirá qué pasó […]
Como
siempre, el tiempo nos lo dirá: Eco Homo, dijo Pilatos hace XXI siglos, pero
pocos se acuerdan de él y todos recordamos y algunos adoramos al que nos redimió”.
Vea Julio.
Si usted se
quiere comparar externamente con el Ecce Homo, avise.
No sabe las ganas que
tenemos muchos de azotarlo y flagelarlo, en compañía de su troupe.
Pero si la
comparanza apunta más alto, esto ya se llama blasfemia y sacrilegio, y tiene un
castigo que no sólo desilusiona sino que quema.
Y para
siempre.
Tampoco es
cierto que pocos se acuerden de Pilatos.
Ustedes, por
lo pronto, los políticos del Régimen, se acuerdan de él en cada elección y
practican su método infalible de la voluntad popular.
En cuanto
“al que nos redimió”, no debería usted contarse entre los que lo adoran, pues
el Redentor enseñó que no se lo puede
servir a Él y a la par a Mamón.
Mamón,
aclarémoselo, no es un dirigente del gremio de los cerveceros, sino el patrono
de la cajas fuertes ante las cuales entraba en éxtasis su paladín sin par: Néstor 1050 Kirchner.
Después de
los registrados sinsabores, la misiva, por suerte, finaliza del mejor modo.
“Si quieren saber dónde estoy, estoy
dónde estuve siempre, al lado de Néstor Carlos Kirchner, quien continuó y
profundizó la obra de Juan Perón”.
Es una tranquilidad,
decimos, saber en dónde está.
Porque la
verdad es que lo íbamos a mandar a la mierda.
Pero vemos
que el hombre ya llegó…
Ya llegó…
http://elquijotesiglo21.blogspot.mx
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