Anoche
le contaba a la Nina un cuento infantil muy famoso, el Hansel y Gretel de los
hermanos Grimm.
En
el momento más tenebroso de la aventura los niños descubren que unos pájaros se
han comido las estratégicas bolitas de pan, un sistema muy simple que los
hermanitos habían ideado para regresar a casa.
Hansel
y Gretel se descubren solos en el bosque, perdidos, y comienza a anochecer.
Mi
hija me dice, justo en ese punto de clímax narrativo:
"No
importa. Que lo llamen al papá por el móvil".
Yo
entonces pensé, por primera vez, que mi hija no tiene una noción de la vida
ajena a la telefonía inalámbrica.
Y
al mismo tiempo descubrí qué espantosa resultaría la literatura —toda ella, en
general— si el teléfono móvil hubiera existido siempre, como cree mi hija de
cuatro años.
Cuántos
clásicos habrían perdido su nudo dramático, cuántas tramas hubieran muerto
antes de nacer, y sobre todo qué fácil se habrían solucionado los intríngulis
más célebres de las grandes historias de ficción.
Piense
el lector, ahora mismo, en una historia clásica, en cualquiera que se le
ocurra.
Desde
la Odisea hasta Pinocho, pasando por El viejo y el mar, Macbeth, El hombre de
la esquina rosada o La familia de Pascual Duarte.
No
importa si el argumento es elevado o popular, no importa la época ni la
geografía.
Piense
el lector, ahora mismo, en una historia clásica que conozca al dedillo, con
introducción, con nudo y con desenlace.
¿Ya
está?
Muy
bien.
Ahora
ponga un teléfono móvil en el bolsillo del protagonista.
No
un viejo aparato negro empotrado en una pared, sino un teléfono como los que
existen hoy:
Con
cobertura, con conexión a correo electrónico y chat, con saldo para enviar
mensajes de texto y con la posibilidad de realizar llamadas internacionales con
4G.
¿Qué
pasa con la historia elegida?
¿Funciona
la trama como una seda, ahora que los personajes pueden llamarse desde
cualquier sitio, ahora que tienen la opción de chatear, generar
videoconferencias y enviarse mensajes de texto?
¿Verdad
que no funciona un carajo?
La
Nina, sin darse cuenta, me abrió anoche la puerta a una teoría espeluznante:
La
telefonía inalámbrica va a hacer añicos las nuevas historias que narremos, las
convertirá en anécdotas tecnológicas de calidad menor.
Con
un teléfono en las manos, por ejemplo, Penélope ya no espera con incertidumbre
a que el guerrero Ulises regrese del combate.
Con
un móvil en la canasta, Caperucita alerta a la abuela a tiempo y la llegada del
leñador no es necesaria.
Con
telefonito, el Coronel sí tiene quién le escriba algún mensaje, aunque fuese
spam.
Y
Tom Sawyer no se pierde en el Mississippi, gracias al servicio de localización
de personas de Telefónica.
Y
el chanchito de la casa de madera le avisa a su hermano que el lobo está yendo
para allí.
Y
Gepetto recibe una alerta de la escuela, avisando que Pinocho no llegó por la
mañana.
Un
enorme porcentaje de las historias escritas (o cantadas, o representadas) en
los veinte siglos que anteceden al actual, han tenido como principal fuente de
conflicto la distancia, el desencuentro y la incomunicación.
Han
podido existir gracias a la ausencia de telefonía móvil.
Ninguna
historia de amor, por ejemplo, habría sido trágica o complicada, si los amantes
esquivos hubieran tenido un teléfono en el bolsillo de la camisa.
La
historia romántica por excelencia (Romeo y Julieta, de Shakespeare) basa toda
su tensión dramática final en una incomunicación fortuita: la amante finge un
suicidio, el enamorado la cree muerta y se mata, y entonces ella, al despertar,
se suicida de verdad.
Si
Julieta hubiese tenido teléfono móvil, le habría escrito un mensajito de texto
a Romeo en el capítulo seis:
Me
HaGO LA MUERTA,
PERO
NO STOY MUERTA.
NO
Te PReoCUPES NI
HaGAS
IDIOTeCES. BSO.
Y
todo el grandísimo problemón dramático de los capítulos siguientes se habría
evaporado.
Las
últimas cuarenta páginas de la obra no tendrían gollete, no se hubieran escrito
nunca, si en la Verona del siglo catorce hubiera existido la promoción “Banda
ancha móvil” de Movistar.
Muchas
obras importantes, además, habrían tenido que cambiar su nombre por otros más
adecuados.
La
tecnología, por ejemplo, habría desterrado por completo la soledad en Aracataca
y entonces la novela de García Márquez se llamaría Cien años sin conexión:
Narraría
las aventuras de una familia en donde todos tienen el mismo nick (buendia23,
a.buendia, aureliano_goodmornig) pero a nadie le funciona el messenger.
La
famosa novela de James M. Cain —El
cartero llama dos veces— escrita en 1934 y llevada más tarde al cine, se
llamaría:
El
gmail me duplica los correos entrantes y versaría sobre un marido cornudo que
descubre (leyendo el historial de chat de su esposa) el romance de la joven
adúltera con un forastero de mal vivir.
Samuel
Beckett habría tenido que cambiar el nombre de su famosa tragicomedia en dos
actos por un título más acorde a los avances técnicos.
Por
ejemplo, Godot tiene el teléfono apagado o está fuera del área de cobertura, la
historia de dos hombres que esperan, en un páramo, la llegada de un tercero que
no aparece nunca o que se quedó sin saldo.
En
la obra El retrato de Dorian Grey,
Oscar Wilde contaría la historia de un joven que se mantiene siempre lozano y
sin arrugas, en virtud a un pacto con Adobe Photoshop, mientras que en la
carpeta Images de su teléfono una foto de su rostro se pixela sin remedio,
paulatinamente, hasta perder definición.
La
bruja del clásico Blancanieves no consultaría todas las noches al espejo sobre
“quién es la mujer más bella del mundo”, porque el coste por llamada del
oráculo sería de 1,90€ la conexión y 0,60€ el minuto; se contentaría con
preguntarlo una o dos veces al mes.
Y
al final se cansaría.
También
nosotros nos cansaríamos, nos aburriríamos, con estas historias de solución
automática.
Todas
las intrigas, los secretos y los destiempos de la literatura (los grandes
obstáculos que siempre generaron las grandes tramas) fracasarían en la era de
la telefonía móvil y del wifi.
Todo
ese maravilloso cine romántico en el que, al final, el muchacho corre como loco
por la ciudad, a contra reloj, porque su amada está a punto de tomar un avión,
se soluciona hoy con un SMS de cuatro líneas.
Ya
no hay ese apuro cursi, ese remordimiento, aquella explicación que nunca llega;
no
hay que detener a los aviones ni cruzar los mares.
No
hay que dejar bolitas de pan en el bosque para recordar el camino de regreso a
casa.
La
telefonía inalámbrica —vino a decirme
anoche la Nina, sin querer— nos
va a entorpecer las historias que contemos de ahora en adelante.
Las
hará más tristes, menos sosegadas, mucho más predecibles.
Y
me pregunto, ¿no estará acaso ocurriendo lo mismo con la vida real, no
estaremos privándonos de aventuras novelescas por culpa de la conexión
permanente?
¿Alguno
de nosotros, alguna vez, correrá desesperado al aeropuerto para decirle a la
mujer que ama que no suba a ese avión, que la vida es aquí y ahora?
No.
Le enviaremos un mensaje de texto lastimoso, un mensaje breve desde el sofá.
Cuatro
líneas con mayúsculas.
Quizá
le haremos una llamada perdida, y cruzaremos los dedos para que ella, la mujer
amada, no tenga su telefonito en modo vibrador.
¿Para
qué hacer el esfuerzo de vivir al borde de la aventura, si algo siempre nos va
a interrumpir la incertidumbre?
Una
llamada a tiempo, un mensaje binario, una alarma.
Nuestro cielo ya
está infectado de señales y secretos:
Cuidado
que el duque está yendo allí para matarte, ojo que la manzana está envenenada,
no vuelvo esta noche a casa porque he bebido,
si
le das un beso a la muchacha se despierta y te ama.
Papá,
ven a buscarnos que unos pájaros se han comido las migas de pan.
Nuestras
tramas están perdiendo el brillo —las escritas, las vividas, incluso las
imaginadas—porque
nos hemos convertido en héroes perezosos
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