Por
Ariel Corbat
En
Abril del 2015 la radiografía de la cultura institucional realizada por
Poliarquía Consultores e IDEA Internacional (Institute for Democracy and
Electoral Assistance), daba la pauta del principal problema de la Argentina al señalar que el 79% de los habitantes
percibía que la mayor parte del tiempo se vive fuera de la ley.
Potenciado
ese estado de salvajismo por la preocupante discordia que implicaba el 73% de
los consultados asegurando que:
No hay consenso
social en distinguir aquello que está bien de lo que está mal.
No
me consta que esa encuesta se haya actualizado al presente, pero difícilmente
los datos hayan variado mucho en el tiempo transcurrido desde entonces a hoy.
Así lo ratifica la
sola imagen del Deshonorable Aguantadero de la Nación, antiguamente
conocido como Senado de la República Argentina, en cuyas opacas bancas
encuentran asilo para evitar ir a la prisión dos ex presidentes de la Nación,
Carlos Ménem y Cristina Fernández de Kirchner.
Por
no mencionar el caso de otro, Adolfo Rodríguez Saa, que siendo Presidente
suspendió irresponsablemente el pago de la deuda externa y con la misma
irresponsabilidad se desentendió del desmadre huyendo igual que rata por
tirante.
Si
el régimen kirchnerista logró retrotraer la Argentina a discusiones
preconstitucionales, el gobierno de CAMBIEMOS -eligiendo la kontinuidad
cultural- eludió dar la batalla en la centralidad del problema argentino.
A
tal punto que alrededor del procesamiento de CFK se hace evidente que nuestra
sociedad sigue sin tener siquiera un consenso básico para diferenciar el bien
del mal. Muchos, de aquel 54% que llegó ostentar en las urnas el kirchnerismo,
siguen creyendo que robar está bien y lo justifican.
Y
esto no significa que en el restante 46% todos sean devotos de la honestidad.
El
conjunto de nuestros senadores, personajes
sin brillo ni convicciones republicanas, es representativo de la casta
política antes que de las provincias a las que deberían representar.
Ese Senado de
pobres argumentaciones y fuertes intereses, por la sola inercia de la
institución sobre la mediocridad de sus miembros, volverá a tener en sus manos
la posibilidad de enmendar su larga complicidad con la impunidad.
Veremos
entonces, a falta de otra encuesta sobre el consenso social, si al tratar el
nuevo pedido de desafuero de Fernández hay consenso entre los senadores para
distinguir aquello que está bien de lo que está mal; o si todo seguirá siendo
lo mismo.
En
relación a la seguridad vengo sosteniendo que el principal problema en
Argentina no es el narcotráfico ni la corrupción, sino aquello que favorece
esas y otras actividades criminales: demasiada gente que no desea vivir bajo la
irrestricta supremacía de la Constitución Nacional.
No
solamente es el principal problema de la seguridad, es “el problema de la Argentina”.
Cualquier país habitado por personas sin conciencia
cívica se expone a oscilar entre la demagogia, la anarquía y la dictadura.
Argentina, con su
larga decadencia es prueba de ello.
Cuando
se pierde la racionalidad de pensar al país desde su Constitución Nacional
hasta la misma idea de Patria se vuelve difusa, e incluso peligrosa,
susceptible de ser desvirtuada como intentó el régimen durante su década
infame.
Y no puede haber
patriotismo ni racionalidad constitucional cuando los senadores consienten que
sus bancas se deshonren, poniendo a políticos corruptos en situaciones de
privilegio por encima de la división de poderes y del más elemental sentido de
la honestidad.
Hace
años que Argentina discute sus problemas sin resolverlos y agravándolos para
pasarlos de generación en generación.
Lo
triste, es que obra el país como esas personas que buscan sus anteojos cuando
los tienen en la mano.
La
Argentina comenzó a soñarse cuando Don Vicente López y Planes escribió el “Oíd
mortales”, fue pensada con la Constitución de 1853 y se puso en práctica con la
Generación del 80:
Evitemos
buscar soluciones desde la alquimia mágica porque la Constitución Nacional la
tenemos en la mano.
Entonces
dejémonos de joder con las interpretaciones retorcidas de las cláusulas
constitucionales, fruto del
garantismo mal entendido que venimos padeciendo por influencia de Zaffaroni y
compañía, la ley debe ser interpretada para proteger la honestidad
pública, porque en definitiva es la vida del honesto habitante la que hay que
garantizar y no el medio de vida ilícito del delincuente; por muy presidente
que haya sido.
Justificar la
corrupción política, decanta siempre e inevitablemente en inseguridad pública.
Hay
que ser ideológicamente un parásito para frente al delincuente que se lleva el
fruto del esfuerzo ajeno o sencillamente la propiedad ajena, imponer que la
única reacción que deja la interpretación de la ley sea la resignación.
Cuando
un político corrupto se sale con la suya, también ampara a delincuentes
lúmpenes que, lejos de robar millones a sola firma y sonreír impunes en afiches
electorales, no vacilan en matar por lo mínimo.
De
allí que sea para celebrar que un juicio por jurados le haya devuelto algo de
sentido común a la interpretación de la legítima defensa.
La
igualdad ante la ley no es matemática, es igualdad en igualdad de
circunstancias, y entre el delincuente que perpetra un acto delictivo y el
honesto que reacciona no hay ni puede haber igualdad de circunstancias.
El
víctimario sigue siendo victimario y la víctima sigue siendo víctima, incluso
cuando mate al victimario.
El
mismo sentido común, aplica para el caso de las inmunidades legislativas…
No las pusieron
ahí los constituyentes como un absoluto para que políticos corruptos queden
impunes, sino confiando en la honorabilidad de cada Cámara. .
Esa
cámara que, debiendo ser Alta (en todo el sentido de la expresión) elige -por
no distinguir el bien del mal- el
rastrero desatino de ser el Deshonorable Aguntadero de la Nación...
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