La
vida es un acto de fe...
A
pesar que mucha gente lo niega, todos los hombres creen.
La
primera creencia es en la realidad, la propia y la que nos circunda.
Todos
creemos en nuestra realidad, que somos de verdad y no una imagen en el
pensamiento de otro, ni una virtualidad ni una idealidad.
Es
la consistencia de la que hablaban los griegos.
También
creemos en la realidad de la gente y las cosas que nos rodean.
Sin
esa fe, estaríamos alienados, enloqueceríamos.
No
entender la realidad, imaginarse virtualmente en otras circunstancias es muchas
veces la causa de enfermedades mentales.
No
estamos viviendo un sueño, no pasan las imágenes delante de nosotros como en el
mito de la caverna, sino que son, tienen existencia.
Creemos
también, cuando actuamos y tomamos decisiones; cuando decido tomar un vehículo
para trasladarme, estoy creyendo que el vehículo en realidad pasará por donde
lo espero, me llevará donde quiero ir, y estará allí el lugar que espero
encontrar.
Creemos
que pasará, ya que no tenemos ninguna certeza intelectual previa que así será.
Ortega
decía, vivo en la creencia de mi barrio, de mi calle, porque no se me ocurre
pensar de ninguna manera, que abra la puerta a la mañana y que la calle no esté
ahí.
Tengo
fe, creo ciertamente que así será.
Las
relaciones humanas también son un acto de fe.
Si
convengo encontrarme con alguien, estudiar con un compañero, asistir a un
evento con un amigo, estoy creyendo que en realidad asistirá, nos
encontraremos, estudiaremos o iremos al evento.
No
tengo certeza previa que ello suceda, pero confío en que se realizará, que el
encuentro se celebrará y estaremos juntos.
No
podría vivirse de otra manera; no sin un acto de fe permanente, en cada
instante y en cada decisión, que efectivamente se cumplirá lo que proyectamos,
acordamos o convenimos.
Que
podemos decir de los sentimientos.
Es
imposible intelectualizar, medir o cotejar los mismos.
No
hay forma de racionalizarlos.
El
sentimiento, cualquier sentimiento dirigido a los demás, es un profundo acto de fe, es una creencia que surge en nuestro
interior, se externaliza y se dirige hacia la persona, el grupo o el objeto
sentido.
No
tiene razón.
Es
una emoción que se pone en acto, que deriva en una conducta, en un
comportamiento referido al otro, del cual no tenemos ninguna medida, ninguna
constancia que lo recibirá, lo aceptará, o lo compartirá con nosotros.
Es nuestra
creencia interior impulsada hacia la persona o hacia el objeto que determina
que la reciba y la responda.
Está
determinada por la fe.
El mayor de
nuestros sentimientos es el Amor, el que nos sentimos a nosotros, y el
que damos y esperamos recibir de los demás.
Pero
¿cómo explico el amor?
Acaso
¿entrego mi amor, con la seguridad racional que está bien orientado, que será
recibido y devuelto en la misma forma por la persona amada?
Acaso
¿tengo certeza que me ama y que seguramente lo recibirá, o pongo mi confianza
en que ello sucederá y espero que se cumpla?
Me
acuesto por las noches, confiando en que habrá otro mañana, que saldrá el sol,
que las cosas estarán allí, y yo con ellas.
Planeo
mi vida, confiando en que el futuro será tal cual lo ideé y proyecté.
Estudio
para recibirme y trabajar de aquello que me gusta porque es mi vocación.
Comparto
mi vida con una pareja, para vivirla juntos, tener hijos y proyectarme al
futuro en ellos.
Más
no tengo ninguna seguridad, sólo es un acto de fe, confío en que será así y que
mis deseos se cumplirán.
La
fe es un don, dado a todos los hombres por igual, para que en uso de su
libertad la acepten o la rechacen.
La
fe se nutre de la bondad y del amor.
Entonces
¿por
qué no creer en Dios?
Elías
D. Galati
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