Javier
R. Portella
Llevo
tiempo sin decir esta boca es mía respecto a las aventuras y desventuras de ese
país nuestro.
Exactamente
desde la debacle electoral de Vox el 28 de abril.
Debacle
relativa, es cierto, si se tiene en cuenta que se trataba de un partido que
irrumpía por primera vez en el juego parlamentario; pero debacle considerable
(la del 26 de mayo aún sería peor) si se consideran las expectativas y las
ilusiones que todos, yo el primero, nos habíamos forjado.
Es
hora, pues, de abrir la boca y exclamar, recordando al Ortega desengañado de la
República a cuyo parto había contribuido:
¡No es esto! No
es esto!
Lo
que “no es” no son los resultados electorales.
Perder
total o parcialmente una batalla son gajes del oficio, cosas que pasan.
Como
yo mismo decía el 29 de abril, de lo que aquí se trata es de un combate a largo
plazo, de toda una Reconquista (reconquista de nuestro ser español y
reconquista de nuestro ser espiritual, por más que sólo en El Manifiesto —cuyo
subtítulo es contra la muerte del espíritu y de la tierra— se utilice un
término hoy tan extraño).
Al
igual que la Reconquista de hace siglos, la nuestra sólo se ganará un día al
cabo de múltiples batallas: algunas perdidas y otras (esperemos que sean las
más) ganadas.
El problema no
es éste.
El
problema no son las elecciones y sus resultados.
El
problema es lo que desde entonces se está haciendo.
Y
lo que está haciendo Vox es lo que haría y hace cualquier partido al uso:
La
politiquería llevada a su más alta, aburrida, insoportable expresión.
La politiquería
hecha de constantes componendas, inacabables cabildeos, inagotables tejemanejes
en medio de un interminable marear la perdiz para…
¿Para
qué?
¿Para
que los veletas lacayos de Macron se dignen hacerse una foto con ellos?
¿Para
qué se modifiquen algunas comas o se cambie algún que otro adjetivo del
programa elaborado por PP y C’s, y se diga —insisto:
Se
diga— que en lugar de combatir, por ejemplo, la violencia machista se luchará
contra la violencia intra doméstica?
¡Por
favor!
Qué
más da.
No
son fotos, no son palabras de más o de menos las que van a conseguir cambiar
nada.
Y
no lo van a conseguir porque nada se puede cambiar cuando sólo se tiene un
puñadito de diputados y, sobre todo, cuando, detrás, se tiene una fuerza social
netamente minoritaria en un país al que cuarenta años de liberalismo y de
progresismo (ora de derechas, ora de izquierdas) han conseguido manifiestamente comerle el tarro.
Quizás
la participación de Vox en lo que se llama “la política institucional” pueda
alguna vez limitar tal o cual desmán por aquí, conseguir tal o cual reformita
por allá.
¡Bienvenidas
sean la limitación del desmán y la reformita lograda!
Pero
que nadie se haga ilusiones.
Nada
de ello acabará con los grandes pilares de la política liberal-progresista
seguida, con las variantes de rigor, por la totalidad de las fuerzas políticas.
La
invasión migratoria seguirá siendo un pilar inamovible de la política
demográfica y laboral;
el
nihilismo de la ideología de género seguirá siendo sustentado por escuelas,
universidades, medios de comunicación, leyes, jueces y trabajadores sociales;
nuestra memoria histórica seguirá estando igual de falseada;
nadie
pondrá lo más mínimo en cuestión el Estado de las heterónomas autonomías;
nadie
combatirá el agobiante expolio fiscal (¿con qué dineros, si no, medrarían?);
nadie
defenderá tampoco una justicia social que combata esa pobreza a la que en los
posmodernos tiempos llamamos precariedad.[1]
Si
tal es o, mejor dicho, si tal debiera ser la perspectiva, ¿ha cometido Vox una estupidez
mayúscula presentándose a las elecciones y entrando en el sistema de la
democracia parlamentaria?
No,
en absoluto.
Ha
hecho lo debido.
O,
mejor dicho, habría hecho lo debido si no lo hubiera emprendido —eso parece—
con la perspectiva de participar activamente en un sistema y en una
gobernabilidad… en la que nunca podrá gobernar (salvo si acepta hacerlo según
los principios de sus adversarios).
Con
otras palabras, Vox habría hecho muy bien de entrar en el sistema parlamentario
si lo hubiese hecho con la perspectiva de acabar algún día con el sistema
liberal-progresista que hoy somete nuestros espíritus y esquilma nuestros
bolsillos.
Si
lo hubiese hecho —conviene precisar— con la perspectiva no de liquidar las
reglas formales del juego democrático, sino su contenido, ese que se expresa en
los seis puntos anteriormente recordados:
Invasión
inmigratoria, ideología de género, Estado de las autonomías, memoria histórica,
expolio fiscal y precariedad.[2]
¿Y
cómo diablos se hace eso?
¿Cómo
se hace cuando hay que tomar, por ejemplo, la decisión en torno a la cual se
centra estos días todo el debate político del país?
¿Cómo
se hace cuando hay que elegir entre dos posibilidades: o apoyar un gobierno de
la derechita cobarde y la naranjita veleta, o boicotearlo y hacer que acaben
gobernando socialistas y comunistas?
¿Cómo
hay que hacerlo?
Distinguiendo,
entre dos males, el mayor y el menor;
diferenciando
el que es mortal de necesidad y el que, aun siendo profundamente dañino, no
implica necesariamente la muerte.
Está
claro que este último es el caso de la coalición de “populares” y “ciudadanos”.
Importaría,
pues, dar a éstos…
No, el voto no,
pero sí una abstención que cierre el paso a socialistas y comunistas.
Dársela,
por supuesto, con la nariz públicamente tapada y explicando con toda claridad
la postura por la que Vox pasaría a ejercer una oposición firme y decidida
contra todos y contra todo.
Sólo
así, utilizando el parlamento nacional y los regionales como cajas de
resonancia para la defensa y difusión de sus ideas, podrá Vox conseguir lo
único que realmente importa:
Propagar
al máximo las ideas y las esperanzas que posibiliten el despertar de una
amplia, sustancial, mayoritaria parte de nuestro pueblo hoy aún adormilado.
[1]
Tampoco, es cierto, parece Vox estar en este punto muy por labor… Sólo, sin
embargo, si está a favor de dicha labor; sólo si deja de seguir, dicho con
otras palabras, su actual línea económica marcadamente neoliberal, le será
posible encontrar caladeros de votos en otros sitios que en el madrileño barrio
de Salamanca y zonas parecidas.
[2]
Se les debería añadir alguno más. Por ejemplo, la fealdad que, desde el
denominado arte (?) contemporáneo hasta nuestras ciudades y paisajes, emponzoña
nuestro mundo. Ahora bien, plantear tales cuestiones (nadie, desde luego, las
plantea) sería tan chocante y poco “político” que más vale dejarlo ahí.
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