100
años: 100 millones de muertos.
Y
una paradoja de por medio
Javier
R. Portella
Fuente:
El Manifiesto.com
Nadie
podía predecir el triunfo —hace hoy exactamente cien años— de la Revolución que
asoló la Rusia convertida en Unión Soviética.
Nadie
podía predecir tampoco el desmoronamiento, por súbita implosión interna, del
imperio comunista el 8 de diciembre de 1991.
Los
imprevistos de la Historia de los que hablaba Dominique Venner marcan
indudablemente su cadencia.
Y
entre ambas fechas, 100 cien millones de muertos, millón más, millón menos:
Tal
es el balance —refrendado por los más serios historiadores, como el francés
Stéphane Courtois, autor del célebre Libro negro del comunismo— de la más
siniestra empresa de toda la Historia.
Bien
lo sabemos en España, donde desde octubre de 1934 en Asturias hasta el 1º de
abril de 1939 en la mitad del país triunfó, con idénticas tropelías y horrores,
la misma revolución comunista.
Pero
la vencimos.
Es
más, nos cabe el honor de haber sido el único país del mundo que, con las armas
en la mano, ha conseguido liberarse por sí mismo del terror rojo.
¿Fue
un bien?...
Que
me perdonen nuestros muertos, que me disculpen nuestros héroes:
El
mero hecho de formular semejante pregunta pudiera parecer una deslealtad hacia
ellos.
No
lo es en absoluto.
La
victoria conseguida gracias a aquella lucha —el único comportamiento digno y
cabal—constituyó indudablemente el más alto bien.
Lo
constituyó en lo inmediato.
Sucede
sin embargo que, cuando casi 80 años después de aquel triunfo aquí y casi 30
años después de aquel hundimiento ahí (en la Unión Soviética y en los países
por ella sometidos), uno compara el latido espiritual que mueve a los hombres aquí
y ahí, resulta imposible no enfrentarse a la más desgarradora, a la más cruel
de las paradojas.
Nada
podrá justificar nunca ni cien millones de muertos ni toda la miseria
espiritual y material que aquel régimen tan infausto como grotesco engendró.
Nada:
ni siquiera la paradoja que ahora estalla ante nuestros ojos estupefactos.
La
paradoja: la de constatar que las sociedades que, como la rusa, o la húngara, o
la polaca, o la checa…, salen del comunismo son, a día de hoy, las únicas
sociedades realmente sanas de Europa…
Las
únicas que proclaman y defienden con fuerza su identidad colectiva; las únicas
en las que la patria alcanza su sentido pleno y fuerte;
las
únicas que se alzan resueltamente frente a la gran amenaza de la invasión
islámica y tercermundista;
las
únicas que afirman valores espirituales;
las
únicas en las que, sin caer en homofobia alguna o en cavernícolas principios
morales (inmorales sería más exacto), se oponen resueltamente a los degenerados
delirios de “la ideología de género” y al activismo LGTBI en general.
¿Cómo
explicarlo?
¿Cómo
entender que tras ochenta años de aquel régimen que de tan brutal y atroz hasta
resultaba grotesco, tal sea ahí el estado de espíritu imperante, mientras que
tras cuarenta años de liberal libertad, progreso y democracia el resultado,
aquí (tanto en España como en el resto del mundo occidental) es exactamente el
contrario?
Sólo
cabe una explicación:
Fue
tal la brutalidad y atrocidad de los desmanes comunistas que sus ideas no
hicieron mella en el espíritu de las gentes.
No
conquistaron su alma.
Dejaron
desde luego hambrientos los cuerpos y perseguidos los espíritus: pero tanto y
hasta tal grado que, por ello mismo, el fondo anímico de la nación no lo
consiguieron tocar.
Quedaron
preservados, mantenidos los valores de antes de la revolución. Aniquilada la
imposición del materialismo histórico, se reabrieron las iglesias con inusitada
fuerza, renació una pujante espiritualidad, volvieron a brillar, más
resplandecientes aún, las doradas cúpulas de los templos ortodoxos.
Exactamente
todo lo contrario de lo que consigue la sutil y sofisticada dominación
democrático-liberal:
Esta
sujeción que, encubierta tras una infinidad de las más hábiles coartadas, no
por ello es menos implacable y eficaz.
Lo
es infinitamente más.
Ella
sí que llega —día a día lo constatamos— al fondo mismo de las almas
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