Martín
Caparrós
En
1835 The Sun, su periódico, publicó una serie de notas en las que se decía, por
ejemplo, que había bisontes en la Luna. Fake news del siglo XIX.
SI
NO HUBIERA EXISTIDO, habría habido que inventarlo —y él feliz, porque dedicó su
vida, si es que tuvo una vida, a este tipo de inventos.
Supongamos,
a beneficio de inventario, que sí tuvo una.
Si
Benjamin Henry Day nació, es probable que lo haya hecho en Springfield,
Massachusetts, en abril de 1810 —días antes que la República Argentina.
Y
que su padre haya sido sombrerero y que lo haya mandado, a los 14 años, a
aprender un oficio:
El
de tipógrafo.
Imprimir
palabras cambia todo:
Suponemos
que lo que está impreso es cierto.
Suspendamos
entonces dudas y subjuntivos; recordemos, creamos.
Los
tipógrafos eran unos trabajadores que se dedicaban a colocar los tipos —las
letras— de plomo que armaban palabras en las imprentas de esos tiempos.
Ben
Day, una vez enseñado, se fue a buscar la vida a Nueva York, la capital ya
entonces.
Allí
consiguió empleo en un Journal of Commerce.
En
dos años juntó los dineros necesarios para intentar una pequeña imprenta
propia.
No
funcionaba.
Day,
a sus 22, estaba a punto de la ruina cuando tuvo una idea.
La
gente que quería y podía pagar por información a los precios corrientes era
poca, así que había que abaratarla.
Publicaría
una hojita que vendería por un centavo —cuando los diarios se ofrecían por
seis—, pero le serviría para publicitar su imprenta moribunda.
Su
diario tenía mucha información:
Day
esperaba que salieran los otros y resumía sus noticias.
En
un par de meses, The Sun vendía 3.000 o 4.000 ejemplares —un éxito completo— y
los demás querían matarlo.
En
lugar de asustarse, Day se envalentonó y siguió con sus innovaciones:
Contrató
a otro tipógrafo, un George Wisner, para que se levantara con el alba y fuera a
la central de policía a rapiñar historias.
La
sección, llena de crímenes, incendios y otros cuentos morales, fue un éxito
instantáneo.
Años
después dirían que fue el inicio del amarillismo.
Faltaba
lo mejor.
El
25 de agosto de 1835 The Sun —que ya cumplía dos años— publicó un título
prometedor:
“Grandes
descubrimientos astronómicos hechos últimamente por sir John Herschel en el
cabo de Buena Esperanza”.
En
seis días y seis notas tremebundas, el periódico informó que, gracias a su supe
telescopio, sir John —inventor, entre otras cosas, de la palabra “fotografía”—
había visto sobre la superficie de la Luna bisontes, chivos, unicornios azules,
hombres bajitos con alas de murciélago, sus templos, sus océanos.
The
Sun subió su circulación a 20.000 ejemplares: más que ningún otro diario del
planeta entonces.
La
Luna se volvió el gran tema.
Competidores
denunciaron que las notas no eran ciertas; muchos las defendieron.
Edgar
Allan Poe se quejó de que le habían plagiado su propio cuento lunar, Hans
Pfaall, pero The Sun nunca se retractó, y su circulación siguió creciendo.
Sir
John, que estaba vivo y bien en Inglaterra, se hartó de que le preguntaran por
sus descubrimientos:
Publicada
en varias lenguas, la historia se había desparramado por el mundo.
Mentir
no era novedad; la novedad, si acaso, fue disfrazarlo de noticia impresa.
Pero
el gran aporte de Day no fueron las fake news…
Fue,
sobre todo, la idea de que podía vender
su diario cinco veces más barato que la competencia porque no vivía de sus
ventas sino de su publicidad —y que esas ventas le servían para conseguir
un soporte donde los anunciantes quisieran estar.
El
inverecundo impostor Benjamin Day fue, antes que nadie, un mercader de
audiencia y atención.
Al
cabo de unos años se aburrió, vendió The Sun, intentó más inventos.
Algunos
funcionaron mejor que otros, y Day murió a sus 79 en Nueva York, rico,
celebrado.
Su
legado de papeles duraría hasta hace poco, cuando otros precursores
inverosímiles cambiaron los formatos y volvieron a saquear el trabajo ajeno
para hacerse con la publicidad.
La
historia, a veces, simula que se repite para poder engañarnos otra vez…
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