Las
contradicciones de un gobierno atrapado en sus múltiples relatos.
James Neilson
Que
un político adapte su discurso a las circunstancias puede considerarse
perfectamente normal.
Así y todo,
sería difícil encontrar en el mundo otro que lo haya hecho con más desfachatez
que el presidente Alberto Fernández.
Como
nos recuerdan los muchos videos que quienes no lo quieren insisten en difundir
por distintos canales televisivos y medios sociales, sus opiniones más
recientes sobre una multitud de asuntos no guardan relación alguna con las que
expresó con vigor notable antes de reconciliarse con Cristina.
En
una época como la nuestra en que está de moda exigirles a los gobernantes
decirnos lo que realmente creen, tanta plasticidad debería ocasionarle
problemas, pero parecería que a pocos les preocupa la afición presidencial al
“doble pensar” orwelliano.
Será
porque los interesados en el melodrama político nacional entienden que del
resultado de la lucha entre los dos Albertos, el librepensador del pasado no muy lejano y el que hoy en día se afirma
virtualmente idéntico a Cristina, dependerá la suerte del país.
Con
matices, lo que hay que suponer está sucediendo en la cabeza del presidente
refleja el conflicto entre los que sueñan con una Argentina “normal” y quienes
lo ven como un laboratorio en que pueden realizar los extraños experimentos
ideológicos que quisieran llevar a cabo.
Lo mismo que el
peronismo en tantas ocasiones, se las ha ingeniado para ser a un tiempo el
oficialismo y la oposición.
A
pesar de los intentos de Alberto de convencernos de que la coalición mayormente
peronista que triunfó en octubre es en
verdad un dechado de armonía, las
grietas internas siguen manifestándose.
Aunque
en el fondo, la estrategia económica
relativamente “ortodoxa” que ha adoptado el gobierno es incompatible con
el proyecto kirchnerista, mejor dicho, cristinista, los
responsables de elaborarla han tratado de conformar a quienes sueñan con una
epopeya populista al obligar a los sectores más desarrollados de la sociedad,
que en octubre cometieron el pecado imperdonable de votar a favor de Mauricio
Macri, a continuar subsidiando a los menos en nombre de “la solidaridad”, lo que entraña el riesgo de que se demore
hasta las calendas griegas el eventual crecimiento del conjunto.
Con
todo, si bien ya se han producido algunos roces en el ámbito económico al
negarse Martín Guzmán a ayudar al gobernador bonaerense Axel Kiciloff con un
“salvataje” para que pueda pagar con más comodidad el vencimiento de un bono
emitido por Daniel Scioli, dándole así un pequeño baño de realismo, las diferencias
son más patentes en diplomacia y seguridad.
En
el frente exterior, Alberto sabe que no le convendría en absoluto enojar a
Donald Trump, el enemigo jurado del esperpéntico mandamás venezolano Nicolás
Maduro, pero para mantener cohesionado al gobierno tampoco quiere enfrentarse
con Cristina y sus adherentes que, a pesar de las consecuencias catastróficas
de la gestión chavista, son reacios a criticar lo hecho por el “hijo” del
comandante.
Puede
que no exista una forma de complacer a ambos, pero Alberto habla como si a su
juicio fuera posible hacerlo dosificando reparos a la conducta del régimen de
Maduro sin animarse a ir al extremo
de calificarlo de dictadura, como hacen otros integrantes del Grupo de
Lima del que la Argentina sigue siendo un miembro.
Asimismo,
después de recibir reproches de entidades judías por su presunta voluntad de
dejar de tratar a Hezbollah como la organización terrorista que es, está
procurando posicionarse como un amigo de Israel a pesar del feroz
“antisionismo” de aquellos kirchneristas que reivindican el pacto con Irán,
razón por la que, acompañado por Kiciloff, visitó Jerusalén en su primer viaje
al exterior como presidente para asistir al Foro Internacional de Líderes en
Conmemoración del Holocausto.
Cuando
de la política exterior se trata, Fernández y el canciller Felipe Solá parecen
querer seguir un rumbo parecido al trazado por Mauricio Macri al privilegiar la
realidad, o sea, la economía, por encima de las fantasías ideológicas de
ciertos intelectuales K.
Para
contrarrestar a las presiones de quienes los toman en serio, pueden aludir a los cambios que se han
producido últimamente en el tablero internacional.
Por
su parte, Cristina y los suyos también pueden justificar las posturas que
asumieron cuando el gobierno estaba en sus manos al señalar que hace apenas cinco
años ni siquiera los antichavistas más vehementes previeron que el régimen de
Maduro protagonizaría el fracaso socioeconómico más espectacular del planeta,
uno que convertiría un país petrolero supuestamente riquísimo en una zona de
desastre asolada por hambrunas, la falta de medicamentos básicos y violencia en
una escala apenas imaginable y que, para colmo, expulsaría a una proporción
sustancial de su población.
Tampoco
pudieron prever lo que sucedería con Irán que, además de sufrir una implosión
económica, seguiría tratando de sembrar caos en sus vecinos árabes.
Sea
como fuere, aunque China está desempeñando un papel cada vez más influyente en
los asuntos internacionales y, siempre y cuando no se produzca otra de aquellas
convulsiones que se han repetido a través de su larguísima historia, no tardará
en tener la economía más grande del planeta, todavía dista de constituir una
alternativa a Estados Unidos.
Alberto
lo entiende.
Es
que aun cuando la Argentina disfrutara de buena salud económica, sería de su
interés contar con el respaldo de Trump en las instituciones financieras
multinacionales.
Puesto
que en cualquier momento la economía podría desplomarse y sepultar al gobierno
bajo un montón de escombros, no le queda a Alberto más opción que la de procurar
congraciarse con el magnate impulsivo que, bien que mal, es el que manda en la
superpotencia y que, tal y como están las cosas, podría permanecer en la Casa
Blanca después de las elecciones de noviembre.
Hasta
ahora, el ala racional o, si se prefiere, pragmática del gobierno peronista se
las ha arreglado para manejar la economía y la política exterior conforme a lo
que es de suponer son las ideas de quien lo encabeza.
En todo lo
vinculado con la seguridad, en cambio, la situación es mucho más borrosa.
Aunque
Alberto dice compartir los principios reivindicados por la ministra Sabina
Frederic, no puede sino entender que las actitudes manifestadas por la
antropóloga, una garantista que brinda la impresión de simpatizar mucho más con los
delincuentes que con el resto de la población, podrían tener
consecuencias fatídicas, sobre todo si los policías y gendarmes la toman por
una enemiga que quiere verlos desarmados.
En
tal caso, sería natural que -como en efecto ocurrió hace poco en Villa Gesell y
ya es rutinario en Rosario - dejaran de arriesgarse en lugares en que podrían
ser atacados por sujetos que no vacilarían en matarlos, lo que haría de buena
parte del país, comenzando con los barrios más pobres, una inmensa zona
liberada. Si las fuerzas de seguridad
reaccionan frente a Frederic negándose a exponerse, el resultado más
probable sería un aumento exponencial del delito y, desde luego, de justicia
por mano propia.
Además
de oponerse al uso de las armas Taser, tal vez sólo porque las introdujo su antecesora
como ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, Frederic debe la notoriedad que pronto adquirió a su voluntad de intervenir alegremente en
asuntos que no son de su incumbencia formal.
Lo
hizo al opinar que el terrorismo es un problema de la OTAN, no de la Argentina,
y que Hezbollah, la banda subvencionada por Irán que según la Justicia fue
responsable directo del atentado mortífero contra la AMIA, no debería ser considerada como una organización terrorista.
Sea
como fuere, después de pensarlo, Alberto decidió que sería mejor mantener
congelados los activos financieros de Hezbollah, ahorrándose así las
repercusiones internacionales que hubieran tenido un cambio que algunos
interpretarían como una manifestación de apoyo al terrorismo islamista.
Demás
está decir que las sospechas acerca de los hipotéticos vínculos, fueran
concretos o meramente emotivos, del kirchnerismo duro con el régimen iraní se
han intensificado merced al renovado interés, no sólo aquí sino también en el
resto del mundo, en el destino trágico del fiscal especial Alberto Nisman.
Asimismo, el quinto aniversario de su muerte y la difusión poco antes del
documental de Netflix, El fiscal, la presidenta y el espía, sirvieron para llamar la atención, una vez
más, a las diferencias que hay entre el Alberto de otros tiempos, que decía que
era razonable suponer que a Nisman lo habían asesinado, y su avatar actual, que
con convicción parecida dice creer que se suicidó.
Sin necesidad
alguna de intervenir, Frederic también se afirmó partidaria de la teoría del
suicidio y dictaminó que no valieron nada las pericias que había realizado un
equipo de la gendarmería.
A
menos que Alberto y la ministra cuenten con información reservada que no es de
dominio público, hay que atribuir sus
opiniones a nada más que la voluntad de quedar bien con Cristina que,
por motivos comprensibles, se siente amenazada por el fiscal que murió horas
después de denunciarla por colaborar con los iraníes en un intento de encubrir
su rol en el atentado terrorista más brutal jamás cometido en la Argentina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario