"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

domingo, 1 de febrero de 2009

El ladrón honrado - Fiódor Dostoievski


El ruso Fiódor Dostoievski (1821-1881) es universalmente conocido como novelista. Por cierto, como uno de los más grandes novelistas de la historia de la literatura. Novelas como "Crimen y castigo" y "Los hermanos Karamazov" constituyen piezas maestras del género, traducidas a todos los idiomas, reproducidas en el cine y la televisión, devenidas hoy íconos de la cultura de todos los tiempos. Junto a ellas nos legó igualmente otras de alto valor literario, como "El jugador", "El príncipe tonto", "Stepanchikovo y sus habitantes".
Pero Dostoievski también fue un genial cuentista.
Si bien esta es una faceta menos conocida, vale la pena adentrarse en sus relatos, llenos de la misma genialidad que caracteriza su creación novelística.

Aquí ofrecemos un cuento de particular belleza: "El ladrón honrado".

A R G E N P R E S S . i n f o Suplemento Cultural: Un ladrón honrado Por: Fiódor Dostoievski

Un ladrón honrado

I

Una mañana, justo en el momento en que me disponía a salir de casa para dirigirme a mi trabajo, Agrafena, que es a un mismo tiempo mi cocinera, mi lavandera y mi ama de llaves, entró en mi habitación y, con gran sorpresa por mi parte, comenzó a hablas animadamente conmigo.
Agrafena era una buena mujer que se distinguía por su sencillez y escasa locuacidad, pues aparte de las preguntas cotidianas de rigor sobre lo que desearía para comer o alguna que otra cosa por el estilo, apenas me había hablado una palabra de más en seis años. En lo que se refiere a mí, por lo menos yo nunca te había oído emitir nada que se pareciera a una opinión personal.
—Señor, desearía hablarle de una cosa —me dijo en un principio, pronunciando muy aprisa sus palabras.
—¿Y qué es, Agrafena?
—Que debería alquilar el cuarto pequeño.
—¿Qué cuarto?
—¿Cuál va a ser? El que está junto a la cocina, ¿Acaso hay otro?
—¿Y por qué habría de alquilarlo?
—¿Por qué? Pues porque la gente acostumbra alquilar los cuartos sobrantes de las viviendas. ¿No le parece causa suficiente?
—¿Y quién crees que querrá alquilar ese cuartucho?
—Un inquilino. ¿Quién va a ser?
—Pero si en ese rincón apenas se puede ana cama, Agrafena... Es demasiado pequeño. ¿Quién querrá vivir en un sitio así?
—¿Y qué falta hace que viva ahí nadie? Bastará con que pueda dormir, ¿no? Y para eso está la ventana...
—¿Qué ventana?
—¿Qué ventana ha de ser? Usted lo sabe tan bien como yo. Me refiero a la ventana del vestíbulo. Allí puede sentarse a coser o hacer lo que quiera, también puede colocar una silla, porque él tiene una silla y una mesa, todo lo que necesita, de forma que usted no tendrá que poner absolutamente nada.
—¿Y quién es él? Porque, o mucho me equivoco, o me estás hablando de una persona concreta, ¿no es así, Agrafena?
—Sí, señor... Se trata de una buena persona: un hombre de toda confianza. Yo me encargará de hacerle la comida, y por el cuarto y la manutención le cobraré tres rublos de plata al mes, ¿qué le parece?
Después de algunas preguntas más, acabé por deducir que cierto individuo de alguna edad había pedido a Agrafena que le admitiera como huésped. Y en este sentido, lo que a la buena mujer se le metía en la cabeza, no había más remedio que aceptarlo, porque tarde o temprano acababa saliéndose con la suya. Yo lo sabía por experiencia propia. Cuando le llevaba la contraria, su táctica era no dejar a uno e paz hasta que conseguía sus propósitos. Por lo demás, cuando algo no salía a su gusto, se quedaba profundamente pensativa y acababa por caer en una terrible melancolía. Tales estados de ánimo solían durarle dos o tres semanas por lo menos, y en todo ese espacio de tiempo no sólo le salían las comidas insípidas, sino que además dejaba de limpiar la casa y de lavar la ropa. En resumen, yo sabía perfectamente que, cuando Agrafena deseaba algo, había que concedérselo, porque en caso contrario su disgusto acarreaba una bien conocida secuela de sinsabores y molestias para mí.
Hacía tiempo que había llegado yo a tales conclusiones, descubriendo al mismo tiempo que Agrafena era incapaz de tomar resolución alguna, o de concebir el menor pensamiento original o nuevo sobre una situación ya dada. De igual manera, cuando su débil inteligencia adoptaba alguna idea, o cualquier cosa que se le pareciese, entonces bastaba contradecirla para que se aniquilara moralmente por cierto tiempo. En la ocasión a que me refiero, como se daba el caso de que era un momento en el que por nada del mundo habría querido yo ver alterada mi tranquilidad, me apresuré a acceder a sus deseos de alquilar el cuarto contiguo a la cocina a aquel «buen hombre» que ella conocía.
—Bueno, supongo que ese amigo suyo dispondrá de la debida documentación —dije en señal preventiva.
—¡Desde luego! —respondió Agrafena, casi indignada—. Además, se sabe quién es. Su identidad puede ser avalada en todo momento. Ya he dicho al señor que se trata de un hombre serio y de mucha experiencia..., aparte de que me ha prometido formalmente pagarme esos tres rublos.
—Está bien —le indiqué—, puedes decir a ese hombre que venga... Pero antes debes prometerme una cosa.
—El señor dirá.
—Debes prometerme que, al introducir a ese hombre en mi casa, no se originará ningún problema de tipo doméstico.
—Descuide el señor... y muchas gracias por su consentimiento.

Al día siguiente se presentó el inquilino en mi habitación, lo cual debería haberme molestado, pero no ocurrió así, sino todo lo contrario, ya que hasta me alegré en mi fuero interno. A tal respecto, diré que vivo solo, casi como un recluso, pues apenas tengo amigos y no salgo de casa. Es cierto que ya me había acostumbrado a mi soledad, pero ni yo mismo hubiera podido predecir en qué se habría convertido aquella situación, junto a una persona como Agrafena, a lo largo de diez, quince o veinte años. En verdad que aquella perspectiva no resultaba muy atrayente, y por ello pensé que, dadas las circunstancias, un pacífico compañero de vivienda podía representar algo asi como un don del cielo.
Agrafena no había mentido. Mi inquilino era una persona de aspecto formal. Por sus documentos podía saberse que había cumplido debidamente el servicio militar, pero también se notaba tal circunstancia en algunos de los gestos y maneras que le habían quedado. Era, evidentemente, un honrado ciudadano y la sociedad no tenía nada que reprocharle en materia de antecedentes penales. Se llamaba Astafi Ivanovich y en seguida congeniamos. Como virtud esencial tenía la de saber contar anécdotas de una forma magistral, habilidad que podía lucir profusamente, puesto que tenía en la memoria un buen archivo de lances referentes a su vida en los cuarteles. En resumen, pronto descubrí que, en el aburrimiento cada vez mayor de mi existencia, un hombre como aquél podía ser un verdadero tesoro.
Una de sus historias estaba destinada a dejar en mí una impresión duradera, y por ello quiero reproducirla aquí, explicando al mismo tiempo las circunstancias es que Astafi Ivanovich hubo de referírmela.
Cierto día estaba solo en casa, pues tanto Astafi como Agrafena habían salido, cuando de repente oí desde mi habitación que alguien entraba en el vestíbulo. Por diversos detalles, pude deducir que era una persona extraña, y no me equivocaba, ya que, euando salí para ver de quién se trataba, me encontré coa un desconocido. Se trataba de un hombre de corta estatura que, a pesar de encontrarnos ya en pleno otoño, no llevaba abrigo.
—¿Qué desea? —le pregunté.
—Desearía ver al empleado Aleksandrov. Creo que vive aquí, ¿no es cierto?
—No, señor. Se equivoca, porque aquí no vive nadie de ese nombre... Adiós.
—¡Cómo! ¡Pero si el portero me ha dicho que vivía aquí! No lo entiendo... —murmuró el desconocido, retrocediendo hacia la puerta.
—Pues ya lo ve usted, amigo.
Al otro día, poco después de la hora, de comer, y en el preciso instante en que Astafi Ivanovich me probaba una chaqueta que me estaba haciendo, oímos que entraba de nuevo alguien en el vestíbulo. Fui yo mismo quien entreabrí la puerta... y entonces comprobé que se trataba del visitante de la víspera, que ante mis propias narices cogía mi abrigo de piel de la percha y se escapaba con él.
Agrafena y Astafi, que me habían seguido, se quedaron estupefactos por la sorpresa. No obstante, Astafi Ivanovich reaccionó en seguida y salió corriendo, en un intento de atrapar al ladrón. Pero a los pocos minutos volvió a aparecer con gesto desolado y las manos vacías. El astuto ratero había desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra.
—Menos mal que no se ha llevado la capa —me creí en la obligación de argumentar, dada la expresión apesadumbrada de mi abnegado inquilino—. Si se hubiera llevado también la capa ese granuja, me habría dejado sin poder salir a la calle.
Sin embargo, Astafi Ivanovich estaba tan conmovido, que pareció no oír mis palabras. Admirado por aquella emoción, no tardé en olvidarme de la pérdida que suponía la sustracción del abrigo. Mi huésped no acertaba a explicarse cómo podía haber ocurrido una cosa así. Aun después de que se hubiera puesto de nuevo a su trabajo, dejaba de vez en cuando su labor para hacer renovadas consideraciones sobre el episodio. Se admiraba una y otra vez de la audacia del ladrón y de que le hubiese resultado imposible darle alcance.
Al cabo de un rato, y cuando me hubo hecho la prueba, se puso a trabajar en otras cosas, pero no tardó en volver a levantarse. Entonces vi que se dirigía a la escalera y se acercaba a la garita del portero, para referir a éste lo ocurrido y hacerle los cargos oportunos por no haber impedido —dejando pasar impunemente al ladrón— que sucediera una cosa semejante en el inmueble. Después subió y reproché a Agrafena algo que no pude entender, tras lo cual reanudó su trabajo, si bien siguió reflexionando sobre la audacia del desaprensivo ladrón y sobre la propia impotencia para darle alcance.
Por la tarde, y para distraer mi aburrimiento, se me ocurrió ofrecer una taza de té a Astafi Ivanovich, pues sabía que volvería a hablarme nuevamente del dichoso episodio, cosa que no dejaba de divertirme, bien por su ingenua insistencia, o por la honda emoción que ponía en sus lamentos.
—¡Buena nos la ha jugado ese individuo, Astafi Ivanovich! —exclamé.
—¡Ya puede usted decirlo, señor! ¡Es como para volverse loco! Incluso yo, que no puedo afirmar que haya sido perjudicado, me siento invadido por el coraje de la impotencia. ¡Cielo santo! ¡A fe mía que no hay en este mundo ser más ruin que un ladrón! ¡Cuántas veces no ocurrirá que esos pícaros despojan de su miseria a quien se ha pasado toda la vida trabajando para reunir unos pequeños ahorros...! Bueno, creo que lo mejor será no pensar más en ello, al menos por lo que a mí se refiere. Y usted, señor, ¿acaso no lamenta la pérdida de su abrigo?
—Sí, por supuesto. Otra cosa sería que lo hubiese perdido en cualquier accidente, pero que se lo haya llevado tan descaradamente un vulgar ratero es algo que me irrita y me saca de quicio.
—Creo que tiene usted razón; al fin y al cabo a nadie le gusta tener que resignarse y admitir un robo de esa clase. Por otra parte, a mi juicio, un ladrón no es un hombre como los demás... Sin embargo, en cierta ocasión, yo conocí a un ladrón que era honrado...
—¡Cómo! ¿Un ladrón honrado? No comprendo... ¿Y usted cree, Astafi Ivanovich, que puede haber un ladrón que sea honrado?
—Es cierto, señor. En realidad, resulta inconcebible que un ladrón pueda ser honrado. Lo que yo quería decir es que aquel individuo al que me refiero era un hombre honrado..., aunque hubiese robado. Puede creerme, señor, aquel hombre inspiraba una profunda compasión, sin que uno supiera muy bien a qué era debida.
—Explíqueme eso, Astafi Ivanovich.
—Se trata de una historia que sucedió hace dos años aproximadamente.

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