"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

martes, 16 de junio de 2009

La Argentina y su populismo sistémico / 1975 - 2006

DE ESTADO CAUTIVO A ESTADO FALLIDO 2a Parte

Carlos ESCUDÉ: Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y Universidad del CEMA, Buenos Aires carlos.escude@aya.yale.edu

Hacia la nacionalización de las deudas privadas

Dos mecanismos adicionales contribuyeron a convertir en casi todopoderoso al lobby de los
contratistas en este orden político encubierto y excluyente. Uno fue la adjudicación de garantías del Tesoro argentino a empresas que supuestamente necesitaban crédito del exterior para cumplir con contratos de obra pública. Durante la dictadura de 1976-83, los principales contratistas privados sistemáticamente entraron en mora con sus acreedores y el Estado pagó las cuentas. Aunque los contratos establecían que en tales circunstancias la empresa deudora contraía una deuda con el Estado... ¡los documentos se perdieron!
De tal modo, la deuda externa de muchas de las empresas privadas más poderosas y solventes fue pagada por el contribuyente (Olmos, 2004: 127-136)

Más aún, para asegurarse, varias de estas firmas fueron beneficiadas por un “perdón” especial, válido bajo el artículo 11 de la Carta del Banco Central.
Debido a que los papeles originales que documentaban estas deudas privadas pero nacionalizadas no pudieron encontrarse, hacia el final del régimen militar la auditoría de esta deuda externa fue puesta bajo el control de Price, Waterhouse & Coopers, que a su vez consultó a los acreedores para establecer los fondos que se les debían.

Con la deuda contraída durante el período 1976-83 esta situación continuó, con alguna variante, a través de los gobiernos de Alfonsín y Menem.
Más aún, a partir de 1981, con el fracaso de la política de devaluación pre-programada implantada en 1976 por el ministro José Martínez de Hoz (que equivalió a un seguro de cambio automático y gratuito que alentaba “auto préstamos”, especialmente por parte de las filiales locales de bancos y multinacionales), se estableció otra vez un seguro de cambios subsidiado. Este tipo de estatización de las deudas privadas comenzó con las comunicaciones A-136 y A-137 del Banco Central, y fue perfeccionado hacia mediados de 1983.
A través de la Comunicación A-251, los certificados privados originales de los acreedores fueron canjeados por bonos públicos (Olmos 2004: 132, y Verbitsky 1992: 22).

Resultan esclarecedores los debates entre Domingo Cavallo y José Luis Machinea respecto de cuál de los dos instrumentó una política de licuación de deudas privadas más favorable al interés nacional (Cavallo 1989: 19-20).

El primero fue designado presidente del Banco Central en junio de 1982 y, con algún matiz diferencial, continuó con la política de licuación de deudas privadas implantada desde marzo de 1981. En sus escritos sostiene que él corrigió esta política de manera de evitar una estatización de deuda externa privada, limitándose a una licuación de las deudas privadas internas, que podía resolverse de inmediato a través de una depreciación simétrica de los activos en cuentas de ahorro. De este modo la carga no sería trasladada de una gestión gubernamental a la siguiente, como había ocurrido con las políticas de nacionalización de deuda externa privada que le precedieron y sucedieron, incluyendo las instrumentadas por el gobierno democrático de Raúl Alfonsín.

Cavallo sostiene que las nacionalizaciones de deudas externas privadas durante la gestión de Alfonsín fueron particularmente injustas porque discriminaban entre grandes y pequeños deudores, limitando los beneficios a grandes empresas amigas del gobierno.
Los coloridos títulos de los capítulos de su libro documentan que tanto él como probablemente también sus lectores, consideraban a la licuación de deudas privadas como algo muy natural, sin compadecerse de que más de la mitad de la población no tenía acceso al crédito bancario y no podía endeudarse: "Por cierto, en un contexto semejante la depreciación de deudas privadas siempre es regresiva y conduce a la concentración de riqueza"

Algunos de sus títulos son:

1. “Licuación al estilo de Brodersohn-Machinea: sólo para privilegiados”, que describe la licuación de pasivos “mala” realizada por el gobierno radical;
2. “Licuación a lo Alemann-Rossi: equitativa pero inflacionaria”, que describe una propuesta igualmente “mala” de tecnócratas que competían con Cavallo, y
3. “Una licuación que desarma la trampa híper inflacionaria”, que obviamente describe la propuesta “buena” de éste, que ya había licuado deuda privada en el pasado.
Como puede apreciarse, desde este punto de vista crucial no había diferencia entre el gobierno democrático y el régimen militar previo.

Por cierto, a través de las Comunicaciones del Banco Central A-695, A-696 y A-697 del 1ª de julio de 1985, culminó el proceso de nacionalización de deudas externas privadas comenzado en tiempos de los militares.
A los acreedores se les dieron “Obligaciones del Banco Central” a cambio de lo que previamente había sido deuda privada. El 2 de julio de 1985 Clarín, el periódico porteño de mayor circulación, anunció en un titular que: “El Estado asumió la totalidad de la deuda externa privada.”
Y simultáneamente, tal como Cavallo denunciara ansiosamente desde su nuevo papel de diputado de la oposición, se establecieron otros mecanismos para la depreciación de deudas privadas y para el subsidio estatal de la empresa privada.

Una de esas políticas consistió en la capitalización de deuda externa a través de la compra, por parte de empresas privadas, de bonos públicos depreciados, que podían obtenerse en el mercado muy por debajo de su valor nominal, y convertirlos a ese valor a los efectos de comprar bienes de capital (Cavallo 1989: 73-76; Bouzas y Keifman 1990: 451-476; Aspiazu, 1993 y 1995: sección VI.4; y Cisneros y Escudé 1999: 296).

Asimismo, en 1988 el Estado una vez más canceló la deuda externa impaga de empresas privadas beneficiadas por garantías del Tesoro. En esa ocasión éstas habían sido otorgadas por la administración de Alfonsín, que ingresando al último tramo de su mandato, deseaba proteger a sus beneficiarios frente a un gobierno venidero quizá menos amistoso.
A esos efectos, el decreto 1033/88 establecía que dichas empresas podrían devolverle al Estado las sumas pagadas a los acreedores con bonos públicos cuyo valor en el mercado era una cuarta o quinta parte del nominal.

Infructuosamente, el congresista Cavallo denunció la maniobra con discursos atronadores, a pesar de la similitud de estas políticas con las que él mismo había instrumentado como cabeza del Banco Central en 1982.
Elocuentemente declaró que en lugar de hacer planes para privatizar empresas públicas, el gobierno debía privatizar las firmas privadas (Cavallo 1989: 83-84)
Curiosamente, todos los actores reconocen el problema en sus escritos aunque invariablemente culpan a sus competidores o adversarios. Por cierto, en 1990 Machinea y Sommer reconocieron que: “La reducción de los pasivos externos del sector privado derivó, en la práctica, en la nacionalización de gran parte de esa deuda externa.

La deuda externa del sector público, que era 53% de la deuda total en 1980, se incrementó a 70% en 1983 y a 83% en 1985”. (Machinea y Sommer 1990: 4)

Así, como si no hubiera tenido lugar un cambio de régimen, la deuda de poderosas empresas privadas continuó siendo transferida a los contribuyentes comunes, con la obvia consecuencia de concentración de riqueza y generación de pobreza. Machinea, que encabezaba el Banco Central cuando esto ocurrió, luego reconoció en inglés, en un informe al Banco Mundial, que la cultura económica de la burguesía argentina exigía la licuación de las deudas privadas, aunque culpaba a Cavallo por haber desencadenado el proceso: “The concessions made during (the dictatorship) were to affect the economic policy of the next years. Specifically, the reduction of private liabilities during 1982 was to leave behind a ‘syndrome of liquidification’. That is, anytime the real interest rate was quite high, expectations turned to ‘doing something in order to reduce the private debt’. (...) From then on the monetary policy lost part of its effectiveness because in many cases the response of the private sector to very high real interest rates was just to wait for the liquidification.” (Machinea 1990: 6).

Una nueva vuelta de tuerca: hacia la privatización de las empresas públicas

Dado el poder sobrecogedor de los lobbies de la burguesía depredadora, no sorprende que, como observa Javier Corrales, el programa de privatizaciones del gobierno militar, encabezado por el gobierno militar, haya fracasado miserablemente. Las empresas públicas eran encubiertamente propiedad de los contratistas privados y no tolerarían perder la fuente de las canonjías provenientes de vender, por ejemplo, caños de acero a la empresa petrolera estatal. El sueño neoliberal de privatizar estaba completamente archivado hacia 1981.
Más aún, cuando el gobierno de Alfonsín, agobiado por el fracaso de sus primeras políticas
económicas, lanzó una fuerte iniciativa de privatización en 1985, se enfrentó a la misma realidad, ahora potenciada por la fragilidad de régimen democrático.

Tanto Corrales como Javier González Fraga documentan el carácter análogo de la oposición a la privatización encabezada por empresas privadas durante el régimen militar y la gestión de Alfonsín (González Fraga 1991). Por cierto, en 1988 Siderca, una empresa del poderoso conglomerado ítalo-argentino Techint, vendía a la petrolera estatal YPF tubos de acero estándar de producción local a US$ 51,06 por metro, mientras exportaba el mismo producto por apenas 22,47.
Y su “competidor” en el suministro de esos tubos a YPF era Propulsora Siderúrgica, otra acería del grupo Techint (Corrales 1998: 6)

En un nivel agregado, informes de principios de 1989 muestran que la sobre-facturación de los contratistas privados del Estado era de aproximadamente US$ 2500 millones por año.
Sumando las exenciones impositivas especiales de alrededor de 2200 millones anuales, el subsidio equivalía al 6% de la economía argentina—sin contabilizar los beneficios provenientes de las estatizaciones y licuaciones de deudas privadas, ni las ganancias producidas por maniobras como los autopréstamos (J.L. Rowe. J.L., “Argentina’s reform goes awry”, The Washington Post, April 23, 1989, y Corrales 1998: 7).
Por lo tanto, cuando Alfonsín se lanzó a privatizar la respuesta fue salvaje.

Las empresas privadas llegaron a financiar huelgas y manifestaciones opositoras, despidiendo a operarios para sembrar inquietud y desestabilizar al gobierno.
Sindicalistas importantes entrevistados bajo condición de anonimato lo confesaron a Corrales.6
Y en el lenguaje diplomático de un economista profesional, aún más protegido en este caso por el uso de la lengua inglesa, Machinea también reconoció que:
“In a country where fiscal subsidies (...) and a closed economy had almost suppressed private risk for so many years, it was logical to expect that the reaction of the entrepreneurs to (...) the elimination or reduction of benefits (...) would be quite
strong. (...) Quite surprisingly, this reaction enjoyed, at least at the beginning, the ‘sympathy’ of the population at large.” (Machinea 1990: 131).

La “solución” de Menem al dilema de la privatización

Entre las empresas relativamente grandes, Alfonsín sólo tuvo éxito reprivatizando Austral, la aerolínea de cabotaje. Cuando pocas semanas después de concretar este negocio, anunció la intención de vender el 40% de Aerolíneas Argentinas a SAS, cosechó las reacciones más enconadas. Con candor, los nuevos dueños de Austral acusaron al gobierno de mala fe, declarando que estaban encantados de competir en el mercado interno con una empresa estatal, pero que era indignante que los obligaran a competir con SAS.

Cuando Aerolíneas finalmente fue privatizada durante la gestión de Menem, el acuerdo consistió en que Austral fuera parte del consorcio comprador, encabezado por Iberia.
Pero como aquella no tenía los fondos para pagar su parte del paquete accionario, se permitió que provisionalmente adquiriera el dominio sobre el patrimonio, para inmediatamente hipotecar la flota de Aerolíneas y pagar así su parte del paquete.
Esta solución es paradigmática del enfoque de Menem a las privatizaciones. Como lo señala Héctor E. Schamis:
6 Entrevista realizada el 7 de agosto de 1991, en Corrales1998:
5. “The distribution of rents through subsidies and public contracts could not continue, but at the time no government could afford the opposition of the large economic conglomerates, the corporate culture of which had been forged more in the political arena than in the marketplace.” (Schamis 2002: 133).7

Durante la fase inicial del primer gobierno de Menem, los contratistas privados una vez más despidieron operarios, financiaron huelgas y esparcieron rumores de colapso financiero. Un ejemplo emblemático es el de las huelgas masivas contra las medidas preparatorias para la privatización de la acería SOMISA. Estas protestas de 1991, muy anteriores a la privatización misma, no sólo fueron apoyadas por los grandes contratistas sino también por una parte importante de las firmas privadas locales de la zona de San Nicolás de los Arroyos, donde se encuentra la planta (Corrales 1998: 5)
Fue después de estos ensayos y errores que Menem dio en la tecla de la metodología
privatizadora que, como medicamento contra los males de las empresas públicas capturadas, fue muy probablemente peor que la enfermedad misma.

Tal como cándidamente lo explica Corrales:
The (...) crucial defection engineered by the administration was that of a few ‘patria contratistas’. This was achieved by reordering property rights to make it extremely attractive for a few large patria contratistas to participate in the first round of privatizations. Alfonsín would have been content with securing a deal with foreign firms to take control of Aerolíneas and ENTel.
But Menem wanted to neutralize his domestic saboteurs, and he figured that the only way to do this was to do whatever was necessary to get patria contratistas to buy. (...)
Almost every privatization under Menem has included a domestic buyer. Of the eighteen largest participants, seven are Argentine (…). Between 1990 and 1995, more than half of Argentina's privatization revenue came from domestic capital. (Corrales 1997 y 1998: 9.)

Sobre la base de entrevistas a economistas de nota y dirigentes justicialistas, Schamis también llegó a la conclusión de que la única manera de privatizar era convertir la operación en claramente beneficiosa para los “capitanes de industria” locales (Schamis 2002: 133).

Similar es la conclusión de Margheritis (1999: 101). Realmente requirió un “reordenamiento de derechos de propiedad”, al decir de Corrales, en tanto sin un verdadero saqueo era imposible hacer de la compra de empresas públicas previamente capturadas un negocio más redituable que dejarlas como estaban.

La ganancia tenía que ser mayor que el jugoso negocio previo de sobre-facturación (a su vez apuntalado por falacias jurídicas como la intangibilidad de la remuneración del co-contratante particular)
Sólo esto puede explicar que en la privatización del monopolio telefónico se hayan aceptado bonos soberanos depreciados que apenas valían 1300 millones de dólares en el mercado, por su valor nominal de 5000 millones.

En términos más agregados, según datos oficiales elaborados por FLACSO las privatizaciones realizadas entre 1900 y 1994 generaron sólo 10.400 millones en efectivo.
El Estado aceptó bonos que valían 5836,4 millones en el mercado por su valor nominal de 13.600 millones (Basualdo y Aspiazu 2002: 12, y Corrales 1998: 5)
Pero esta no fue la única ventaja otorgada a los compradores.

Durante varios meses previos a la transferencia de las empresas públicas, el Estado hizo el trabajo sucio de aumentar las tarifas de los servicios que ellas prestaban. El precio del pulso telefónico fue multiplicado por siete en diez meses, y medidas similares se tomaron con Obras Sanitarias (aguas) y Gas del Estado (Basualdo y Aspiazu 2002: 23-24).
Más aún, el Estado retuvo las deudas de las empresas públicas privatizadas.

En varios casos estos pasivos aumentaron groseramente en los meses previos a la privatización, como si a los contratistas privados se les diera una última oportunidad de sobrefacturar.
La deuda de la compañía telefónica aumentó en 122% a través de contratos que beneficiaron a empresas de los grupos Pérez Companc y Techint, y compras a Siemens de Argentina.
Esta deuda se transfirió al Estado a través de una nueva entidad llamada “ENTel Residual”. Simultáneamente, dos de las empresas privadas que se beneficiaron de estas operaciones se convirtieron en miembros de los consorcios a los que poco después se adjudicaron las dos empresas en que se dividió al monopolio estatal (Basualdo y Aspiazu 2002: 12, y Corrales 1998: 5)

7 Para un análisis de la alianza entre Menem, la Ucedé (un partido político de centro-derecha) y el conglomerado Bunge y Born, véase Gibson 1997, capítulo 6.

Finalmente, en varios casos no había marcos regulatorios para los servicios públicos a ser
provistos por las empresas privatizadas. Cuando eventualmente se sancionaron fue demasiado poco y demasiado tarde.
En el caso de Aerolíneas, este fue el problema que permitió la hipoteca de la flota en
cuanto se cerró la operación de venta. Por lo tanto, en el caso argentino parece plenamente vigente la intuición de Joseph Stiglitz, de que los frutos de la privatización no pueden ser mejores que la calidad cívica de la élite que la lleva a cabo (Stiglitz 2002: 58)
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Continuará

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