Ilustración de Cardo Septiembre
La confundida clase media argentina ha llegado hasta aquí con una historia de frustraciones que la ha vuelto minimalista.
En un clima de crispación, suspicacias y enfrentamientos, se conforma con una realidad modesta y con que la dejen tranquila.
Por PABLO CAPANNA, FILOSOFO
No hace mucho tiempo “bueno ...” era la muletilla más usada.
Antes de opinar, de responder o aun de enojarse, la gente se tomaba un segundo para decir “bueno ...”
Es cierto que llegó a ser bastante hartante, especialmente cuando la palabra se repetía más de tres veces en la misma frase. Pero con todo, no dejaba de tener sus aspectos positivos.
Arrancar con la palabra “bueno” era casi un gesto de cortesía.
Era como dar por sentado que uno aceptaba la pregunta, y hasta que el otro pudiera tener razón.
En una etapa más cercana el “bueno” comenzó a venir acompañado por “nada” Generalmente, quien contestaba “bueno, nada ...” no sabía qué decir, pero introducía un soplo de nihilismo capaz de enfriar hasta las buenas intenciones. Era casi como decir que nada le importaba.
La variante más reciente es la que practican los funcionarios.
Al ser interpelados se endurecen, ponen cara de fastidio y emiten un “A ver ...” impaciente y lleno de puntos suspensivos.
En este caso, uno supone que están pensando
- “¿Cómo hago para explicarle a este idiota?”
Esto hace que instintivamente nos pongamos a la defensiva y nos aprestemos a escuchar una mentira.
Esta costumbre sería irrelevante de no ser porque es sintomática de esa desconfianza institucionalizada que tan fácilmente deriva en maltrato.
Habría que preguntarse si las autoridades se limitan a reflejar las malas costumbres de la sociedad.
Más grave sería reconocer que las realimentan con su ejemplo o que están orgullosas de su estilo autoritario.
Los argentinos hemos conocido forzosos silencios y encrespadas diatribas, pero pocos debates fecundos.
Hoy, cuando la tolerancia se levanta como una bandera, lo que parece estar acentuándose es precisamente desconfianza.
No sólo pensamos en el aval de que gozan ciertos grotescos matones de potrero.
Lo peor es que la provocación, la intimidación, el desprecio y la injuria parecen haberse vuelto lícitos y recomendables.
Cualquier motivo es bueno para acentuar la suspicacia y el enfrentamiento.
Antes de reunirse con amigos o familiares hay que tomar la precaución de no tocar ciertos temas, no tanto para eludir el debate de ideas como para evitarse un disgusto.
Aunque resulte difícil encontrar figuras convocantes por su idoneidad, creatividad u honestidad, se nos hace tomar partido, con criterios cercanos a los de la pasión futbolística, pero con el agravante de que nunca faltan barrabravas.
Por su parte, la persona que tiene la mínima exposición pública tiene que rendir examen: ¿de qué lado está? ¿para quién trabaja? ¿será leal o más bien traidor?
Por suerte, como en la posmodernidad todo tiende a ser la parodia de otra cosa, el fanatismo generalmente es light y la violencia no suele pasar de lo verbal.
A ratos repudiada y por momentos halagada, la clase media está en el centro de esa crispación.
Las grandes mayorías están más preocupadas por vivir dignamente que por hacerse militantes de una ideología poco clara.
La confundida clase media argentina ha llegado hasta aquí con una historia de frustraciones que la ha vuelto minimalista.
Cómo Cándido, sólo aspira a que la dejen cultivar su jardín, o cualquier cosa que sienta como su jardín.
Voltaire escribió Cándido para burlarse del optimismo leibniziano, o por lo menos de su feroz caricatura.
Al ingenuo Cándido le pasan todas las desgracias imaginables en tierras remotas; llega a pasar por Buenos Aires y viaja a Misiones en compañía de un tucumano.
Cada vez que lo roban, apalean, someten, engañan o abandonan, apela a las enseñanzas de su maestro, el doctor Pangloss.
Pangloss le ha enseñado que lo real es siempre mejor que lo posible.
Si el mundo en que vivimos es real, es porque cualquier alternativa sería peor.
El vapuleado Cándido no llega a convencerse del todo, pero termina por conformarse con que lo dejen tranquilo.
El Cándido argentino se ha convencido de que éste no será el mejor de los mundos posibles, pero “es lo que hay” y “no hay otra.”
Con tal de que no haya más dictaduras, crisis y hambrunas, está dispuesto a tolerar hasta el matonismo, mientras no lo toque a él.
Cuida como un tesoro su “calidad de vida” y sólo acepta aquello que “le hace bien”.
Simula creer en todo, desde el noticiero oficial hasta las estadísticas virtuales, y cuando la realidad lo golpea, siempre encuentra a quien echarle la culpa.
Visto así, podría ser un avestruz.
Pero quizás comience a parecerse a un rinoceronte
Fuente: Clarín
Boletín Info-RIES nº 1102
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Estudio de las Sectas (RIES), Info-RIES**. En este caso les ofrecemos un
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Hace 1 mes
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