Editorial I / LA NACION
La exclusión social y el auge de la acción directa ante la inacción estatal quedaron de manifiesto tras los hechos de Soldati
La convulsión social que se produjo en Villa Soldati y se extendió a otras localidades mostró el rostro más doloroso de la larga crisis que atraviesa la vida pública argentina. En el sur de la ciudad de Buenos Aires quedó expuesta, como en una reducción a escala, una sociedad fracturada por la exclusión.
Del mismo modo, la fractura se advierte en el auge de las medidas de acción directa, que, frente a la inacción del Estado, están deviniendo en una cultura en la que el piquete, la usurpación, la toma de fábricas, el corte de rutas o calles y la extorsión desplazan el imperio de la ley y amenazan el orden público.
Una cultura frente a la cual cabe destacar la actitud de algunos gobernadores e intendentes, además del propio jefe de gobierno porteño, que reclamaron del gobierno nacional una intervención acorde con la gravedad de la situación.
En el parque Indoamericano apareció un universo social con el cual el Estado y las organizaciones convencionales de la vida pública establecen cada vez menos conexión.
Las hipótesis sobre un complot de éste o aquel dirigente no sólo son inconsistentes por la escasez de información en la que se sostienen.
La verdadera fragilidad de esas teorías radica en que en la Argentina hay cada vez más habitantes que carecen de un vínculo estable con las instituciones habituales.
Para ponerlo en términos más enfáticos, la novedad que apareció en ese barrio porteño es que hay un conjunto creciente de individuos que ni siquiera podrían ser víctimas de la manipulación clientelar porque están desligados del aparato formal de las organizaciones partidarias o sociales.
En Soldati se hizo presente una versión más aguda de uno de nuestros males: la crisis de representación.
Esa patología ya no se limita al malestar creciente que provocan en los ciudadanos los dirigentes. Se trata de algo más serio: la desvinculación lisa y llana de muchos ciudadanos con los dirigentes.
No debería sorprender que esta brecha se haya ido abriendo.
El sistema de partidos está pulverizado. Lo que queda de él padece deficiencias gravísimas.
La otra cara de este déficit de representación es la carencia de mediación, la renuncia a negociar.
Esas destrezas, consustanciales a toda sociedad democrática, han sido sustituidas por la acción directa.
Los que pretenden un subsidio, toman la calle; quienes se quejan por la infraestructura educativa, toman el colegio; los que protestan por la extenuante exacción impositiva, cortan las rutas; quienes temen la contaminación de un río, copan un puente; los que creen que el Estado debe proveerles una vivienda, toman un parque y quienes protestan por un encuadramiento sindical capturan plantas petroleras y amenazan con dejar sin energía a todo el país.
La expresión más contundente y sofisticada de estos procedimientos "de facto" la ofreció el sindicalista Hugo Moyano, quien, después de reunir a 70.000 personas en un estadio, amenazó: "Si el gobierno que se instala en 2011 no tiene en cuenta nuestros intereses, saldremos a la calle"
La ley, entendida como la expresión más respetable del contrato social, ha dejado lugar entre nosotros a la violencia.
Los recurrentes escándalos de corrupción estatal, la degradación de la burocracia pública, la falta de discusión programática, el vaciamiento conceptual de una política entregada al marketing como única vinculación con la opinión pública, aconsejan a más y más miembros de la comunidad a restar su consenso al sistema de organización colectiva.
En Soldati apareció la peor cara de la pobreza.
La que permite la explotación de los miserables por parte de los pobres.
El ministro de Economía, que ya no niega la inflación, se ilusiona con que ese flagelo no alcanza a los desamparados.
El secretario general de la CGT, que se prepara para presionar por aumentos salariales cada vez más abultados, predica que un poco de inflación no debe mortificar a nadie.
Mientras ellos exponen esas teorías, miles de inquilinos pagan por un cuarto en una villa de emergencia más de 1000 pesos por mes.
Un 150% más de lo que lo pagaban hace cuatro años por el mismo techo, carente de los servicios básicos.
Este aislamiento entre el mundo de los consumidores formales y la cada vez más abultada masa de familias que quedan al margen de los beneficios del crecimiento económico está volviendo cada vez más inquietante un fenómeno que, tristemente, se ha estabilizado entre nosotros: la aparición de patologías sociales complejas, en las grandes aglomeraciones urbanas.
Con una naturalidad espeluznante, las crónicas de Soldati mencionaban al narcotráfico como uno de los factores que explican lo que allí estaba ocurriendo.
Es imposible escuchar hablar de narcotráfico en las villas de emergencia y olvidar que, entre los cables de la diplomacia estadounidense filtrados en Internet, hubo uno plagado de precisiones sobre la falta de vocación del gobierno argentino por combatir el comercio de drogas y el lavado de dinero.
La descomposición del tejido político, la vulnerabilidad moral de la dirigencia, la extensión de las franjas sociales desamparadas por el Estado y la aparición de mafias que viven de delitos graves y complejos, son los rasgos de un mismo panorama social.
La Argentina aparece sometida a una inercia que, si no encuentra una estrategia inteligente y comprometida capaz de revertirla, conduce a cuadros sociales alarmantes, como los que se verifican en varias sociedades de América latina.
Advertir ese cuadro y atenderlo es, acaso, la tarea más urgente que tiene hoy delante de sí la política.
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