Por una democracia atlética e identitaria
Fuente: El Manifiesto.com
Podríamos dictaminar que nos encontramos en un lugar
histórico en el que la revolución mundial ya no es una amenaza sino que ha
triunfado ampliamente.
No otra cosa es, en el fondo, la modernidad.
El proceso ha sido liderado según el momento por
izquierdas o derechas, que en profundidad plantean una misma cosmovisión
determinada por la reducción del mundo a mercancía despojándole de contenidos
vinculantes.
Marx nunca dudó en patrocinar el librecambio con la
finalidad de desarticular las realidades nacionales y culturales tanto europeas
como del resto del mundo, siempre vio al capitalismo como el ariete de
penetración en contextos remotos.
Asimismo, asediado por izquierdas y derechas, el
mundo ha cedido, perdiendo su orientación y sentido.
Incluso los conceptos han sido vaciados de su
legítima referencia con la finalidad de configurar la mentalidad política de
los hombres y afianzar de este modo los capítulos revolucionarios de 1789 y
1918.
Uno de estos conceptos es claramente el de
democracia, que solemos utilizar para denominar el sistema político de los
países ya inmersos en la revolución.
Pero no se trata de una democracia viva y
ejercitada, sino de un sistema liberal-revolucionario.
Nos encontramos realmente en la revolución
triunfante con su consiguiente impracticabilidad democrática, en un mundo
caracterizado por la uniformidad de todo y de todos debido al sistema de
alienación general que fuerza la carencia de contenidos vinculantes.
Esto crea la sensación de que todo es contingente y
lo que hay podría no haberlo.
¿Por qué?
Porque en un grupo humano de tipo moderno no hay
adherencia a una comunidad determinada: la sociedad civil estaría compuesta por
meros individuos productores y portadores de mercancías.
Y este tipo de estructura lleva a la descualificación,
al espacio homogéneo (no hay otro, ya sea país o individuo) cuya idea de
libertad es que en cuanto menos enlazados estemos con las cosas más podemos
hacer con ellas.
No hay compromiso cultural: ahora el mundo es
mercancía.
Así la modernidad parte de la imposibilidad de la
comunidad, de la imposible afirmación de un espacio uniforme e ilimitado ya que
no hay un donde al que se pertenezca, no hay un contenido al que se esté
ligado.
La homogeneización nos lleva inexorablemente a una
especie de totalitarismo de carácter capitalista o socialista, puesto que a lo
que se reduce el hombre es a ser mero productor y consumidor de mercancías sin
vínculos espirituales ni culturales.
De ese modo se produce lo que llamamos
globalización, debido a que el mundo entero es contemplado como el marco en el
que se realizan las transacciones de mercancías, gracias a la igualación que
rompe con las fronteras territoriales y culturales.
Lo humano se ha visto también modificado, ha perdido
su contenido metafísico, reduciéndose a meros nervios y osamenta, padeciendo
también un proceso de escisión espiritual y cultural, por lo que ha soportado
el mismo trato de uniformidad carente de contenidos vinculantes, lo que le
lleva a ser reducido a simple objeto.
Un individuo objetivado, cosificado de este modo, es
perfectamente alienable (por ser contingente podría no ser o en todo caso ser
de otro modo), por lo tanto intercambiable, como sucede en los actuales
procesos migratorios mediante los que sustituimos una población por otra.
Y ésta es la idea de libertad del liberalismo, la
que cree que cuantos menos lazos tengamos con el mundo más podemos hacer con
él.
Ahora ya no podemos hablar de Cataluña o de España,
sino de aldea global y mercancías. Tampoco podemos hablar de catalanes o
españoles, sino de productores y consumidores.
Igualmente el proceso de desvinculación y de
transformación del espacio homogéneo en mercancía trae los peligros de
“totalitarismo soft” y de deshumanización, haciendo imposible el desarrollo de
una democracia sana, así como la supervivencia de las culturas y los seres
humanos que se han agregado a ellas durante milenios.
Regresando a la referencia original del concepto
democracia, podríamos considerar a ésta como el sistema en el cual el pueblo
gobierna.
El problema es que, para que ello sea así, se
requiere que exista un pueblo (demos) y un poder (kratos).
Y
ninguno de los dos existen hoy.
Un pueblo
requiere una comunidad, pero en la actualidad hemos ido sustituyendo sutilmente
la idea de comunidad por la de sociedad, las cuales no son en absoluto lo
mismo.
Sólo puede haber una comunidad democrática ahí donde
los hombres se unen por lazos afectivos, personales, familiares o nacionales
gracias a través de los vínculos que establecen con objetos, ideas o dioses
amados por todos, siendo el hombre reconocido como un fin en sí mismo.
Por el contrario, las sociedades son sumas de
individuos convertidos en objetos que ya han padecido el proceso de
desvinculación, se han homogeneizado y mercantilizado, aglutinándose tan sólo
gracias a la instrumentalización y otras razones estratégicas o tácticas.
El hombre deja ahí de ser un fin en sí mismo,
convirtiéndose en un medio para fines ajenos (productor, consumidor)
De aquí la afirmación de Adam Smith de que todo
hombre se convierte de algún modo en comerciante, y yo preciso: también en
mercancía.
La esencia humana ahora sería su fuerza de trabajo y
compra, rasero por el cual se uniformiza a la humanidad.
Se comercia con esa fuerza de trabajo, con lo cual
deja de haber capacidad de hablar de autóctonos y de no autóctonos, ya que eso
presupone una identidad (ahora hablamos de tendones y músculos que realizan
movimientos de producción).
Así pues, para hacer posible un DEMOS son necesarios
los lazos, una identidad común que es indispensable para crear una comunidad y
conseguir una cohesión ética.
En boca de Alasdayr McIntyre:
“La
noción de una comunidad política como un proyecto común es extraña al mundo
individualista liberal moderno.
En la perspectiva aristotélica, la sociedad
liberal moderna sería una agrupación de ciudadanos de ninguna parte que se han
juntado para asegurar la protección común”
Una
democracia identitaria —démosle ese nombre— se opone a que España sea una
sociedad pseudo democrática generada por individuos de ninguna parte unidos
para producir y consumir.
Es necesario recuperar la unión identitaria nacional
y la dimensión trascendente del hombre.
Esto nos llevaría a la identificación de tal o cual
hombre y a la ruptura con la uniformidad de todos.
El otro aspecto a tener en cuenta es la idea de
poder (Kratos).
El requisito básico de la democracia es mantener la
autonomía de la comunidad respecto a otras para poder decidir en función a su
idiosincrasia.
Es manifiesto que en una democracia el poder ha de
ser del pueblo, de un pueblo vinculado a cultos y tradiciones que persisten en
el tiempo y que nos da la identidad.
No es posible este sistema si el poder está
aglutinado en superestructuras, multinacionales o intereses de aldea global y
de mercado mundial.
Actualmente, si se quiere ser demócrata es necesario
renunciar a que la democracia sea el gobierno del pueblo y asumir que el pueblo
simplemente puede decidir en el rechazo o aceptación de aquellos que quieren
gobernar a la “sociedad de individuos”, los cuales son normalmente son
partidos-empresa generadores y vendedores de ideas para ganar elecciones.
El pueblo (o, mejor dicho, “la masa de individuos”)
se congrega una vez cada cuatro años a tirar un papelito, y tras ese momento la
política deja de ser asunto suyo.
Seamos, pues, demócratas.
Pero seámoslo de la única manera posible: atlética,
vigorosamente.
Sólo así, la democracia podrá tener sentido: a
través de una vía identitaria que recupere las conexiones familiares, éticas y
nacionales de los pueblos; que reconquiste una comunidad de hombres plenos de
contenido y que dejen de ser objetos sustituibles por individuos de otros
orígenes.
El Hombre deja, en tal caso, de ser osamenta
productiva e intercambiable en función a los intereses productivos y recobra su
dimensión ontológica de sujeto de poder y no mero objeto de este.
Es forzoso ejercitar los músculos políticos de la comunidad
y reconquistar la democracia, no consentir el mercantilismo de ideas, sino
hacerse cargo de la cosa pública de forma cotidiana y desde los mismos lugares
afectados.
No se trata de procurar una regresión temporal, sino
una democracia atlética de objetivos generados desde la propia comunidad.
Lograr una nueva temporalidad posrevolucionaria que
no anhele votos, sino voluntades dispuestas a hacerse cargo del ejercicio
legítimo del poder.
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