"Gordi, sorry pero creo que esta vuelta te pasaste” decía la única amiga kirchnerista que tengo, mientras mirábamos juntas el desempeño de la presidente Kirchner frente a los alumnos de Harvard.
“Vos sabés que yo te re banco, pero decir que hablás con el periodismo, qué querés que te diga…” balbuceaba nerviosa. Yo twitteaba indignación y peleaba con un peronista de Rodriguez Saa que intentaba despegarse del actual gobierno como si pertenecieran a concepciones políticas diferentes. Mamá, desde otro cuarto, aullaba “Defachatada!, defachatada!” en el momento en que mi hija adolescente se asomaba justo a tiempo para preguntar: “¿qué significa “defachatada”?”.
Nuestra empleada doméstica (la que cacerolea con nosotros en Santa Fe y Callao para mala sangre de Kunkel) aludiendo a otro plano del mismo episodio opinaba “qué feo tiene el pelo. ¿Qué se puso ahí arriba?” y papá añadía indiferente: “¿sigue con el luto esa señora?”
El más cáustico fue el plomero que, con un ojo, revisaba la columna del agua fría y con el otro, la pantalla del televisor. “En Boston, eh? ¿Con qué dólares habrá viajado la presidente? decía mientras cerraba la llave de paso.
Aquello parecía un programa de Mauro Viale. Hablábamos todos juntos pero la que llevaba la voz cantante era, como es usual, Cristina. Desde el televisor y con una verborragia un poquito sobreactuada le ponía varios minutos a cada respuesta, echando a los perros la sobriedad que sugieren los estrategas. “¡El que se excusa, se acusa” Cristina! decía yo en voz alta como si estuviese dando clase a mis alumnos de ciencia política. El elemental consejo es más viejo que andar a pie. Diez minutos para negar que la inflación argentina sea del 25% es un tanto sospechoso. Y otros diez para explicar que los medios mienten y tergiversan, también.
Yo seguía el cacerolazo virtual que se desarrollaba en Twitter en simultáneo con la alocución. Y me entusiasmé porque había muchas más ideas que insultos y porque los ciber-k se percibían en franco retroceso.
Los gritos desenfrenados de papá me devolvieron al “aquí y ahora”. “¿Que no hay cepo cambiario?!?!?!” alcancé a escuchar entre epítetos que ni al tano Pasman se le habían ocurrido. Fui a calmarlo; el viejo es hipertenso y temí por su salud pero recibí un “y vos también rajá de acá” por
respuesta. El no puede entender que alguien sea kirchnerista y mucho menos que ese alguien sea amiga mía.
“Yo, que desafié al régimen negándome a usar luto por la Eva tengo que tolerar que defiendan a esta gente en mi cara” decía mientras yo me alejaba de la habitación. Fue casi como de película porque al traspasar de un ambiente a otro sonaban campanas diferentes; encontré a mi amiga K aplaudiendo. “Le chantó al yankie que Harvard es carísima. ¡Qué bien estuvo!” decía con una amplia sonrisa. Lástima que no estaba allá porque el público presente reaccionó bien distinto. Nadie interpretó que se trataba de una broma a pesar de la sonrisa que esbozó Cristina y como los aplaudidores a sueldo eran minoría, nadie le festejó la grosería.
“Si aceptó responder preguntas, ¿por qué se enoja con los alumnos?” planteaba mi hija mientras fruncía el ceño. Yo le expliqué que tantos años viviendo en una burbuja de público cautivo le jugaron una mala pasada pero como ella no se tortura como yo con las semanales cadenas nacionales, no entendió del todo a qué me refería. La dejé viendo un capítulo estreno de “Lie to me” y me fui a ver cómo seguía mamá, que también tiene problemas de presión. “No me tomo ahora porque debo estar en 25” me dijo apenas asomé la cabeza. “Dice que nunca hubo tanta libertad para opinar como ahora, podés creer?”. Yo acababa de leer un twitt muy gracioso al respecto que hacía referencia al estudiante que había incomodado a la presidente con el tema de la libertad en la Argentina: “Los padres de ese alumno en este momento están abandonando su casa por la ventana y con lo puesto” decía uno de los tantos “vecinos” ocurrentes del ciberespacio. Claro, Cristina Kirchner le había preguntado con sospechoso interés de dónde era y todos pensamos que se le venía una retribución de atenciones al estilo K, o sea, una amable visita de la Afip.
Como si el clima no estuviese suficientemente denso, sonó el teléfono. Era un ex compañero de facultad que, sin siquiera saludar apenas descolgué el auricular y antes de que alcanzara mi oreja, empezó a enumerar lo que calificó de “barbaridades”. “Hace años que doy clases en la Universidad de La Matanza y nunca me habían destratado de esta manera!” Sin posibilidad de intercalar un bocadillo arremetió: “¿Qué le pasa? ¿Acaso es egresada de la Sorbone o tiene un PhD de Stanford? Por lo menos me consta que mis alumnos y yo podemos exhibir nuestro diploma universitario, no como ella.
Si niega la inflación y dice que habla con la prensa asiduamente ¿por qué tendríamos que creerle que es abogada?” En un cursito de coaching que hice hace varios años me indicaron que ante la ira del interlocutor, uno tiene que acompañar evitando que la cosa escale. Por eso me limité a repetir en un tono muy suave: “claro, claro” pero le tuve que cortar porque oí que el plomero requería a alguien de la casa. A esa altura los viejos se habían juntado frente a un mismo televisor. No me pareció buena idea porque ya los conozco; juntos se potencian; empiezan con Cristina y terminan en la clausura de “La Prensa”, bochornosa arbitrariedad que mi abuelo materno vivió en carne propia. De pasada hacia mi encuentro con el plomero barajé las pastillas para la presión. Era prudente tenerlas a mano. De la pérdida de agua no supe más pero sí de la furia del plomero. Estaba más colorado que Jacobo Winograd y gritaba enajenado: “Claro! Los hoteles y las casas te las compraste con el sueldo de presidenta! Claro! Yo me chupo el dedo! Vos mejor hacele un monumento al juez dulzón ese y pedile a Dios que no se muera nunca! Consideré inoportuno preguntarle por el arreglo y opté por convidarle el medicamento para la presión.
Se habían acallado las cacerolas y bocinas que sonaron fuerte a la hora en que estaba previsto el inicio de la presentación de Kirchner en Harvard. Nadie supuso que llegara una hora y media tarde. El “relato”, aunque algo diletante, ya lo conocíamos. Las preguntas habían sido implacables. En el momento de la silbatina confieso que me impresioné un poco.
O hay muchos argentinos estudiando en Harvard o el rechazo de las políticas peronistas traspasa fronteras.
Me inclino por creer que se trata de la segunda opción.
María Záldivar
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