"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

sábado, 10 de noviembre de 2012

La culpa es del que se queja


El análisis
Por Martin Rodriguez Yebra | LA NACION

Cristina Kirchner procesó en tiempo récord la mayor protesta contra su gestión: lo que se tarda en trazar una raya.

Los cientos de miles de manifestantes que salieron el jueves a la calle viven en otra realidad.
Engañados o en un mar de ignorancia que les impide ver los éxitos del "modelo" que ella encarna.
Fue literal: dijo que muchos argentinos "tienen una idea distorsionada de su propio país".

No mencionó el cacerolazo en casi una hora de discurso.
Pero en cada frase que pronunció les respondió a sus críticos con los argumentos que, a su entender, desarticulan todo reclamo.
Si en el Obelisco se pidió "prensa libre", ella celebró que "nunca en el país hubo tanta libertad de expresión".

¿Molestan las restricciones a la compra de divisas?
Pues, "la Argentina es el segundo país del mundo con más dólares per cápita, después de Estados Unidos, que tiene la maquinita".
Hasta estuvo cerca del autoelogio por el creciente déficit en el turismo.
¿Hay quejas por los impuestos altos?; son "algunos a quienes les molesta que se pague la Asignación por Hijo".
A los que pidieron por la Fragata Libertad, les informó que ella, incluso por sobre "Él", es la gobernante que más invirtió en el barco ahora retenido en Ghana.
A los que rechazan la idea de la re-reelección, les dedicó una sonrisa cómplice cuando el intendente de Villa Gesell, que habló antes de ella, le rogó: "Este proyecto debe continuar con usted".

Eludió sí responder a otros cartelitos recurrentes, a los que aun en un discurso tan encendido como el de su 9-N prefirió desconocer: la inflación, la corrupción y la seguridad (salvo que se cuente el abierto ninguneo a la ministra Nilda Garré, cuando mencionó al secretario Sergio Berni y no a ella como uno de los funcionarios a los que llama a diario para resolver problemas).

Como había insinuado el aparato de propaganda oficial en su cobertura de las concentraciones del jueves, la Presidenta interpretó que quienes movilizaron sólo tendrán legitimidad el día en que tengan un representante político que les permita ganar elecciones. Les cargó la culpa de no conseguir un candidato que los satisfaga. No asumió ninguna por el descontento de una porción importante de la ciudadanía a la que gobierna desde hace cinco años. Prefirió dedicarse a adelgazar esa multitud, como si fuera vital distinguir si hubo un millón, 300.000 o 150.000. Ordenó emitir un comunicado sin precedente a la Policía Federal en el que estima la cifra de asistentes en los distintos cacerolazos: calcularon en 70.000 los que se movieron entre el Obelisco y la Plaza de Mayo. Más o menos como los que el día anterior fueron a ver a Kiss en River. En realidad, no hizo más que responderle a la Policía Metropolitana, de Mauricio Macri, que el día anterior se había ilusionado con ver 500.000 en el mismo lugar.

En definitiva, lo que estaba blanqueando la Presidenta fue su incomodidad ante las cifras de asistencia que se publicaron en los medios de comunicación no ligados al kirchnerismo. ¡Los medios hegemónicos! Esa obsesión. Llegó al extremo de reprochar a los periodistas que relegaron ante "otros hechos" (el innombrable 8-N) los dos grandes sucesos mundiales de los días que pasaron: el triunfo de Barack Obama en Estados Unidos y el Congreso del Partido Comunista Chino.
Más allá de que todos los medios del país sí trataron con amplitud esos temas, olvidó un principio básico que condiciona la selección, edición y difusión de noticias: la cercanía geográfica.
Es como si Julio Falcioni despotricara contra los periodistas deportivos por comentar una derrota de Boca el día en que se enfrentaban el Real Madrid y el Barcelona.

Resultó curioso cómo celebró el triunfo de Obama, a quien presentó casi como un aliado ideológico a pesar de la cadena de conflictos en que se convirtió su relación con el líder demócrata desde que éste ganó su primer mandato en la Casa Blanca.

También sorprendió la generosidad con Macri, a quien un poco ella y mucho los voceros kirchneristas se empeñaron en atribuirle la organización de los cacerolazos. Es cierto que el jefe de gobierno de la ciudad llamó a marchar y que puso recursos logísticos en favor de la protesta, pero ni el macrista más convencido se animaría a considerar como propia a la multitud del 8-N. Más que un error de cálculo sonó a un recurso psicológico: Macri es un rival con el que Cristina se siente cómoda.

La velocidad con que la Presidenta dio su respuesta al cacerolazo llamó la atención incluso a algunos kirchneristas, que suponían que podría abrirse algún espacio de reflexión.
Tal vez algún gesto para descomprimir tensiones.
Pero no.
La señal debía ser inequívoca: el Gobierno no reconocerá entidad a esas miles de personas (no importa ya cuántas) que salieron a protestar. El "modelo" no se toca. Y ella, aunque dedicó minutos y minutos a explicar cuánto trabaja y se esfuerza, no se sintió aludida como foco de algún reclamo legítimo.

El kirchnerismo intentará ahora olvidar el 8-N y enfocarse en el 7-D, la batalla épica que imagina como el principio del fin de los medios de comunicación críticos.

En ese país ideal, supone ese razonamiento, la Presidenta no volverá a oír cacerolas desde el living de la residencia de Olivos.
O al menos podrá taparlas poniendo más fuerte el televisor

No hay comentarios: