"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

martes, 18 de marzo de 2014

¿A quién le importa que haya escuelas?

Por: Martín Caparrós

Nos acostumbramos a casi cualquier cosa.
Hace diez días que cuatro millones –4.000.000– de chicos no tienen clases.
O sea: hace diez días que cuatro millones –4.000.000– de argentinos no reciben la educación que el Estado se comprometió a ofrecerles, con la que justifica su existencia, para las cual se queda con los impuestos de sus padres –y de todos los demás.
El Estado es un pacto:
Yo, ciudadano¿yo, ciudadano?–, te entrego poder y plata para que me entregues, a cambio, ciertos servicios.
Si el Estado no cumple ese pacto, no tiene derecho a reclamar un pomo.
En cualquier sociedad un poco orgullosa, un poco digna, que cuatro millones –4.000.000– de chicos no puedan ir a la escuela sería un escándalo incesante.
No una molestia para sus padres, no una incomodidad o un contratiempo:
La prueba de un fracaso extremo.
A nosotros nos importa más o menos: lo comentamos, algunos lo sufren, siga siga.

No nos importa -o parece que no nos importa.
Quizá sea porque los gobiernos peronistas desde 1989 han sido tan eficaces en separar argentinos.
Y que entonces los que tienen más acceso a la palabra, a los medios, a las varias presiones, ya no mandan a sus hijos a esas escuelas que no abren –y los que sí lo hacen son lo que se joden de todos modos, de tantos otros modos.

En 2003, por ejemplo, el 26 % de los chicos argentinos iba a escuelas privadas; en 2011 era el 37,5 %.
La privatización de la educación argentina es una de las tendencias más sostenidas del peronismo kirchnerista.
No nos importa -o parece que no nos importa.
Para muchos de nosotros, los maestros son otros.
Un amigo preguntaba hace unos días:
¿cuántos de nosotros alentaríamos a nuestros hijos a que fueran maestros? 
Es una prueba -empírica, brutal- de cómo los tomamos.
Y cuando una sociedad se toma así a quienes tienen que enseñarle, está en problemas.
No nos importa -o parece que no nos importa.
Quizá sea porque nadie sabe bien qué hacer.
Esos padres, por ejemplo, que dicen masivamente que apoyan el reclamo de los maestros pero no sus paros:
Que, por supuesto, están de acuerdo con que un maestro no debería ganar tanto menos que un policía o un camionero pero no quieren que sus hijos se queden sin escuela.
Es lo mismo que decimos tantas veces cuando un piquete nos embotella en cualquier calle.
El problema es que, en un país donde las instituciones y las representaciones, donde deberían discutirse esas cuestiones son feudos de unos pocos, no hay forma de hacerse oír que no sean estas maneras de la acción directa.
Si no paran, los maestros están seguros de no conseguir los aumentos que merecen.
Si paran, saben que están jodiendo a los que no se lo merecen.
Y muy poco cambia.

Llevo años escribiendo variaciones de esta columna.
Hace cinco, por ejemplo, publiqué una que decía que “hoy empiezan las clases y no empiezan las clases: para la mayoría de los alumnos argentinos, esta mañana no hay escuela.
Los maestros de medio país van a la huelga para pedir un sueldo que ninguno de nosotros, periodistas, por ejemplo, aceptaría ni para empezar.
Son sueldos tan elocuentes, tan didácticos:
Dicen, antes que nada, que a la sociedad argentina la educación le importa tres carajos.
O, más preciso: que a la sociedad argentina le importa tres carajos la educación de sus pobres.”

Hace dos años presentábamos con el legislador de la ciudad de Buenos Aires, MST en Proyecto Sur, Alejandro Bodart, un proyecto de ley para que los funcionarios políticos estuvieran obligados a mandar a sus hijos a escuelas públicas y atenderse en hospitales públicos, así vivían en carne propia los efectos de sus políticas.
Los legisladores porteños, por supuesto, macristas, kirchneristas, nunca lo discutieron.
Lo cierto es que los cuatro millones –4.000.000– de chicos siguen sin clases y a nadie parece importarle demasiado.
Los diarios no lo ponen en sus tapas, los gobernantes no salen a ofrecer disculpas, los ciudadanos a pedírselas.
Que esas escuelas de segunda funcionen o no funcionen nos da más o menos lo mismo.
Como muchas otras cosas.

Nada me impresiona más que la cantidad de sombras a las que nos hemos ido acostumbrando: cuestiones que nos parecían intolerables hace unos años, unas décadas, ahora son el pan de cada día, los lugares comunes.
Será cuestión de ver a qué no podemos habituarnos.
Ahí, supongo, habría una clave, una llave:
El modo de volver a respetarnos...

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