No
queremos que suban las tarifas.
No
queremos que suban los impuestos.
No
queremos que suba la deuda.
Con
estos “no queremos” debe lidiar el gobierno, al que a la vez se le
exige que no haya cortes de luz,
que
no falte gas –y mucho menos agua-,
que
“baje el déficit fiscal” pero –eso sí- que no lo haga deteniendo la obra
pública,
ni
despidiendo empleados, ni reduciendo salarios.
Por
supuesto: que ni se le ocurra tampoco reducir los fondos enviados a las
provincias, a las Universidades, a las obras sociales o al sistema de seguridad
social.
Ah...y además,
que baje la inflación...
Ese
es el cuadro.
Si cualquiera de
esas cosas no queridas pasa, allí están, con las piedras en la mano, los que
gestionaron todo durante más de una década para traernos hasta aquí, listos
para hacer tronar el escarmiento.
Puede
resultar curioso, pero no extraño.
Así
funciona el razonamiento populista, distribuyendo los flancos de ataque según
la situación.
El
mensaje requiere –para cerrar- un “pueblo-jardín-de-infantes”.
En
lo posible, con poca o nula ciudadanía, escasa capacidad de análisis y mucho
menos pensamiento crítico.
Es
compatible con una educación mediocre, poco diálogo y mucho ruido, sin ninguna
vocación nacional y una obsesión, permanente, constante, visceral:
Recuperar
el botín.
El botín es el
Estado.
Se
han visto en estos meses y se sigue viendo la capacidad casi infinita de
proveer riqueza a quien lo detente sin escrúpulos.
Han
salido a la luz mecanismos que –se asegura- son sólo la punta del “iceberg”,
pero que han impregnado la totalidad de la estructura pública.
Estado
nacional, provincias, municipios, entes autárquicos, bancos, organismos de la
seguridad social, organizaciones asistenciales, justicia, seguridad…
Una orgía sin
antecedentes en el país –y seguramente pocos en el mundo- con tal grado de
angurria, por el lado de quienes tenían el botín en sus manos, y de
indiferencia por el lado de quienes –en teoría- eran los dueños, adormecidos
por un relato-canción-de-cuna tipo “arroz con leche”, mientras se le vaciaba la
casa.
En
este escenario y este drama algunos van despertando.
Otros
quieren volver a adormecerse y seguir soñando (es tan lindo ignorar las cosas y
–en todo caso- descargar las culpas en otros…).
Y
otros han asumido como su obligación personal correr los velos y mostrar las
lacras, aun enfrentando la tendencia somnolienta de quienes pretenden
adormecerse nuevamente porque no se sienten capaces de mirar de frente tal
desquicio.
“Nunca es triste
la verdad, lo que no tiene es remedio”, canta Serrat.
Afortunadamente
estamos en la Argentina, especialista en salir de situaciones traumáticas.
Pero
lamentablemente estamos en Argentina, especialista en escaparle a los problemas
sin solucionarlos.
Esas
dos características de la Argentina están jugando hoy en la escena pública, con
protagonistas basculando entre la responsabilidad patriótica y la ventaja
oportunista.
Porque
–también hay que decirlo- tantos años de jardín no fueron gratis y muchos parecieran
querer seguir eternamente en la niñez.
Esperando
que papá arregle todo.
Enojándose
con papá si no trae caramelos.
Y
atormentando con berrinches infantiles la convivencia hogareña.
El país maduro
está cerca, pero requiere constancia en el rumbo y un singular patriotismo.
En
una sociedad tan afecta a los logros deportivos, tal vez hoy sea útil mirar el
ejemplo de Del Potro.
Hace
apenas tres meses, no sabía siquiera si podría volver a las canchas.
No
se adormeció: con práctica, tesón, sacrificio, profesionalismo y
fundamentalmente una voluntad de hierro, trae una medalla olímpica que nadie le
regaló.
El
otro ejemplo fue el fútbol.
Esas
son las opciones para nuestras vidas individuales.
También
para el futuro colectivo.
Ricardo
Lafferriere
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