Envío de Oscar Fernando Larrosa/Faceb ook
Por
Hadrian Bragation.
Parte
1
La
historia, como casi todas, es confusa:
En
la primavera de 1967 mi padre escribía paciente y casi inútilmente en Berlín su
Catálogo de las lenguas de las naciones.
No
otra cosa que todos los idiomas del orbe querían figurar en él, aun los
desconocidos y los que pertenecían al porvenir.
La
generosidad de una casa editorial (que ha preferido no ser nombrada, aunque la
gratitud de mi padre insistió) hacía la tarea menos irracional y menos tediosa.
Para
distraerse, mi padre colaboró con la preparación de un texto a medias satírico
de Séneca:
La Divi Claudii
apotheosis per saturam quae apolocyntosis vulgo diciturse imprimió, con traducción
de Otto Rossbach (1926), por esas semanas.
El
relato de mi padre comienza aquí.
El
hombre era joven, mediano, delgado, de cansancio feroz y una cierta inclinación
al hambre.
Durante
días merodeó por los alrededores de la editorial, cerca de las riberas del
Landwehr
(mi
padre decía: Se paseaba por entre
aquellos árboles como un fantasma)
En
sus manos llevaba un libro.
Fue
al atardecer cuando se atrevió a entrar en las oficinas de mi padre.
Su
alemán era tembloroso; mi padre observó que su lengua materna sería el español,
que él ignoraba;
el
libro en sus manos era la Apocolocyntosis
de Séneca.
Mi
padre sirvió algo de té y hablaron, la conversación ahora es borrosa;
seguramente los balbuceos se refirieron a la traducción, a Rossbach, a Séneca,
a Claudio César, a Virgilio, a Roma.
Tras
un par de horas se retiró.
Mi
padre nunca lo volvería a ver, y tardó en percatarse de que había dejado bajo
unos papeles, con toda intención, el libro.
Sólo
días después mi padre, al corregir unos apuntes que no acabaría nunca, encontró
al libro dentro del libro, los papeles del hombre joven, mediano, delgado,
cansado y hambriento ocultos entre los papeles de Séneca.
Las
líneas eran proféticas:
En
esa primavera de 1967 en Berlín mi padre leyó la confesión de un censor en La
Habana, que serían escritas en 1969:
Hiram
(ése era el nombre) era duro y ambicioso y servil, y rogaba para que bajo su
voluntad se postrase un texto que circulaba (según esos párrafos) en Cuba en
forma samizdat: Apocolocyntosis Divi Fideli.
La
extensión no superaba las treinta páginas.
Mi
padre las leyó y releyó durante todo un día y toda una noche en su original
español, y hacia el final del último crepúsculo las agradables sutilezas del
español, más aquí de Góngora, le eran menos desconocidas.
Al
segundo día las tradujo con torpeza al alemán, en el día tercero al inglés.
Las
revisaría constantemente.
Jamás
se sintió conforme.
Tras
muchos años, ya olvidado de su destino literario, ensayó una lenta traducción
al ruso que multiplicó por cientos y divulgó por entre las embajadas de las
moribundas repúblicas soviéticas.
Ninguna
logró sortear a su censor.
Murió
en 1975 mi padre.
Para
entonces esas páginas ya se habían convertido en Babel, y su ansioso catálogo
de lenguas se redujo a esforzadas traducciones de un texto publicado jamás.
…
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