"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

martes, 29 de noviembre de 2016

Apocolocyntosis Divi Fideli - Parte I

Envío de Oscar Fernando Larrosa/Faceb ook
Por Hadrian Bragation.
Parte 1

La historia, como casi todas, es confusa:
En la primavera de 1967 mi padre escribía paciente y casi inútilmente en Berlín su Catálogo de las lenguas de las naciones.
No otra cosa que todos los idiomas del orbe querían figurar en él, aun los desconocidos y los que pertenecían al porvenir.
La generosidad de una casa editorial (que ha preferido no ser nombrada, aunque la gratitud de mi padre insistió) hacía la tarea menos irracional y menos tediosa.
Para distraerse, mi padre colaboró con la preparación de un texto a medias satírico de Séneca:
La Divi Claudii apotheosis per saturam quae apolocyntosis vulgo diciturse imprimió, con traducción de Otto Rossbach (1926), por esas semanas.
El relato de mi padre comienza aquí.

El hombre era joven, mediano, delgado, de cansancio feroz y una cierta inclinación al hambre.
Durante días merodeó por los alrededores de la editorial, cerca de las riberas del Landwehr
(mi padre decía: Se paseaba por entre aquellos árboles como un fantasma)
En sus manos llevaba un libro.
Fue al atardecer cuando se atrevió a entrar en las oficinas de mi padre.
Su alemán era tembloroso; mi padre observó que su lengua materna sería el español, que él ignoraba;
el libro en sus manos era la Apocolocyntosis de Séneca.
Mi padre sirvió algo de té y hablaron, la conversación ahora es borrosa; seguramente los balbuceos se refirieron a la traducción, a Rossbach, a Séneca, a Claudio César, a Virgilio, a Roma.
Tras un par de horas se retiró.
Mi padre nunca lo volvería a ver, y tardó en percatarse de que había dejado bajo unos papeles, con toda intención, el libro.
Sólo días después mi padre, al corregir unos apuntes que no acabaría nunca, encontró al libro dentro del libro, los papeles del hombre joven, mediano, delgado, cansado y hambriento ocultos entre los papeles de Séneca.
Las líneas eran proféticas:
En esa primavera de 1967 en Berlín mi padre leyó la confesión de un censor en La Habana, que serían escritas en 1969:
Hiram (ése era el nombre) era duro y ambicioso y servil, y rogaba para que bajo su voluntad se postrase un texto que circulaba (según esos párrafos) en Cuba en forma samizdat: Apocolocyntosis Divi Fideli.
La extensión no superaba las treinta páginas.

Mi padre las leyó y releyó durante todo un día y toda una noche en su original español, y hacia el final del último crepúsculo las agradables sutilezas del español, más aquí de Góngora, le eran menos desconocidas.
Al segundo día las tradujo con torpeza al alemán, en el día tercero al inglés.
Las revisaría constantemente.
Jamás se sintió conforme.
Tras muchos años, ya olvidado de su destino literario, ensayó una lenta traducción al ruso que multiplicó por cientos y divulgó por entre las embajadas de las moribundas repúblicas soviéticas.
Ninguna logró sortear a su censor.
Murió en 1975 mi padre.
Para entonces esas páginas ya se habían convertido en Babel, y su ansioso catálogo de lenguas se redujo a esforzadas traducciones de un texto publicado jamás.

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