Arturo
Pérez-Reverte
Fuente:
El Manifiesto.com
La
situación empezaba a ser crítica para los nuestros —porque sintiéndolo mucho,
señor presidente, allí los cristianos eran los nuestros—. Viendo lo cual
Alfonso VII de Castilla cabalgó hacia el enemigo.
Los
reyes de Aragón y Navarra, con sus soldados aragoneses, catalanes y navarros,
hicieron lo mismo.
Ya
ni siquiera se estudia en los colegios, creo.
Moros
y cristianos degollándose, nada menos.
Carnicería
sangrienta.
Ese
medioevo fascista, etcétera.
Pero es posible
que, gracias a aquello, mi hija no lleve hoy velo cuando sale a la calle.
Ocurrió
hace ocho siglos, cuando tres reyes españoles dieron, hombro con hombro, una
carga de caballería que cambió la historia de Europa.
El
16 de julio es el aniversario de aquel lunes del año 1212 en que el ejército
almohade del Miramamolín Al Nasir, un ultra radical islámico que había jurado
plantar la media luna en Roma, fue destrozado por los cristianos cerca de
Despeña perros.
Tras
proclamar la yihad —seguro que el término les suena— contra los infieles, Al
Nasir había cruzado con su ejército el estrecho de Gibraltar, resuelto a
reconquistar para el Islam la España cristiana e invadir una Europa —también
esto les suena, imagino— debilitada e indecisa.
Los paró un rey
castellano, Alfonso VIII.
Consciente de
que en España al enemigo pocas veces lo tienes enfrente, hizo que el
papa de Roma proclamase aquello cruzada contra los sarracenos, para evitar que,
mientras guerreaba contra el moro, los reyes de Navarra y de León, adversarios
suyos, le jugaran la del chino, atacándolo por la espalda.
Resumiendo
mucho la cosa, diremos que Alfonso de Castilla consiguió reunir en el campo de
batalla a unos 27.000 hombres, entre los que se contaban algunos voluntarios extranjeros,
sobre todo franceses, y los duros monjes soldados de las órdenes militares
españolas.
Núcleo
principal eran las milicias concejiles castellanas —tropas populares, para
entendernos— y 8.500 catalanes y aragoneses traídos por el rey Pedro II de Aragón;
que, como gentil caballero que era, acudió a socorrer a su vecino y colega.
A
última hora, a regañadientes y por no quedar mal, Sancho VII de Navarra se
presentó con una reducida peña de doscientos jinetes —Alfonso IX de León se quedó en casa—.
Por
su parte, Al Nasir alineó casi 60.000 guerreros entre soldados norteafricanos,
tropas andalusíes y un nutrido contingente de voluntarios fanáticos de poco
valor militar y escasa disciplina:
Chusma
a la que el rey moro, resuelto a facilitar su viaje al anhelado paraíso de las
huríes, colocó en primera fila para que se comiera el primer marrón, haciendo
allí de carne de lanza.
La
escabechina, muy propia de aquel tiempo feroz, hizo época.
En
el cerro de los Olivares, cerca de Santa Elena, los cristianos dieron el asalto
ladera arriba, bajo una lluvia de flechas de los temibles arcos almohades,
intentando alcanzar el palenque fortificado donde Al Nasir, que sentado sobre
un escudo leía el Corán, o hacía el paripé de leerlo —imagino que tendría otras
cosas en la cabeza—, había plantado su famosa tienda roja.
La
vanguardia cristiana, mandada por el vasco Diego López de Haro, con jinetes e
infantes castellanos, aragoneses y navarros, deshizo la primera línea enemiga y
quedó frenada en sangriento combate con la segunda.
Milicias
como la de Madrid fueron casi aniquiladas tras luchar igual que leones de la
Metro Goldwyn Mayer.
Atacó
entonces la segunda oleada, con los veteranos caballeros de las órdenes
militares como núcleo duro, sin lograr romper tampoco la resistencia moruna.
La
situación empezaba a ser crítica para los nuestros —porque sintiéndolo mucho,
señor presidente, allí los cristianos eran los nuestros—; que, imposibilitados de
maniobrar, ya no peleaban por la victoria, sino por la vida.
Junto
a López de Haro, a quien sólo quedaban cuarenta jinetes de sus quinientos, los
caballeros templarios, calatravos y santiaguistas, revueltos con amigos y
enemigos, se batían como gato panza arriba.
Fue
entonces cuando Alfonso VII, visto el panorama, desenvainó la espada, hizo
ondear su pendón, se puso al frente de la línea de reserva, tragó saliva y
volviéndose al arzobispo Jiménez de Rada gritó:
«Aquí,
señor obispo, morimos todos».
Luego,
picando espuelas, cabalgó hacia el enemigo.
Los
reyes de Aragón y de Navarra, viendo a su colega, hicieron lo mismo.
Con vergüenza
torera y un par de huevos, ondearon sus pendones y fueron a la carga espada en
mano.
El
resto es Historia:
Tres
reyes españoles cabalgando juntos por las lomas de Las Navas, con la exhausta
infantería gritando de entusiasmo mientras abría sus filas para dejarles paso.
Y
el combate final en torno al palenque, con la huida de Al Nasir, el degüello y
la victoria.
¿Imaginan
la película?
¿Imaginan
ese material en manos de ingleses, o norteamericanos?
Supongo
que sí.
Pero
tengan la certeza de que, en este país imbécil, acomplejado de sí mismo, no la
rodará ninguna televisión, ni la subvencionará jamás ningún ministerio de
Educación, ni de Cultura...
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