Si
el Gobierno no se decide a llevar a cabo el cambio estructural que el país
necesita, se corre el riesgo de volver al populismo
Luis
Majul
LA
NACION
Si Cambiemos
gana las elecciones de octubre, Mauricio Macri tendrá la última oportunidad
para demostrar que no es un presidente de transición, sino uno que vino a
transformar de verdad la Argentina.
No
dependerá, necesariamente, de la cantidad de votos de diferencia que obtenga
Esteban Bullrich sobre Cristina Fernández o Sergio Massa.
Ni
del porcentaje de voluntades que el oficialismo consiga a nivel país.
No
dependerá, tampoco, de la nueva relación de fuerzas en la Cámara de Diputados o
en el Senado.
Dependerá, casi
exclusivamente, de la actitud política del jefe del Estado.
De
si quiere asumir, de una vez por todas, el rol de verdadero líder.
De
si decide poner en marcha las reformas estructurales en las que cree, más allá
de cualquier reacción coyuntural de la volátil opinión pública.
Quizás
alguno de sus asesores debería mostrarle el video de la asunción del flamante
presidente de Francia, Emmanuel Macron, en el Palacio de Versalles.
Palabras más,
palabras menos, el presidente de Francia anunció que no venía a administrar
nada, sino a poner en marcha una verdadera revolución.
Dio
por descontado que esperaba el apoyo del Congreso.
Sin
embargo, anticipó que si la oposición no se mostrara colaborativa, haría las
reformas de cualquier manera, llamando a un plebiscito o a un referéndum.
Es
decir: Macron no va a esperar ninguna encuesta; ni va a contar los like o los
ingresos en su página de Facebok.
Lo que va a
hacer, nada más y nada menos, es ejercer el poder.
No
parece voluntarismo, sino determinación.
Hasta
ahora Macri no lo hizo.
O
por lo menos no lo hizo de manera efectiva.
Parecía
que se "iba a comer los chicos crudos" no bien asumió, cuando tomó la
decisión de levantar el cepo de un día para el otro. Generó la percepción de
que de veras cambiaría las absurdas reglas de juego del populismo al aumentar
las tarifas de la energía y mantener la decisión contra viento y marea.
Pero algo lo
detuvo en el medio.
Las
medidas cautelares de la Justicia contra los aumentos de tarifas en diferentes
distritos pudieron haber sido un motivo.
La
andanada de acusaciones, escraches y denuncias judiciales que impulsaron los jefes
de los grupos de tareas de Cristina también pudieron haber influido.
Hasta
ahora, Macri ha explicado este escenario de estancamiento político con el mismo
razonamiento con el que justificaba algunas de las cosas que no podía hacer en
la ciudad:
Que
le falta poder o que grupos con más poder que él mismo le estaban poniendo
"palos en la rueda".
Se
trata de un razonamiento ingenuo y peligroso.
Ingenuo,
porque transmite impotencia y, como se sabe, la impotencia es sinónimo de
debilidad.
Y
peligroso porque, si nadie lo pone en cuestión, la Argentina corre el riesgo de
quedar sumida en el limbo de la grieta, entre un presidente con buenas
intenciones y la amenaza de volver a un populismo extraviado, berreta y
radical, pero que todavía cuenta con el 30% de los votos en la provincia más
importante del país.
Los
asesores electorales de Macri confunden la demanda de quienes pretenden que
asuma su liderazgo con el voluntarismo típico del círculo rojo.
A
veces parecen no comprender la diferencia entre ganar unas elecciones y
conducir y transformar un país como la Argentina, que está colapsado por donde
se lo mire.
Y que precisa de
profundas reformas estructurales ya.
Polarizar
contra Cristina Fernández puede ser muy útil para ganar las legislativas de
octubre, taponar el futuro inmediato de Sergio Massa y otros dirigentes de su
edad y manejar los tiempos hasta llegar a una posible reelección que le permita
a Macri completar un segundo mandato.
Pero
al país le habría hecho mucho mejor que la ex presidenta ya fuera un recuerdo,
que no contara con la centralidad de la que goza y que los inversores no
estuvieran dudando entre arriesgar o no su capital ante la posibilidad de que
el delirante "proyecto nacional y popular de matriz diversificada e
inclusión garantizada" pueda regresar, como la peor de las pesadillas.
Macri
ya se equivocó, y mucho, al no explicitar, no bien asumió, que en la Argentina
estaban a punto de chocar dos locomotoras de frente, a 200 kilómetros por hora,
y que el levantamiento del cepo y el pago a los llamados fondos buitre, lejos
de constituir decisiones insensibles, lograron evitar el impacto.
Ahora
es tarde para hablar de la herencia.
Sin
embargo, nunca será suficientemente tarde para decir la pura verdad.
Este país está,
literalmente, destruido y desintegrado.
Se
mire la actividad o el aspecto que se mire.
Podríamos
empezar por lo básico:
No
tiene la infraestructura mínima suficiente.
Ni
rutas en condiciones de ser usadas.
Ni
trenes.
El
transporte terrestre, marítimo y aéreo es uno de los peores del mundo.
La
pobreza ya es estructural y va pasar por lo menos una década para que descienda
de manera considerable.
Los
convenios colectivos de trabajo son expulsivos.
Sólo sirven para
que los anacrónicos dirigentes sindicales se sigan enriqueciendo y para que las
pequeñas y medianas empresas elijan entre cerrar o tomar personal en negro.
El
aumento exponencial del narcotráfico es proporcional al delirante incremento
del juego legal e ilegal.
El
problema de la inseguridad parece inabordable.
Recién
ahora se están empezando a confeccionar estadísticas más o menos confiables,
pero mientras la cantidad de delitos baja con cuenta gotas, la violencia y la
crueldad se agravan cada vez más.
Hace rato que la
salud y la educación están en emergencia.
Y
su deterioro es tal que ya casi no se distingue entre la involución de la
educación pública y la privada, o la salud pública y la privada, porque no
parece un problema exclusivamente económico, sino más integral y complejo de lo
que se ve en la superficie.
De
la Justicia mejor ni hablar.
Sólo basta con
mencionar que los fiscales y los jueces federales siguen trabajando con el
Código de Procedimientos de 1938.
En
las últimas horas un fiscal y un magistrado me dieron el mismo ejemplo:
En
esa época, el torno de los odontólogos era de madera.
Eso
no lo explica todo, pero sí la enorme lentitud con que la mayoría de los
juicios se llevan adelante.
Algunos
politólogos ya no saben si definir la Argentina como un país en crisis o
colocarlo en la categoría de país extravagante, cuyas autoridades hacen cosas
inexplicables, distintas a las de los demás gobiernos del mundo, y esperan
resultados exitosos, como si eso fuera posible.
Todos
los datos están dislocados.
Los
precios, distorsionados.
El
sistema financiero, demasiado sensible y volátil para la escala de
transacciones y el volumen de negocios.
Desde hace
tiempo batimos récords que confirman hasta qué punto estamos en la lona.
Para
muestra basta un botón:
Somos
una de las cinco naciones con más alta presión impositiva, muy cerca del nivel
de Suecia o Dinamarca,
pero el Estado
presta a sus habitantes los servicios de países como Uganda.
Para
volver a ser viable, la Argentina tendría que contar con un presidente
dispuesto a asumir grandes riesgos y a hacer acuerdos con los dirigentes que
hay.
Un
presidente capaz de explicar con claridad a los argentinos que no hay plan B.
Un
presidente menos pendiente de las próximas encuestas de opinión.
Incluso
uno dispuesto a perder las próximas elecciones, pero con la determinación suficiente como para empezar a dar vuelta
este desastre de casi medio siglo.
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