Por
JOSÉ MIGUEL VIVANCO
WASHINGTON
– El 8 de julio, el gobierno del presidente venezolano Nicolás Maduro trasladó
a su preso político más prominente, Leopoldo López, hasta su casa a las 4:00 de
la madrugada.
El
Tribunal Supremo de Justicia, controlado por Maduro, explicó, en un párrafo,
que le concedía arresto domiciliario a López como “medida humanitaria” debido
a su “situación de salud”.
También
mencionó “irregularidades sobre la distribución del expediente a un Tribunal de
Ejecución”.
Sin
dudas, la excarcelación de López es una muy buena noticia para su familia.
Su
esposa, Lilian Tintori, así como sus hijos, padres y hermanas, han sufrido por
más de tres años al ver que López era procesado por motivos políticos y
condenado a casi 14 años de cárcel, todo
con base en cargos falsos y evidencia fabricada,
según
me dijo el propio fiscal del caso.
Durante
su detención en la cárcel militar de Ramo Verde, López fue sometido a largos
períodos de aislamiento y sus familiares han padecido muchísimas humillaciones
y abusos.
En
los últimos 90 días, a López le negaron cualquier contacto con sus abogados.
La excarcelación
también representa un gran triunfo para los miles de manifestantes que han
salido a las calles a diario desde fines de marzo para expresar su rechazo
frente a las tácticas antidemocráticas del gobierno, y para el número creciente
de líderes latinoamericanos que piden la liberación de los presos políticos y
el cese inmediato de la represión.
Dado
que López es el preso político más conocido de Venezuela, es altamente probable
que el gobierno quiera vender su “liberación” como prueba de que la situación
del país está mejorando, que las críticas internacionales son injustificadas y
que los reclamos de los manifestantes son ilegítimos.
Esa pretensión
no podría estar más alejada de la realidad.
López
está en su casa, pero no está libre.
Está
sujeto a arresto domiciliario.
En
la misma situación se encuentra el ex alcalde de Caracas Antonio Ledezma, que
cumple arresto domiciliario desde hace más de dos años.
A
otro alcalde, Daniel Ceballos, que también fue encarcelado por motivos
políticos, se le concedió arresto domiciliario por un año, pero luego lo
pusieron nuevamente detrás de las rejas.
Otros
líderes políticos, como el ex candidato presidencial Henrique Capriles
Radonski, han sido inhabilitados
arbitrariamente para postularse a cargos públicos por varios años.
El
5 de julio, día de la independencia en Venezuela, hubo un choque entre
parlamentarios y grupos paramilitares partidarios del gobierno de Maduro, que
buscaban invadir la Asamblea Nacional.
En
Venezuela, hay más de 400 presos políticos, según datos del Foro Penal
Venezolano, organización sin fines de lucro que representa legalmente a
detenidos.
Más de 350
civiles han sido juzgados en tribunales militares, una práctica propia de las
dictaduras latinoamericanas de la década de 1970 que viola flagrantemente el
derecho venezolano y el internacional.
Muchas
de estas personas están alojadas en prisiones militares, cárceles de máxima
seguridad o sedes de los servicios de inteligencia en condiciones de reclusión
crueles y degradantes.
A su vez, las
fuerzas de seguridad, en complicidad con grupos armados partidarios del
gobierno conocidos como “colectivos”, siguen reprimiendo brutalmente las manifestaciones
contra el gobierno.
Desde
inicios de abril, más de 90 personas han sido asesinadas, más de 1.500
resultaron heridas y más de 3.000 han sido detenidas con motivo de las
manifestaciones.
Los
altos mandos venezolanos deben responder por las violaciones de derechos
humanos generalizadas y graves cometidas por sus subordinados, incluidos casos
de torturas.
A
fines de junio, el presidente Maduro declaró que su gobierno jamás se rendiría
ante sus opositores y que una futura derrota política terminaría en violencia.
“Lo que no se
pudo con los votos”,
advirtió, “lo haríamos con las armas”.
Hace
apenas unos días, el gobierno venezolano permitió que hampones armados
irrumpieran en la Asamblea Nacional y golpearan a legisladores de oposición a
plena luz del día.
Esta
agresión fue coordinada entre colectivos y miembros de la Guardia Nacional, según
surge de grabaciones de audio que se difundieron el 7 de julio.
Ahora
no es el momento de dejarse engañar y ser complacientes.
Por el
contrario, es indispensable más fiscalización y redoblar la presión para
garantizar que López y Venezuela sean finalmente libres.
La
crisis actual en Venezuela no es un conflicto entre dos ideologías o grupos
políticos.
Es una
confrontación entre un régimen cívico-militar represivo que viola los derechos
fundamentales de su pueblo e ignora descaradamente las garantías democráticas
más elementales, y millones de venezolanos que se oponen a esta tiranía,
incluidos muchos que antes apoyaban al gobierno.
La
excarcelación de López es una señal de enorme debilidad de un régimen cada vez
más aislado por la presión en las calles e internacional.
Incluso
la Fiscala General Luisa Ortega Díaz, quien antes apañaba al gobierno, ha
criticado abiertamente a Maduro y la represión. Otro signo de la descomposición
es que Ortega, justamente por sus críticas, hoy enfrenta un inminente proceso
de destitución.
El
arresto domiciliario de López es una notable concesión del gobierno venezolano.
Pero es, muy
probablemente, un repliegue táctico hecho con la intención de apaciguar las
críticas y bajar la presión interna e internacional.
Ahora
no es el momento de dejarse engañar y ser complacientes.
Por el
contrario, es indispensable más fiscalización y redoblar la presión para
garantizar que López y Venezuela sean finalmente libres.
Es hora de que
México, Brasil, Argentina, Canadá y Estados Unidos exijan que el gobierno de
Maduro autorice la visita de una misión de países representativos de la región, acompañada de
miembros de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, para evaluar la
situación in situ.
Esta
iniciativa podría darse dentro del marco de la OEA o fuera de ella si no se
cuentan con los votos suficientes para autorizarla. La misión debería, específicamente, solicitar reunirse con todos los
actores relevantes, incluyendo a los presos políticos, y notificarle al
gobierno que las violaciones de derechos humanos no quedarán impunes.
Un
mensaje claro de estos países advirtiendo que los responsables de abusos
deberán rendir cuentas por sus actos podría disuadir a policías y militares de
que continúe la espiral de violencia, o que incluso se incremente.
José
Miguel Vivanco es director para las Américas de Human Rights Watch
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