Nos
hemos convertido en una sociedad tan superficial, tan lacrimógena, tan
moralmente embotada, que nada puede hacerse contra la escenificación
prefabricada de la asimetría entre policía y manifestantes.
Hay
un fondo anarquista en la conciencia del ciudadano de hoy –un ciudadano
adolescente, perfectamente inconsciente de la causa profunda del equilibrio
cotidiano del que disfruta, un equilibrio que le resulta imperceptible.
Cualquier
uso de la fuerza por parte del Estado le parece que desborda una situación
original de armonía, en lugar de entender que trata de restaurar un orden
artificial y precario.
La
preminencia de la imagen sobre el análisis era previsible.
Ha
ocurrido también en los medios europeos que aceptan sin más las cifras
evidentemente mentirosas del gobierno de la Generalitat.
Que
se produzcan 800 heridos y solo uno de ellos sea grave es literalmente
imposible.
Cuentan
los ataques de ansiedad, los rasguños, nadie muestra ningún parte, tienen la
consigna de ir al hospital con cualquier cosa.
Como
siempre, el insoportable victimismo de una Cataluña enamorada de sí misma.
Y
los demás sucumben al escenario, a la emoción sensiblera que transmiten unas
escenas perfectamente buscadas e instrumentalizadas.
El
impacto inmediato de las imágenes y el culto irracional a quien clama para sí
el estatuto de víctima hacen imposible cualquier reflexión, y hoy las
revoluciones las ganan quienes se ponen a llorar.
Lo
cierto, sin embargo, es que la economía de la fuerza desplegada por Policía y
Guardia Civil ha sido realmente remarcable dadas las circunstancias.
Evidentemente,
la democracia era lo de menos.
Van
a declarar unilateralmente la independencia, incluso tras la broma grotesca de
la votación del pasado domingo, con votos descontrolados y, a pesar de ellos y
según sus cálculos, con un 35% de la población.
Que
puedan dar por bueno lo salido de semejante esperpento habla mucho de ellos y
de su intención primigenia.
Que no es la
democracia, sino su proyecto de nación.
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