Un
ejemplo de persona.
El
año pasado (2014) le hablé de la doctora Eugenia Sacerdote de Lustig.
¿Se
acuerda?
Varios
oyentes me pidieron que volviera a contar su historia en homenaje al día de la
mujer.
Ella
se hizo famosa entre comillas cuando la línea 80 la nombró pasajera ilustre y
le dio un pase de por vida.
Era
un premio a su constancia de viajar todos los días en ese colectivo a su
trabajo como jefa de investigación del Instituto de Oncología Ángel Roffo.
Por
aquel entonces, la venerable mujer tenía 90 años.
Esa
anécdota ciudadana disparó la curiosidad de los medios y muchos conocimos la
vida ejemplar de la doctora Eugenia.
Su
esfuerzo, su sacrificio cotidiano de lucha.
Nos
enteramos que esta señora que podría ser la abuela de cualquiera de nosotros,
con el cabello totalmente blanco y que andaba lento como perdonando al viento
tiene
en su guardapolvo de investigadora a su orgullo más grande.
Después
fue declarada ciudadana ilustre de Buenos Aires e inmigrante ilustre del
Piamonte, la patria chica de Italia donde dejó parte de su familia.
La
doctora desciende de los barcos como tantos argentinos.
Tenía
25 años y una hija en sus brazos que cumplió un año en plena travesía en el
medio del océano.
Llegó
al puerto con sus valijas de cartón y con la esperanza de construir una nueva
vida en un país libre y democrático, lejos del fascismo de Mussolini que
manchaba su tierra querida.
Mientras
aprendía a cantar y a bailar el tango, se dedicó a combatir otros males tan
terribles como el totalitarismo del Duce:
Enfrentó
la peor epidemia de polio que tuvo la Argentina antes de que se descubriera la
vacuna Salk.
Y
como si esto fuera poco le declaró la guerra científica al Mal de Alzheimer y
el cáncer.
Ese
maldito cáncer, tal vez como revancha le fue erosionando la vista.
Sus
ojos comenzaron a nublarse hasta la ceguera absoluta.
Por
eso dejó de viajar en colectivo y ella, tan corajuda, empezó a tenerle miedo a
los escalones que es lo imprevisto que sube o que baja.
Pero
una remisería vecina la empezó a llevar de aquí para allá, porque ella es un
tesoro de todos que todos tenemos que cuidar.
Tenía
90 años y seguía cumpliendo con su vocación y obligación.
Dirigía
a los jóvenes biólogos en su análisis del trasplante neuronal en las ratas de
laboratorio.
Era
admirable su cargo de investigadora del Conicet.
La
doctora Eugenia recibió el premio Hipócrates que es la más alta distinción que
un médico puede recibir en nuestro país y eso no la transformó en mármol ni en
bronce.
Se
mantuvo de carne y hueso y ni siquiera se volvió formal o aburrida.
Era
la más chistosa del trabajo.
La
encargada de celebrar los cumpleaños de sus compañeros, de homenajear la vida
compartiendo al mediodía una porción de tarta y una mandarina de postre.
La
Nona sabia inoculó en la sangre torrentosa de sus hijos y nietos el amor por la
educación, la excelencia y la honradez.
Ella
sigue estudiando aún hoy que tiene, escuche bien por favor, aun hoy, que tiene
100 años.
Esta
maravilla de la humanidad tiene dos adicciones:
Los
libros y la quesería donde compra los manjares que la acercan a su infancia
como la mozzarella de Búfalo o el delicioso mascarpone.
Ella
dice que solo eso es una bendición de Dios.
A
los 100 años, la doctora Eugenia, mezcla milagrosa de neuronas y sensibilidad
solidaria es considerada una reina madre por sus discípulos.
Ella
que fue discípula de Bernardo Houssay, uno de nuestros premio Nóbel.
Es
una Pachamama que posee los genes de la lírica italiana y su clásica
"pasta " y protege todo lo que toca.
No
se enoja nunca.
Sonríe
siempre.
Dice
que esa es su fórmula para cumplir un siglo en paz y armonía con todos.
Esta
orgullosa porque fue reconocida como "Prócer de la medicina bicentenaria",
un diploma de honor, que le entregó otro oncólogo, honesto como ella, el ex
presidente de Uruguay, Tabaré Vázquez.
Hoy
la doctora Eugenia tiene 9 nietos y solo se lamenta que la ceguera no le haya permitido conocer la cara de sus 4
bisnietos.
Escucha
radio y tiene un software que le lee los diarios.
Ella
insiste en que está ciega.
Sin
embargo yo tengo la sospecha que su mirada va mucho más allá de lo que uno
puede suponer.
Mira
con el cerebro y con el alma.
¡¡¡Es
un siglo de mujer y orgullo!!!
Alfredo
Leuco
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