Javier
R. Portella
Fuente:
El Manifiesto.com
Algún
lector presente en el coloquio que El Manifiesto organizó en Madrid el pasado
17 de mayo bajo el título de "Ideología
de género y democracia líquida", nos ha solicitado si podíamos
publicar, como así lo hacemos, la intervención que efectuó en el mismo nuestro
director Javier R. Portella.
Más
allá del feminismo y de su lucha de sexos que ha sustituido a la lucha de
clases, más allá del animalismo y del transexualismo.
Más allá de todo
ese inmenso circo,
hay dos elementos esenciales que dan “sentido” —en fin…: así sea el sentido del
sinsentido— al conjunto del fenómeno que hoy nos ocupa aquí.
Esos
dos elementos que parecen contradictorios, pero que en realidad se
complementan, pues buscan lo mismo son:
Por
un lado, la autonomía del sujeto; por
otro lado, la destitución o
deconstrucción del sujeto y de cualquier instancia instituyente.
La
autonomía del sujeto implica, dicho de manera simple y contundente que las
cosas son y el mundo es…
Porque
y de la manera como a los hombres les da la santa y real gana que sean.
“Tú
quieres…, tú puedes”, como decía aquél.
Todo
es un asunto de voluntad, decisión y libertad.
Hasta
el sujeto, es cierto, va a ser destituido, subvertido, de construido por los
teóricos de la deconstrucción.
Pero
da igual.
Ya
sea mediante la afirmación soberana del sujeto (la que emprende el
liberalismo), o ya sea mediante la destitución del sujeto y la afirmación
nihilista de la nada (la que emprende el libertarismo), lo que importa es que nada sostiene el orden de las cosas.
Nada
garantiza lo verdadero, lo justo, lo bueno.
Nada
es sustancial.
Nada
se impone o existe por sí mismo.
Nada
(creen)
sostiene el orden de las cosas.
Nada
garantiza lo verdadero, lo justo, lo bueno.
Pero
hay algo que se opone tercamente tanto al imperio de la subjetividad como al de
la deconstrucción.
Hay
algo que existe de manera plena por sí mismo:
La
naturaleza.
Tal
vez por ello el hombre moderno, y aún más el posmoderno, la desprecia y degrada
tanto.
Porque
la naturaleza se alza, insolente, frente al poder de la pretendida autonomía
humana.
Porque
la naturaleza le dice al hombre:
No,
amigo, no: te equivocas, tú no lo tienes todo.
Tú,
entre otras cosas, te vas a morir… mientras que yo, junto con mis mares, y mis
cielos, y mis montes, y mis valles,
yo
voy a seguir ahí, surgida por mí misma y permanentemente presente.
Pero
el hombre moderno, y sobre todo el posmoderno, dispone de los ingentes medios
que le proporciona lo que el mismo Heidegger denominaba la técnica planetaria.
Con
esos medios en la mano el hombre no consigue, por supuesto, crear
artificialmente naturaleza, “hacerla surgir”.
Tampoco
consigue arrasarla del todo:
Sólo dañarla,
maltratarla.
Pero
lo que sí le permiten los medios de la técnica es desacralizar la naturaleza.
Y
al mismo tiempo desnaturalizarla (nunca mejor dicho…), menoscabándola,
dañándola, privándola de su autenticidad.
Entre
las desnaturalizaciones que la técnica permite se encuentra el cambio de sexo,
hoy denominado “género”:
La
base misma sobre la que se asienta la ideología precisamente denominada “de
género”, apoyándose para ello en un
trastorno objetivo y lamentable, es cierto, pero que afecta a una
proporción ínfima de la población.
La nada y su
nihilismo
Son
muchas las consecuencias que se derivan de todo ello.
La
primera: tanto si todo depende de las decisiones de los hombres —decisiones
obviamente múltiples, volubles, cambiantes, tornadizas…—,
como
si todo consiste en el juego de sombras de una de construida e ingente ficción,
todo está marcado entonces por el signo de lo relativo, de lo aleatorio, de lo
contingente.
De
esa contingencia, los teóricos de la deconstrucción y de la French Theory han
estado siempre perfectamente conscientes (recordemos sus nombres, pues al de
Michel Foucault hay que añadir otros, como los de Roland Barthes, Gilles
Deleuze, Jacques Derrida, etc.). Han estado conscientes de hasta qué punto
semejantes ideas abocan al relativismo y finalmente al nihilismo. Han estado
conscientes de ello…, pero no para combatirlo, sino para complacerse, para
regodearse plenamente en ello. Veamos de qué manera.
En
el libro que se acaba de publicar en España y que presentamos también en esta
ocasión (El puto san Foucault.
Arqueología de un fetiche), François Bousquet condensa el pensamiento de
Michel Foucault, el padre por antonomasia de lo que se ha dado en llamar la
French Theory, en los siguientes términos:
“¿La
verdad? ¡Una ficción!
¿El
hombre? ¡Un espejismo!
¿Las
normas sociales? ¡Una camisa de fuerza!”.
Después
de lo cual, concluye —y es esta conclusión la que me importa subrayar:
“La norma
última: la norma de la ausencia de normas, la norma de lo anormal”.
Foucault:
¿La
verdad? ¡Una ficción!
¿El
hombre? ¡Un espejismo!
¿Las
normas sociales? ¡Una camisa de fuerza!
¡Acabáramos!...
La
naturaleza (sabido es) tiene horror del vacío.
Y
la naturaleza humana también.
Releamos
la anterior conclusión.
Después
de haberlo puesto todo en la picota, después de haberlo pretendido subvertir
todo:
La verdad, el
hombre, normas sociales…
Después
de haber dado por sentado que no existe ni verdad ni norma última sobre la que
asentar el mundo.
Después
de todo ello, va y se nos dice… que sí hay una norma última.
Y
esa norma última es…
“la norma de la
ausencia de normas, la norma de lo anormal”.
Por
primera vez en la historia la anormalidad funda la normalidad.
Lo
anormal, lo desviante, se convierte en piedra angular del mundo.
En
todos los campos.
También
en el de un arte convertido en no arte, y donde la fealdad y la insignificancia
se convierten en la base y el pilar de algo que, no se sabe por qué, se sigue
llamando “belleza”.
También
en el campo de la sexualidad (o del género), lo que tratan de imponer como
norma es la anormalidad de la transexualidad o de la homosexualidad (una
homosexualidad contra la que no hay, desde luego, absolutamente nada que
objetar, salvo que no es ni puede constituir “la norma, la directriz”).
Es
por todo ello por lo que “el loco” y “el preso” —el desviante; ese desviante
que, para la ideología de género, toma la forma del transexual— constituyen el
paradigma mismo de “lo bueno y lo bello” de “lo justo y lo verdadero”, como se
decía antaño, cuando cosas tales como “lo bueno y lo bello” (kalos kagazos,
decían los griegos) constituían —cualquiera que fuese su cambiante contenido a
lo largo de la historia— el eje mismo del mundo y de los hombres.
No,
contrariamente a las apariencias, contrariamente a lo que aparentan los
nihilistas que todo lo impugnan y todo lo arrasan, lo que tratan de imponernos no es la Nada de una “libertad” licuada,
disuelta en la arena de tales naderías.
Lo
que tratan de imponernos es un orden incomparablemente más duro y feroz que el
de todos los órdenes autoritarios, despóticos y hasta totalitarios que en el
pasado han sido.
Y
ello por dos razones.
La
primera, porque el actual orden de…
Aún
no tiene nombre consagrado.
Hay
varios en lista.
Elijan
el que prefieran:
Régimen
de la deconstrucción, régimen de lo políticamente correcto, régimen
liberal-libertario.
Personalmente
me quedo con este último.
Pese a sus
apariencias, el régimen liberal-libertario es el más ferozmente despótico de todos, y ello por dos
razones esenciales.
La
primera, porque se funda en un engaño que es infinitamente más que un simple
ardid propagandístico.
Es
un engaño, por así decirlo, ontológico, consustancial al sistema que lo
instituye.
Se
trata del engaño —y engaño que ha calado transformándose en “verdad” incrustada
en el imaginario colectivo— que consiste
en fundar el mundo sobre la ausencia de cualquier principio que no sea el de la
libertad más absoluta de cada individuo.
Se
trata de esa engañosa, falsa libertad que, partiendo de la ausencia de toda
norma, desemboca en la norma de lo anormal.
Y
hay un segundo motivo.
Al establecer
como norma primera lo anormal y desviante, se está efectuando algo nunca visto
en ningún otro momento de la historia.
Al
establecer ese delirio orwelliano según
el cual la base de lo normal es lo anormal, de igual modo que la base de la
cordura es la locura, y la de la belleza la fealdad.
Al efectuar tal
cosa, lo que se está haciendo es socavar simple y llanamente las bases antropológicas
más elementales de la existencia.
No
ya sus bases culturales, sociales, económicas, políticas..., sino sus bases
—repito— simple y llanamente antropológicas.
La democracia
líquida
¿Y
qué tiene que ver todo eso, se preguntarán ustedes, con esa “democracia
líquida” que figura en el título de mi charla y de este coloquio?
Lo
tiene que ver todo.
De
algún modo no se trata sino de dos aspectos, de dos dimensiones, del mismo
fenómeno.
Lo
que en el régimen liberal-libertario se expresa como ideología de género o en
forma de las demás aberraciones desarrolladas en el ámbito de lo que los
franceses llaman “lo societal”, todo ello tiene también su correlación en el
ámbito político de “la democracia líquida”, denominación con la que estoy
haciendo un obvio guiño a Ziygmunt Bauman y a su concepto de “la sociedad
líquida”.
Pero
cuidado, cuando hablo de “ámbito político”, entiéndase: “ámbito de la polis en su más amplio sentido”; ámbito situado
infinitamente más allá de la politiquería y de sus míseras pequeñeces; ámbito a
través del cual los hombres de una sociedad y de una época se afirman, son,
existen…
O se despeñan
juntos por un abismo.
Los
mecanismos son, en ambos casos, sumamente parecidos.
También
en el ámbito de la democracia tenemos la proclamación inicial de una libertad
absoluta.
También
aquí se desconoce cualquier principio sustancial que vertebre al mundo.
También
aquí se sostiene todo sobre la libre voluntad y la libre decisión del pueblo
soberano —del pueblo entendido (y ahí empiezan los problemas) no como ente
orgánico y dotado de su propia dinámica histórica, sino como una mera suma de
átomos individuales.
Y
también aquí la naturaleza (la de los hombres en la polis y en la historia)
tiene horror al vacío.
También
aquí resulta imposible fundar la vida política y social sobre la exclusiva base
de la contingente, voluble y tornadiza voluntad de los humanas (añadirían
quienes sabemos).
También
aquí las apariencias democráticas necesitan, para que el mundo no se hunda del
todo, una base firme sobre la que asentarse.
Y para
establecerla, también aquí tales apariencias no pueden sino convertirse en un
profundo engaño
—y engaño que, también aquí ha calado y se ha engarzado profundamente en el
imaginario colectivo de nuestros pueblos.
Veamos
cómo funciona dicho engaño.
Las
apariencias democrático-liberales tienen absoluta, indiscutible fuerza de ley.
Legalmente
hablando todas las ideas, todas las opciones, todas las concepciones del mundo
son, con tal de que respeten los procedimientos legalmente vigentes, igual de
válidas y justas, igual de buenas y verdaderas.
Todas
son incuestionables; o lo que es lo mismo: todas se pueden cuestionar e
impugnar.
Para
la ley, el contenido de las ideas y concepciones del mundo es estrictamente
indiferente.
Pero
para la realidad de las cosas, no.
Todas
las ideas y concepciones tienen el mismo derecho a la palabra, es cierto, pero
hay una de ellas que lo tiene incomparablemente más.
Hay
una y sólo una (con todas las variantes que se quiera) que habla sin parar y
desde el único lugar desde el que tiene sentido hablar: desde el centro del
mundo, desde los poderosos medios de comunicación y adoctrinamiento de masas
desde los cuales y sólo desde ellos se llega a todo el mundo.
Las
demás ideas, las demás concepciones del mundo, las de los rebeldes y díscolos,
también tienen, es cierto, el mismo derecho a la palabra y a su encarnación
política.
Pero
ese derecho, para ellos —para nosotros, en fin…— es sólo formal, es sólo
jurídico.
Ese
derecho no sirve de nada (o de tan poco…) si no se ejerce desde los grandes
medios de comunicación que, dominando al mundo y a las gentes, modulan los
sentimientos y el pensamiento (o lo que tiene lugar de éste).
Existen,
es cierto, las Redes Sociales, esa gran alternativa…, se ha dicho y repetido
mil veces.
Son
importantes, desde luego, y no hay que desdeñarlas.
Pero
ya hemos visto recientemente en España, en el caso de Vox y de las últimas
elecciones, cuál es su verdadera fuerza y su verdadero papel cuando tienen que
competir frente a los medios del Sistema.
Tal
es el engaño en el que se basa la democracia liberal-libertaria: el de
proclamar y otorgar con una mano —la de
la ley— la libertad que su otra mano —la de la realidad, y en particular la
realidad mediática— restringe a favor tan sólo de quienes comparten la
concepción dominante del mundo.
Una
concepción del mundo que, por lo demás, nada tiene que ver con la
insustancialidad de las cosas que proclama el corpus teórico liberal.
¡Vaya si el
espíritu liberal-libertario conoce lo sustancial y lo firme, lo incuestionable
e indiscutible!
Se
trata, es cierto, de una firmeza un tanto peculiar, pues experimenta la fluidez
de lo que fluye y cambia, se incrementa o se desvanece; pero se trata de la
firmeza de algo tan indudable como incuestionable: la del dinero y de todo lo
que de él se deriva como rey y amo del mundo.
El engaño
liberal y su alternativa iliberal
El
gran engaño democrático…
Ese
en el que las cartas están ahí, las mismas para todos.
Pero
las cartas están marcadas y algunos juegan con doble baraja.
Es
ese engaño el que, no viéndolo —o peor: asumiéndolo, comulgando con él—, lleva
a nuestros pueblos a precipitarse por el gran abismo que le tienden sus amos
—ya sean sus amos ideológicos (los Foucault y compañía) o sus amos oligárquicos
(los Soros y compañía).
Y
sin embargo…
Sin
embargo, lo que llamo “el abismo democrático” (tal es el título de mi último libro)
no es sólo un abismo por el que despeñarse.
Es
o puede ser también un abismo por el que afirmarse.
Veamos
cómo y por qué.
Es
toda una indeterminación, una indeterminación fundacional (no una manía, no un
antojo de intelectuales) lo que entrevé la democracia, lo que late en el fondo
de esa democracia que hasta que no se consolide la versión “i-liberal” que hoy
empieza a surgir, no puede sino calificarse de democracia liberal: la única
hasta hoy conocida o existente.
Ese
abismo fundacional, esa indeterminación instituyente, consiste en reconocer
que, muerto el Dios que desde su trascendencia sobrenatural pretendía fundar,
regular y dar sentido a las cosas, nada sustancial, nada firme o determinado
funda al mundo.
Las
cosas son porque son, sin causa ni razón (como la rosa, decía el místico alemán
Angelus Silesius y recogía Heidegger).
Pero
las cosas son, existen en toda su radiante plenitud: no consisten, como
pretendía Foucault, “en una especie de efecto de superficie, en un brillo, en
una espuma”.
Aunque
la democracia líquida pretende conseguir lo contrario, lo propio de las cosas
no es licuarse, borrarse como se borra, dice un complacido Foucault, “un rostro
de arena a la orilla del mar”.
Las
cosas son, existen: plenas, radiantes de sentido y envueltas de misterio; en
esa conjunción de luz y oscuridad sin la cual no habría ni mundo, ni ser, ni
belleza, ni arte, ni sentido.
Esa
conjunción es la que impide que, en el terreno de las ideas, se alce ninguna
visión de las cosas que, excluyendo a las demás, se afirme con el marchamo de
lo firme, auténtico y verdadero.
Esa
conjunción de luz y misterio es la que tiene toda su expresión en la libertad
de pensamiento que instaura —reconozcámoslo después de haberla atacado todo lo
que conviene atacarla— la democracia liberal.
No
estoy hablando ahora de la libertad de expresión que, en el ámbito de la acción
política, es afirmada por un lado y negada por otro.
Estoy
hablando ahora de la libertad de pensamiento en el sentido más general del
término.
Estoy
hablando de “la libertad de cátedra”, si se prefiere.
Estoy
hablando de esa indudable grandeza —quizá la única, junto con los conocimientos
científico-técnicos— de nuestro tiempo.
Esa
libertad del pensamiento en general —esa indeterminación— también conviene que
prevalezca en el campo de la democracia política.
Pero
para que ésta no se licúe ni engañe como actualmente está engañando y
licuándose, es preciso que se modifiquen diversas y muy fundamentales cosas.
Es
preciso que todo lo que de líquido e indeterminado comporta la múltiple
contraposición de ideas y concepciones del mundo se vea contrarrestado por la
afirmación clara e inequívoca de principios tan firmes como sólidos.
Principios
que deben también dejar de ser los del materialismo, los del hedonismo y los
del individualismo que nos asfixia.
Señalemos
esquemáticamente y a título de ejemplo —y con ello concluyo— algunos de tales
principios.
Sí, la belleza
es infinitamente superior a la fealdad.
Sí, lo bello
debe derrotar a lo feo, destronar a lo vulgar.
Sí,
la excelencia —«la aristocracia del espíritu», decía Dominique Venner— debe
imperar, y la fortaleza imponerse a la debilidad, la grandeza a la mediocridad.
Sí
es grande y gloriosa la historia de nuestra civilización.
Orgullosos
debemos estar de nuestro linaje.
Defenderla y engrandecerla es nuestro deber
Sí,
sólo en comunidad vivimos los hombres.
Nada
seríamos sin ella: ni siquiera seríamos capaces de hablar.
No
somos átomos aislados encerrados en nuestro caparazón.
Somos
hijos de una lengua, de una tierra, de una patria, herederos de una tradición.
Sí, la
Naturaleza es nuestra madre cuya luz y cuyo misterio debemos respetar, admirar,
honrar.
Sí, la
diferencia entre hombres y mujeres es una verdad tan cierta y manifiesta como
la diferencia entre el día y la noche.
Sí,
el dinero y el mercado, la avidez y el trabajo son cosa tan legítima como
necesaria.
Pero
no son cosa esencial.
Lo
esencial es que dejen de ocupar tanto el corazón del mundo como el de los
hombres.
Sí
es necesario que nuestro destino recupere aliento sagrado, sí es preciso que,
estremeciéndonos ante lo inefable, envolviéndonos de ritos, cultos y mitos,
expresemos ante lo divino el oscuro y resplandeciente misterio del vivir
encaminado a morir.
Sí
es la vida el criterio último que lo sostiene y debe sostenerlo todo.
Engrandecerla,
intensificarla: tal es el mandamiento supremo.
El
de los hombres libres, el de los mortales que saben que sólo viviendo ávidamente
una vida que integre la muerte lograrán imponerse, victoriosos, a ésta.
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