"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

lunes, 22 de julio de 2019

Sorpresas que guardan los días que solo parecen previsibles (1)


Por Santiago Kovadloff

La desmesura romántica nos induce a creer que donde impera la rutina está ausente la pasión.
Homologada a la monotonía, reducidas sus posibilidades a la mera repetición, la rutina pierde todo lo que en ella hay de productivo.
Su esencial fecundidad se convierte en miseria.
Hay sin embargo pasión en la diaria perseverancia del astrónomo que explora la noche de los cielos sin dar, quizá durante años, con una nueva estrella que lo deslumbre.
La hay en el poeta que persevera en el empeño por transformar sus líneas vacilantes en versos que perduren.
O en la tenacidad de quien, tras fracasar en el orden que fuere, no se rinde y retoma el camino del esfuerzo.
De modo que la rutina, en todo esto y en mucho más, nada tiene que ver con el hastío.
Donde una y otra se equivalen hay una vida maltrecha, un porvenir oscurecido, un sentido que se ha extraviado en la incomprensión.

Cuando está orientada por la pasión y es expresión de un deseo que sabe disciplinar su despliegue sin perder por ello intensidad, la rutina denota una paradoja.
Si la fortuna acompaña su práctica, desemboca en lo excepcional, en el hallazgo inesperado y bienvenido que es, finalmente, aquello en función de lo cual se la ejercita.
Así lo entendió, sonriendo, ese notable narrador que fue João Guimarães Rosa:
"Siempre que algo grande y de importancia se hace, hay un silogismo inconcluso".
Lo previsible puede dar lugar a lo imprevisible.
Lo infrecuente requiere de lo frecuente para irrumpir.
Lo inusual prospera, secretamente, en el suelo insospechado de la costumbre.

La vida cotidiana, con su liturgia de acciones persistentes y significados constantes, responde al imperativo de inscribir nuestras vidas en un escenario de razonable inteligibilidad.
Tal vez el próximo martes no lleguemos a vernos como quisiéramos y hoy lo programamos.
Podría ocurrir que lo imprevisto pueda más que lo previsible.
Pero la necesidad de creer que nos veremos y de planificar ese encuentro como un hecho consumado inscribe lo que somos y anhelamos en un horizonte que se quiere indudable y sin el cual no podemos vivir.
Necesitamos confiar en que la realidad se deja configurar por nuestras manos.
La finalidad última de la cultura, por lo demás, consiste en sembrar y afianzar significaciones perdurables capaces de atenuar al máximo lo que hay en todo de imponderable.

Enseña George Steiner que los tiempos potenciales de nuestros verbos, los que cumplen función condicional y expresan virtualidades, traducen las incursiones del espíritu en regiones neblinosas de lo real.
Con ellos se aspira a infundir claridad indispensable a lo que no la tiene, como para poder concebirlo al alcance de nuestro entendimiento. Hasta allí, nada menos, queremos extender los dominios del discernimiento e infundir cotidianidad a lo que se resiste a inscribirse en ella.

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