Por
Santiago Kovadloff
La
desmesura romántica nos induce a creer que donde impera la rutina está ausente
la pasión.
Homologada
a la monotonía, reducidas sus posibilidades a la mera repetición, la rutina
pierde todo lo que en ella hay de productivo.
Su
esencial fecundidad se convierte en miseria.
Hay
sin embargo pasión en la diaria perseverancia del astrónomo que explora la
noche de los cielos sin dar, quizá durante años, con una nueva estrella que lo
deslumbre.
La
hay en el poeta que persevera en el empeño por transformar sus líneas
vacilantes en versos que perduren.
O
en la tenacidad de quien, tras fracasar en el orden que fuere, no se rinde y
retoma el camino del esfuerzo.
De
modo que la rutina, en todo esto y en mucho más, nada tiene que ver con el
hastío.
Donde
una y otra se equivalen hay una vida maltrecha, un porvenir oscurecido, un
sentido que se ha extraviado en la incomprensión.
Cuando
está orientada por la pasión y es expresión de un deseo que sabe disciplinar su
despliegue sin perder por ello intensidad, la rutina denota una paradoja.
Si
la fortuna acompaña su práctica, desemboca en lo excepcional, en el hallazgo
inesperado y bienvenido que es, finalmente, aquello en función de lo cual se la
ejercita.
Así
lo entendió, sonriendo, ese notable narrador que fue João Guimarães Rosa:
"Siempre
que algo grande y de importancia se hace, hay un silogismo inconcluso".
Lo
previsible puede dar lugar a lo imprevisible.
Lo
infrecuente requiere de lo frecuente para irrumpir.
Lo
inusual prospera, secretamente, en el suelo insospechado de la costumbre.
La
vida cotidiana, con su liturgia de acciones persistentes y significados
constantes, responde al imperativo de inscribir nuestras vidas en un escenario
de razonable inteligibilidad.
Tal
vez el próximo martes no lleguemos a vernos como quisiéramos y hoy lo
programamos.
Podría
ocurrir que lo imprevisto pueda más que lo previsible.
Pero
la necesidad de creer que nos veremos y de planificar ese encuentro como un
hecho consumado inscribe lo que somos y anhelamos en un horizonte que se quiere
indudable y sin el cual no podemos vivir.
Necesitamos
confiar en que la realidad se deja configurar por nuestras manos.
La
finalidad última de la cultura, por lo demás, consiste en sembrar y afianzar
significaciones perdurables capaces de atenuar al máximo lo que hay en todo de
imponderable.
Enseña
George Steiner que los tiempos potenciales de nuestros verbos, los que cumplen
función condicional y expresan virtualidades, traducen las incursiones del
espíritu en regiones neblinosas de lo real.
Con
ellos se aspira a infundir claridad indispensable a lo que no la tiene, como
para poder concebirlo al alcance de nuestro entendimiento. Hasta allí, nada
menos, queremos extender los dominios del discernimiento e infundir
cotidianidad a lo que se resiste a inscribirse en ella.
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