"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

lunes, 22 de julio de 2019

Sorpresas que guardan los días que solo parecen previsibles (2)


Desde siempre me atrajo la cautela implícita en el giro "Si Dios quiere".
Recurrente en boca de tantos y no solo de los creyentes, nos recuerda que las aspiraciones del deseo no revisten valor de certeza y que en todo hay margen para la irrupción de lo que puede desmentirlo; de lo súbito, de lo inesperado y aun de lo ingrato.

La distinción no siempre nítida entre semana laboral y fin de semana aspira a diferenciar y contraponer las imposiciones de lo obligatorio a las libertades de lo placentero, propias del sábado y del clásico domingo.
En estos últimos dos, se presume, no reina la rutina, desconociendo que, a veces y por eso, se vuelven más inquietantes que los cinco días usuales de trabajo. Ello se debe a que la libertad de que se dispone en buena parte de esas cuarenta y ocho horas deja aflorar, cuando menos se lo espera, la evidencia de que no se sabe qué hacer con el tiempo incondicionado.
Resalta, entonces, la evidencia de un vacío afectivo, la ausencia de un proyecto personal o, sencillamente, de un entretenimiento capaz de absorbernos por un buen rato y atenuar la extrañeza de ser nosotros mismos que nos acosa en horas como esas.
En momentos así, nos apremia el secreto anhelo de volver al lunes y que sus exigencias nos pongan a resguardo de ese desconocido súbito que somos y que nos asalta al creer que disponemos de nuestro tiempo.

Emil Cioran estaba en lo cierto:
"Vivir de una vez por todas equivale a una crisis continua del orden".
Lo imprevisible, homologado ahora al desorden, acosa y agrieta en muchos planos el equilibrio que la cultura se empecina en asegurar.
No podría ser de otro modo.
Si el hombre es tarea incesante, esfuerzo imperecedero de constitución, se debe a que su insuficiencia se manifiesta una y otra vez.
La condición animal nos fue negada.
Solo ella está a salvo de las discontinuidades del alma, de su arritmia renovada.
De modo que la rutina, concebida como amparo ante esa intemperie, no puede revestir sino carácter de restauración incesante, que es lo mismo que decir quebranto perpetuo.

Nada más ilusorio que lo idéntico.
Nada equivale a otra cosa y ni siquiera es homologable a sí mismo.
Cuenta Paul Cézanne que en él fue constante su apego de pintor a un único paisaje.
Aseguraba -y lo demostró con sus telas- que la luz que lo envolvía, aun en las mismas horas de días sucesivos, nunca eran igual, jamás inamovible o reiterada.
Y era precisamente su transfiguración constante la que le permitía redescubrir ese paisaje como siempre inédito por detrás de su apariencia estable.
Así, la previsibilidad cedía y lo que parecía rutinario no tardaba en probar que no lo era.

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