Desde
siempre me atrajo la cautela implícita en el giro "Si Dios quiere".
Recurrente
en boca de tantos y no solo de los creyentes, nos recuerda que las aspiraciones
del deseo no revisten valor de certeza y que en todo hay margen para la
irrupción de lo que puede desmentirlo; de lo súbito, de lo inesperado y aun de
lo ingrato.
La distinción no
siempre nítida entre semana laboral y fin de semana aspira a diferenciar y
contraponer las imposiciones de lo obligatorio a las libertades de lo
placentero, propias del sábado y del clásico domingo.
En
estos últimos dos, se presume, no reina la rutina, desconociendo que, a veces y
por eso, se vuelven más inquietantes que los cinco días usuales de trabajo.
Ello se debe a que la libertad de que se dispone en buena parte de esas
cuarenta y ocho horas deja aflorar, cuando menos se lo espera, la evidencia de
que no se sabe qué hacer con el tiempo incondicionado.
Resalta,
entonces, la evidencia de un vacío afectivo, la ausencia de un proyecto
personal o, sencillamente, de un entretenimiento capaz de absorbernos por un
buen rato y atenuar la extrañeza de ser nosotros mismos que nos acosa en horas
como esas.
En
momentos así, nos apremia el secreto anhelo de volver al lunes y que sus
exigencias nos pongan a resguardo de ese desconocido súbito que somos y que nos
asalta al creer que disponemos de nuestro tiempo.
Emil
Cioran estaba en lo cierto:
"Vivir
de una vez por todas equivale a una crisis continua del orden".
Lo imprevisible,
homologado ahora al desorden, acosa y agrieta en muchos planos el equilibrio
que la cultura se empecina en asegurar.
No
podría ser de otro modo.
Si
el hombre es tarea incesante, esfuerzo imperecedero de constitución, se debe a
que su insuficiencia se manifiesta una y otra vez.
La condición
animal nos fue negada.
Solo
ella está a salvo de las discontinuidades del alma, de su arritmia renovada.
De
modo que la rutina, concebida como amparo ante esa intemperie, no puede
revestir sino carácter de restauración incesante, que es lo mismo que decir
quebranto perpetuo.
Nada
más ilusorio que lo idéntico.
Nada equivale a
otra cosa y ni siquiera es homologable a sí mismo.
Cuenta
Paul Cézanne que en él fue constante su apego de pintor a un único paisaje.
Aseguraba
-y lo demostró con sus telas- que la luz que lo envolvía, aun en las mismas
horas de días sucesivos, nunca eran igual, jamás
inamovible o reiterada.
Y
era precisamente su transfiguración constante la que le permitía redescubrir
ese paisaje como siempre inédito por detrás de su apariencia estable.
Así,
la
previsibilidad cedía y lo que parecía rutinario no tardaba en probar que no lo
era.
No hay comentarios:
Publicar un comentario