Hay,
por último, una rutina a la que nuestro país se ha mostrado apegado.
Y
que lo ha conducido al fracaso político.
Durante varias
décadas, la Argentina desconoció la rutina del estancamiento y la reiteración
de sus males pasados.
Fueron
años de crecimiento porque lo fueron de aprendizaje y aptitud para la
innovación.
Hace
mucho que ya no es así, mucho que la
Argentina se convirtió en un país previsible, en el peor sentido de la
palabra.
Cerrada
a los desafíos del desarrollo.
Congelada
en su ineptitud para reorientar su marcha.
Incapaz
de capitalizar sus desaciertos.
Desaciertos
de toda índole:
El impuesto por
su pésima práctica política.
Por la
corrupción sin freno.
Por el
envilecimiento más y más hondo de su educación.
Por su justicia
mancillada.
Por su atrofia
estatal invicta.
Por su pobreza
incesante.
En
suma:
Por
el fracaso convertido en rutina en tanto órdenes como los que han hecho de
nosotros un país decadente.
No
obstante, errores históricos como los que nos han precipitado en la desgracia
no son irreversibles.
Pero
superarlos exige la práctica sostenida de otra rutina que la que condujo a
ellos.
Así
como el mal se incuba largamente antes de irrumpir en forma terminal, de igual
modo los aciertos políticos que redimen a una nación deben empezar por ser
incipientes, parciales y esporádicos para luego pasar a ser abarcadores,
sostenidos e interdependientes.
¿Lo
son ya entre nosotros?
¿Hay
ya una semilla sembrada apta para quebrar la atroz monotonía del fracaso y la
corrupción?
¿Quién
puede jurarlo?
¿Quién
puede renunciar a creerlo si aspira a que la democracia republicana sea entre
nosotros, alguna vez, una sana costumbre?
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